Es lo que podríamos pensar ante la creciente tensión internacional. Prácticamente no hay un sólo país en el mundo que actualmente no se esté preparando para la guerra o participando en alguno de los conflictos bélicos que tienen lugar a escala regional. Si con la administración Trump volvieron los ataques directos contra Estados soberanos, Estados que hasta ahora parecían poco belicosos, como Alemania, planean aumentar su gasto militar en los próximos años. En cualquier caso la tensión va en aumento e implica a potencias con capacidad nuclear. Tanto la concentración de tropas de la OTAN cerca de la frontera rusa como la escalada de tensión en la Península de Corea parece apuntar en ese sentido.
¿Pero realmente estamos ante un ataque de locura de los grandes líderes mundiales? ¿Bastaría con que eligiésemos a otros menos belicosos y más dialogantes? En realidad, todo resulta más complicado. De hecho, la guerra es un negocio muy lucrativo para algunos. Con la creciente tensión internacional las compañías dedicadas a la fabricación de armamentos y avituallamiento militar no han dejado de ver aumentar su cotización en bolsa durante los últimos años. Así, por ejemplo, los grandes fabricantes estadounidenses de armas han visto cómo sus beneficios se alzan hasta el 15% desde la elección de Trump como presidente de EEUU. Realmente, parece que a alguien le interesa que estos “locos” gobiernen.
Pero la industria militar es sólo una parte de este entramado de intereses. Muchos recordarán cómo el petróleo estuvo detrás de las motivaciones de la guerra de Irak. También el hecho de que Saddam Hussein estuviese cambiando el cobro de los ingresos petroleros de dólares a euros, lo que beneficiaba a multinacionales europeas (como las francesas) y perjudicaba a EEUU. Pero otro aspecto no menos importante fue el negocio de la reconstrucción del país, una vez arrasado por la guerra. Ya no sólo las multinacionales estadounidense hicieron el agosto, sino también algunas españolas, como ACS y, por supuesto, la petrolera CEPSA. Parece que ignorar el clamor popular contra la guerra que recorrió las calles españolas en 2003 salió lucrativo para alguien, ¿verdad?
Y es que no se trata de los intereses del complejo industrial militar o cualquier otro lobby en particular. Los países y las empresas capitalistas tienden a producir más de lo que la masa del pueblo puede adquirir para su consumo. Esta sobreproducción o sobrecapacidad productiva es necesario “colocarla” en algún lado. Así, los Estados y empresas capitalistas necesitan encontrar nuevos mercados, no sólo para obtener materias primas más baratas (como el petróleo), sino también condiciones ventajosas para dar salida a los productos que están en stock y a la utilización de maquinaria que esté infrautilizada. Sin embargo, esto no siempre coincide con los intereses de los países en desarrollo, que a menudo necesitan proteger su industria naciente. No digamos ya de aquellos países cuyo proyecto político emancipador les lleve a nacionalizar empresas y recursos estratégicos para ponerlos bajo control popular. Esta resistencia los países capitalistas desarrollados y sus empresas necesitan vencerla, o más bien aplastarla. Es más, estos países a menudo aspiran a hacerse con los mismos recursos naturales y mercados, lo que les lleva a acelerar sus planes y la aplicación de su política imperialista.
Ya en tiempos de relativa bonanza económica, la sobreproducción empujaba a los capitalistas a buscar por la fuerza nuevos mercados y recursos que explotar en Irak y otros países a comienzos de este siglo. ¿Acaso esa fuerza que los empuja no será mayor después de la crisis económica desencadenada en 2008, que ha hecho salir a la sobreproducción aún más a la superficie? Parece que quienes nos gobiernan no es que se hayan vuelto locos, sino que representan fielmente los intereses del capital.