El problema catalán ha entrado en su fase más complicada y de conflicto más agudo en los últimos años. A ambos lados del Ebro los gobiernos español y catalán intercambian retos y amenazas. Si unos amenazan con un referéndum de autodeterminación y una declaración de independencia unilaterales, otros lo hacen con la suspensión de la autonomía catalana. Este conflicto ha polarizado las opiniones entre la defensa del derecho de autodeterminación y la defensa de la unidad de España, eclipsando por completo no sólo los diferentes matices que este debate pueda tener, sino también los verdaderos intereses que están en juego.
¿Quién fomenta el nacionalismo?
Si bien es cierto que el apego a una tierra o a una cultura es algo que puede estar muy extendido entre la población, más allá del origen de clase, el nacionalismo como fenómeno político no puede ser comprendido al margen de la lucha de clases. ¿Qué clases o qué grupos sociales están por y contra el movimiento independentista? ¿Por qué y para qué? Éste es el modo adecuado de plantear el problema.
Por un lado, tomemos la situación en Cataluña. Aunque es cierto que la organización de los grandes empresarios catalanes Fomento del Trabajo es contraria a la independencia, algunos grandes industriales como el presidente del grupo farmacéutico Grifols sí han mostrado su apoyo al proceso impulsado por el gobierno catalán. Se trata de grupos cuyos negocios se orientan más hacia Europa o Estados Unidos que hacia el resto de España. Algo parecido ocurre con os pequeños y medianos empresarios organizados en la organización patronal Pimec y a quienes los crecientes vínculos comerciales de Cataluña con la Unión Europea no pueden dejar indiferentes. Luego, por supuesto, tenemos toda la industria cultural en lengua catalana para literatura, televisión, cine, etc., para la que la independencia podría ser una oportunidad para “hacer su agosto”. A este “campo abonado” se unen los factores políticos. Al independentismo tradicional de Esquerra Republicana de Catalunya se suma el reciente de la derecha catalana organizada en CDC, ahora PDeCAT. Disponiendo del control de los medios de comunicación vinculados a la Generalitat, el gobierno dirigido por CDC lleva años fomentando el independentismo en la opinión pública. Esta estrategia mediática ha tenido buena acogida en parte de la sociedad catalana, dada la crispación que han generado la crisis económica y la huida hacia delante del gran capital y sus representantes políticos redoblando su política neoliberal. Desviando la atención no sólo de sus casos de corrupción, sino sobre todo de su participación activa en esta política neoliberal, CDC con la ayuda de ERC han transmitido el mensaje, con bastante éxito además, de que los recortes en Cataluña se deben al déficit fiscal que ésta tiene con el Estado español. Según este relato, la independencia liberaría recursos para que la Generalitat los destinase a fines sociales. Este mensaje oculta que el déficit fiscal de Cataluña se debe a que ésta es de las autonomías con mayor riqueza per cápita, además del coste de crear las estructuras necesarias para un Estado independiente (como la defensa), que podría superar el déficit que la Generalitat tiene con el Estado español. Por tanto, tenemos a unos sectores de la burguesía catalana que, canalizando una frustración legítima de las masas catalanas con el régimen político español y su política al servicio del gran capital, presionan a través del movimiento independentista para lograr un reajuste de su posición en el mercado capitalista europeo e internacional.
Por otro lado, tenemos la posición del régimen político español. Su respuesta al problema catalán no ha sido otra que recordar “el imperio de la ley”, lo cual no ha hecho sino contribuir más aún a la agitación independentista. En lugar de una solución “a la escocesa” pactando un referéndum con la Generalitat, el gobierno del PP, apoyado por los demás partidos afines al IBEX y la CEOE (PSOE y Ciudadanos), se ha limitado a declarar sagrada la unidad de España. Con mucha razón, esta postura se ha explicado desde sectores progresistas como una reminiscencia del franquismo (España: una, grande y libre). Sin embargo, en nuestra opinión, existen otras razones menos abstractas y también menos confesables para este bloqueo de la situación. La política neoliberal del gran capital requiere de un elevado control del gasto público, es la agenda de la austeridad. Hasta ahora el Estado de las autonomías era funcional a las estregias del gran capital, pues fomentaba una “carrera hacia el fondo” entre administraciones regionales en el sentido de rebajas de impuestos al capital, subvenciones a empresas, etc. No era algo simplemente favorecido desde el gobierno español, sino también fomentado desde la Unión Europea, a fin de poner a las regiones europeas a competir entre sí. Sin embargo, ahora que la crispación de la calle ha comenzado a tener cierta traducción electoral e institucional, fuerzas progresistas reformistas están accediendo a las instituciones, especialmente a los ayuntamientos. Desde luego, no se trata de una “amenaza roja” para la clase dominante, por mucho que se haya acusado a estas fuerzas de querer “implantar soviets”. Pero sí es cierto que estas fuerzas presionan, aunque sea tímidamente, en contra de la política de austeridad, lo cual entorpece, al menos en el corto y medio plazo, la estrategia del gran capital. En el caso de Cataluña, tras el éxito electoral de Ada Colau y su formación, existe el riesgo de que en unas futuras elecciones catalanas se forme una coalición entre esta fuerza y otras provenientes del independentismo, como ERC, sobre la base de un programa de gobierno que intente cuestionar, aunque sea parcialmente, la política de austeridad. Pese a que probablemente la independencia no obtuviera la victoria en un hipotético referéndum, no es nada descabellado que el resultado fuese ajustado, lo que presionaría en favor de ampliar la autonomía catalana, sobre todo en materia fiscal. La clase dominante española (de la que participa buena parte de la catalana) necesita prevenirse frente a complicaciones como ésta, de ahí que el gobierno del PP se “cierre en banda”. Naturalmente, esto no goza de consenso absoluto en el bloque dominante. El PSOE se muestra dispuesto a reconocer a Cataluña como nación e incluso a un nuevo pacto fiscal, pero sigue sin querer ni oír hablar de referéndum. Esta postura no es muy lejana a la que ya han manifestado muchos de los grandes empresarios catalanes organizados en torno a Fomento del Trabajo. Para buena parte de la gran burguesía catalana, las aventuras independentistas son un coste demasiado alto, pero no sería mal negocio disponer de un pacto fiscal similar al que tienen el País Vasco o Navarra para, de ese modo, poder gestionar más directamente la articulación de Cataluña en la economía capitalista europea y mundial. Sin embargo, la línea centralista parece ser la dominante, dada la hegemonía que la derecha conservadora y liberal española tiene ahora mismo en el régimen.
¿Y qué hay de los trabajadores?
Aunque el problema catalán ha abierto grietas en el seno de la clase dominante, la clase trabajadora es claramente la que sale más fragmentada del proceso. Así se percibe observando los resultados de la última cita electoral autonómica, en la que el voto de los barrios y zonas obreras se polarizó entre el independentismo de Junts pel Sí y el nacionalismo español de Ciudadanos. Ambos polos buscan crearse una base de masas y para ello apelan a las clases populares. Si los independentistas redoblan su relato acerca de los recortes que ahorraría la independencia, los partidarios del nacionalismo español ponen el grito en el cielo por el peligro que correrían las pensiones ante la inestabilidad del proceso sobreranista. De este modo se polariza a los trabajadores en función de su conciencia o sensibilidad nacional y se eclipsa el conflicto de clase. Sólo la irrupción de Ada Colau y En Comú, poniendo por delante los problemas sociales, aunque sin negar el derecho de autodeterminación, parece haber contrarrestado en parte esta tendencia por el momento. No obstante, este tipo fuerzas también están lejos de poderlas considerar como representantes de la clase trabajadora. Los crecientes conflictos de los llamados “ayuntamientos del cambio” con los sindicatos en relación al problema de las municipalizaciones son un buen ejemplo de ello.
No cabe duda de que el régimen político español con su política neoliberal al servicio del gran capital se vuelve cada vez más intolerable para las masas trabajadoras. Ante esto, buena parte de la izquierda ve con simpatía el proyecto independentista de CDC, al ser una apuesta de ruptura con el Estado español y su régimen. Sin embargo, quizá en parte por inercia de la consigna de “ruptura democrática” que tanto eco tuvo durante la lucha contra el franquismo, esta parte de la izquierda no repara en que no toda ruptura representa un progreso. Pese a la participación (minoritaria y por lo que la experiencia ha revelado, no tan decisiva como se pensaba) de la CUP en el movimiento independentista, la hegemonía de éste pertenece a fuerzas capitalistas que no buscan más que reajustar sus posiciones en la economía mundial y europea, en un contexto de competencia desenfrenada por el dominio de los mercados. En este contexto, una Cataluña independiente no puede ofrecer más a la clase trabajadora de lo que ofrece la Cataluña actual. La ruptura no sería con la austeridad neoliberal misma, sino con un modo concreto de gestionarla.
Además, conviene recordar que ni Cataluña es una colonia ni su lengua y cultura están perseguidas. La independencia liberaría muy pocas fuerzas y muy pocos recursos para emprender un camino emancipador para los trabajadores. Esto no significa que el problema nacional sea indiferente a los trabajadores. Precisamente, lo que la agitación nacionalista actual está provocando es el enfrentamiento entre trabajadores por su conciencia nacional. Pero esto no es ni lo único ni lo peor. Más allá de las garantías que tenga o deje de tener el referéndum planteado por el gobierno catalán para octubre, el gobierno español parece dispuesto a utilizar todo su potencial represivo para impedir que la consulta tenga lugar. Los trabajadores conocemos bien esta maquinaria represiva, pues ha sido utilizada contra nuestros líderes sindicales, así como contra nuestras luchas y movilizaciones. Es por ello que debemos oponernos tanto al azuzamiento entre nacionalidades (España vs Cataluña) como al método policíaco de resolver un problema político como es el catalán. Sólo la unidad voluntaria entre trabajadores de las diferentes nacionalidades y regiones de España contra la clase capitalista dominante puede servir de garantía para el éxito.
Entre la espada y la pared
El referéndum del 1-O pone precisamente a prueba posiciones como la que hemos desarrollado en este artículo. Por un lado tenemos a unos capitalistas catalanes cuyo nacionalismo poco tiene que ver con la emancipación del pueblo catalán. Por otro, unos capitalistas españoles cuya línea represiva menos aún tiene que ver con la defensa de “los derechos democráticos de todos los españoles”. En estas condiciones, se impone delimitar posiciones frente a ambos polos. Pese a la falta de garantías del referéndum, la abstención (aceptable, si las condiciones fueran otras) sólo favorece la posición del gobierno español. Por otro lado, el voto favorable a la independencia supondría un compromiso con el proyecto nada emancipador que impulsa el gobierno catalán. En estas condiciones, una postura de clase e internacionalista requiere legitimar la consulta, pese a sus deficiencias, y votar contrariamente a la independencia. Se dice que el gobierno catalán aprovecharía un referéndum manipulado y con poca participación para proclamar la independencia 48 horas después de conocerse el resultado. Sin embargo, sabemos que el proyecto independentista capitalista que promueve el gobierno catalán cuenta con forjar nuevas alianzas con los Estados capitalistas europeos. En estas condiciones es poco probable que el gobierno catalán lleve hasta el final su reto, si no cuenta con el reconocimiento de estos Estados, cosa que no se da por el momento. En estas condiciones, y ante la amenaza de suspensión de la autonomía catalana, es posible que ni el referéndum ni mucho menos la proclamación unilateral de independencia tengan lugar. En cualquier caso los capitalistas a ambos lados del Ebro no habrán hecho más que ponerse de nuevo en evidencia.