A quienes hablan de “defender los derechos de todos los españoles” los hemos visto reprimir abiertamente y sin tapujos el derecho de manifestación y de reunión. Sí, efectivamente, está usted leyendo correctamente. Teniendo en cuenta que la votación del pasado 1 de octubre, al ser anulado su valor jurídico por el Tribunal Constitucional, no era tanto un referéndum como una movilización y que “los Jordis” han sido encarcelados básicamente por encabezar actos que reivindicaban la independencia, es el derecho de manifestación y de reunión lo que ha sido atacado, bajo el pretexto de “proteger la soberanía de todos los españoles”. Si estos precedentes unidos a la “ley mordaza” son para echarse a temblar, la suspensión de una autonomía ya puede hacer que nos orinemos encima. Resulta que no sólo los “subversivos antisistema” que lideran algaradas callejeras son un peligro para la oligarquía financiera española y sus representantes políticos, sino también todo reformista bienintencionado que intente cambiar alguna cosa, por pequeña e inofensiva que sea, desde su ayuntamiento o parlamento regional. Y mientras dure la juerga patriotera el PP y Ciudadanos pretenden aprobar por la vía más rápida posible el tratado de comercio e inversiones con Canadá (CETA). Un tratado que no sólo es lesivo contra los derechos de las y los trabajadores, sino también contra la soberanía nacional y popular, ya que da potestad a empresas multinacionales para demandar a Estados en caso de que aprueben leyes que, según estas empresas, “obstruyan el comercio”. Curioso, ¿no? Los patriotas que tanto agitan la rojigualda, los que vitorean a la Guardia Civil, se envalentonan contra los nacionalistas catalanes, pero frente a las multinacionales se escurren como conejos. Ponen el grito en el cielo contra quienes, según ellos, pretenden “trocear” la soberanía nacional, pero a la vez trafican con ella. Realmente no es tan curioso, pues esto tiene más que ver con asegurar la estabilidad en los negocios de IBEX 35 y del gran capital que con la defensa de la Constitución.
Por otro lado, tenemos a unos dirigentes independentistas cuya operación de márketing político parece que les haya sentado como un exilir de la inmortalidad. La aparente transformación de un nacionalismo segregacionista e insolidario en un movimiento democrático y republicano ha logrado canalizar buena parte del descontento popular y de las ansias de cambio progresistas hacia una huida para delante permanente que parece no tener otro objetivo que la supervivencia política de quienes llevan desde 2010 gestionando la política de austeridad dictada desde Bruselas (aunque pase por Madrid). Al final, tras años promoviendo falsas ilusiones entre la población, llegó el momento de cumplir las amenazas y el Govern de la Generalitat terminó presa de sus promesas llevando a cabo una acción de desobediencia institucional, con el respaldo de varias asociaciones civiles. El gobierno español reprimirá la “secesión” a golpe de porrazos y rodillo parlamentario en el Senado, imputará y encarcelará a los independentistas. Así unos quedan como salvadores de la patria (española) y otros como mártires por la patria (catalana). El precio serán la tremenda frustración por las promesas incumplidas de una República Catalana que se vendía como que iba a transcurrir por un camino de rosas, y la polarización entre capas de la clase trabajadora catalana por identidades nacionales. Lo que comenzó siendo un farol de los representantes políticos de la burguesía nacional catalana para obtener un acuerdo fiscal más ventajoso ha terminado en un auténtico callejón sin salida. La última esperanza para los líderes independentistas parece ser una intervención de la Unión Europea, aun cuando ésta no ha intervenido precisamente en favor de la soberanía de los pueblos, como bien puede mostrarnos el caso griego. A lo cual podríamos incluso añadir el argumento de que una hipotética República Catalana con apenas 7 millones de habitantes sería probablemente independiente sólo de nombre y presa fácil de las multinacionales y los organismos internacionales que garantizan sus intereses.
En este choque de trenes ambos hacen de la democracia su bandera. En un caso se trata de la democracia “de todos los ciudadanos españoles”, en otro la democracia “para el pueblo de Catalunya”. Si ya hemos visto que en el primer caso la palabrería acerca de la democracia es una auténtica farsa, en el segundo también podemos darnos cuenta de que tiene mucho de consigna ruidosa, pero a la vez impotente. Para las y los trabajadores de Catalunya y España se impone una reflexión acerca de la democracia, acerca de su significado en la actualidad. Ello abarca también al derecho de autoderminación, pues es un derecho democrático. ¿Qué significan la democracia y el derecho de autodeterminación hoy en día para la clase trabajadora? ¿Significa mantener una integridad territorial española en la que las reformas laborales y las “leyes mordaza” deterioran las condiciones de vida, de trabajo e incluso de libertad política de la clase trabajadora? ¿Significa constituir un nuevo Estado independiente, más pequeño, más débil y más fácil, por tanto, de intervenir por el capital transnacional y las potencias imperialistas? Ambas opciones para la clase trabajadora de Catalunya y de España representan un dilema tramposo. Obviamente, no podemos permanecer al margen de los agravios nacionales que se han producido y que han creado división entre trabajadores según su identidad nacional. Pero mucho menos podemos olvidar cuál es la causa última y real de la explotación económica y la opresión política de la que somos víctimas las y los trabajadores de Catalunya y de España. Y esta opresión nace del hecho de que las y los trabajadores estemos excluidos de la propiedad y el control de las empresas, recursos e instrumentos en y con los que trabajamos. Es la socialización de estos medios de producción lo que realmente puede representar una perspectiva democrática para las y los trabajadores.
No parece tampoco que todo esté perdido. Frente a la represión del Gobierno de España y la unilateralidad del Govern de Catalunya parece que existe un espectro político que tanto en Catalunya como en España apuesta por el diálogo e incluso por el referéndum pactado para resolver la crisis. Ciertamente, las soluciones democráticas serán más positivas para la clase trabajadora que los métodos policiales y el reforzamiento de los odios nacionales. Sin embargo, esto más que una solución lo que representa es una oportunidad. Una oportunidad para que quienes consideramos prioritario el proyecto de clase, más allá de identidades nacionales, podamos promover la creación de una alternativa política que tenga como horizonte no sólo la mejora de la situación actual de la clase trabajadora, sino también que ésta pueda poner encima de la mesa un alternativa social que no esté basada en la explotación y cuya democracia esté al servicio de los intereses de la mayoría.