La productividad es un término muy en boga desde hace años. Los gobiernos aluden a ella constantemente para mejorar la competitividad del país y de las empresas. Una y otra vez nos ponen en comparación a unos países con otros, y nos dicen que estamos por detrás de tales o cuales países europeos, o que si estamos por debajo de tal media o de la otra. En los últimos años se ha agudizado, son los años de la crisis y necesitan tener la máxima capacidad competitiva para no sucumbir, necesitan extraer lo máximo posible al trabajador para conseguir tal fin.
Todos los medios de comunicación difunden el mismo concepto. Necesitamos ser más productivos para competir. Y como buenos voceros del gobierno y de los ideólogos del capitalismo, señalan al trabajador y trabajadora como el culpable. Este debe ser más productivo, debe trabajar más intensamente y mejor, dicen. Debe generar más beneficio y proporcionar mayor rentabilidad a los capitales para poder competir; tratan de resolver el problema cargándolo sobre los hombros de los trabajadores para recuperar la rentabilidad de los capitales de cada empresario y financiero. Sin embargo, el problema no está ahí; no es solución para el problema de fondo en relación al desarrollo de la productividad. Realmente, la falta de rentabilidad es consecuente del nivel de desarrollo de la productividad, como veremos más adelante, y no solo afecta a España sino que está presente en todos los países capitalistas.
Las tasas de crecimiento se han ido reduciendo en España a lo largo de los años. Mientras que en los años 80 alcanzábamos tasas del 14%, e incluso 17%, en el último período de crecimiento económico esta se situaba en torno al 5%. Y, actualmente, con la crisis aún latente, las tasas se redujeron hasta el 1%, e incluso produciendo tasas negativas.

En los años 80 vivimos un período de extensión de la mecanización y automatización de los procesos productivos en toda la industria, así como la instalación de robots más modernos para las diferentes actividades del proceso. En las cadenas de montaje se introducían nuevas máquinas donde antes realizaba la operación un trabajador, en puestos de trabajo que facilitaban la labor y el rendimiento del obrero y obrera o en sustitución de otras máquinas obsoletas, produciendo una notable mejoría de la productividad. Se introducían nuevos conceptos en la organización del sistema de producción y, por tanto, del trabajo. También se diseñaban los productos a fabricar de manera que facilitaran los tiempos de ensamblaje o de producción. En unos puntos o en otros se iban introduciendo masivamente nuevas tecnologías, por lo cual los niveles de productividad de aquellos años aumentaban sustancialmente.
Los años 90 se centran en la modernización de las instalaciones industriales con la generalización de la automatización en las cadenas de montaje y en la formación de la mano de obra para el manejo de esas instalaciones más tecnificadas. Este período arroja también unas importantes tasas de crecimiento de la productividad. Sin embargo, es inferior a las que se pudieron vivir en los años 80 con la introducción masiva de la maquinaria en las líneas de montaje y otros. Además, todas estas actualizaciones y automatizaciones más tecnológicas supusieron un mayor desembolso económico para los propietarios de las empresas, lo que lastra la rentabilidad. Y muchos de los progresos tecnológicos necesariamente deben emplearse en la mejora de la eficiencia energética y del comportamiento medio ambiental ante las evidentes consecuencias, que en esa época ya generaban una importante alarma social. A esto es necesario sumar el estallido de la crisis económica coyuntural de 1993, arrastrada por el pinchazo del boom inmobiliario erigido al calor de la EXPO y de las olimpiadas. Como veremos, en época de crisis la inversión en avances tecnológicos para la producción decae por la falta de perspectiva para sacar los productos al mercado.
Con el cambio de siglo la tendencia de la caída de las tasas de productividad sigue siendo la misma. Se introducen importantes progresos con la informatización generalizada de los sistemas productivos e importantes progresos en la mejora de la automatización y robotización. Es la época de la introducción de la informática en las cadenas de montaje, de la extensión de la prefabricación y la supresión de los procesos que no aportan valor a la mercancía. Pero, lo más importante, es la época del sector de la construcción, donde la economía española de basó en este sector, tanto para su auge como para su crisis. La economía española, salida de los procesos de desindustrialización de los años 90, encontró en la construcción el sector que la dinamizaría. Este es un sector con una productividad por debajo de la media, aún muy basado en el uso extensivo de la mano de obra y con unos niveles bajos de automatización de los procesos, que solo fue compensado por la introducción de la prefabricación en algunos de los procesos. Una buena parte de la industria del país giró en torno a esta rama de la producción, la cual disponía de un alto grado de rentabilidad consecuencia del elevado uso de mano de obra y de la especulación. El sistema capitalista empujó a los inversores a este sector en lugar de otros debido a esa elevada rentabilidad. Esta es la que mueve los flujos de capitales.
La evolución de la productividad está íntimamente ligada al progreso tecnológico de las fuerzas productivas. Así pues, la ralentización del incremento de la productividad se debe a la ralentización en la introducción de nuevas tecnologías. Y, podríamos resumir que esta se ve afectada por tres factores:
Tal y como ya hemos visto, a lo largo de décadas se ha producido la tecnificación, automatización e informatización de los procesos productivos para aumentar la productividad y reducir los costes de producción. Sin embargo, cada mejora sustancial de las fuerzas productivas ha provocado, a su vez, un incremento de la inversión en medios de producción en relación a la inversión en masa salarial. Por ejemplo, en el Plan Industrial de 1983 del Grupo PSA para el desarrollo tecnológico de la planta de Villaverde supuso el desembolso de 11.200 millones de pesetas, al cambio con el euro y la inflación de los precios generada hasta ahora supondría un montante total de 79 millones de €. Actualmente, el Grupo PSA va a realizar una inversión de 400 millones de € para el nuevo Plan Industrial, el cual supondrá el despido de más de 300 trabajadores y trabajadoras de la planta. Es notable la disparidad de inversiones. Además, no es muy diferente en otros sectores. Queda patente que el progreso tecnológico al que se ven obligados por la competencia trae aparejado un importante incremento de la inversión de capitales en medios de producción.
Cada trabajador pone en marcha unos medios más tecnificados y costos, pero también más productivos. Así, aporta menos cantidad de trabajo a cada mercancía, se tarda menos en hacer un determinado producto. Si el obrero aporta menos trabajo a cada mercancía ya terminada para su uso, también aporta menos valor. Y si aporta menos valor, entonces hay menos plusvalía en cada mercancía para el beneficio del empresario. Sumado a la mayor inversión en sucesivos progresos tecnológicos de los medios de producción, llegamos a que la proporción de plusvalía obtenida con respecto al capital invertido es cada vez menor. Si se obtiene menos beneficio por cada euro invertido, significa que la tasa de ganancia desciende o, dicho de otra manera, los empresarios obtienen menos rentabilidad por cada euro invertido. Se trata de una tendencia inevitable en el modo de producción capitalista.
Esto es “herejía” en un sistema, como el capitalista, que les empuja constantemente a acumular capitales frente a sus oponentes. Necesitan realizar un esfuerzo mayor en cada inversión para mejorar la industria. Es un gran problema para cada uno de los empresarios si quieren sobrevivir en la competencia capitalista. Una competencia capitalista fundamentada en producir más barato que el oponente aumentando constantemente la productividad y el grado de explotación de los y las obreras.
Si por cada mercancía hay menos beneficio, entonces deberán aumentar la producción absoluta de mercancías para acumular más capitales. Y para ello necesitan implantar nuevas tecnologías para obtener una mayor cantidad de mercancías en el mismo tiempo y con menor coste, obteniendo una mejor posición en el mercado con respecto a sus competidores.
Cada nueva tecnología mejora la productividad, pero, a la par, vuelve a provocar la reducción de la rentabilidad de los capitales que invierten. Y cada reducción de la rentabilidad les exige aumentar la producción expandiéndola y mejorando, nuevamente, su tecnología. Es un círculo vicioso de expansión de la producción hasta llegar a un punto.
Al producirse más de lo que la demanda puede comprar, es decir, más de lo que la población podemos comprar, se produce el estallido de la crisis económica. Es un verdadero desastre para todos y todas. No obstante, en lo que atañe al tema que estamos analizando, también lo es para la dinámica de acumulación de capitales y la rentabilidad decreciente. El mercado ya no admite más expansiones. Incluso es necesario destruir fuerzas productivas mediante los despidos, cierres de fábricas, reducción del uso de la capacidad productiva, etc. Ni pensar en introducir nuevas tecnologías que hagan progresar la productividad con el elevado coste que suponen y la merma de rentabilidad que ocasionan. Máxime cuando no tienen mercado que sea capaz de absorber el incremento de la producción de mercancías. Entonces, se congela o ralentiza el desarrollo de las fuerzas productivas.
Como se podía observar en el gráfico de más arriba, las máximas caídas de la tasa de crecimiento de la productividad se producen en épocas de crisis económica por falta de rentabilidad suficiente y por falta de mercado. Así pues, las crisis económicas son el segundo factor que obstaculiza el progreso tecnológico de la humanidad.
Las crisis económicas son momentos en los que las empresas más débiles, las que menos capitales han acumulado, caen presas de la salvaje competencia. En las épocas de expansión también se produce, pero es especialmente aguda en las crisis. De esta competencia capitalista, donde desaparecen las débiles, salen empresas victoriosas cada vez más grandes. Se quedan con la cuota de mercado de las que caen o las absorben. Son tan grandes que apenas se pueden contar con los dedos de las manos el número de empresas que controlan determinados sectores de la economía. Se forman grandes consorcios monopólicos. La competencia se ve reducida porque una gran empresa o un gran grupo empresarial dominan el mercado, como sucede con el sector automovilístico el cual está dominado por una decena.
La conjunción entre el decrecimiento de la rentabilidad de los capitales, por el elevado coste de las nuevas tecnologías para la producción, y la minoración de la competencia, aunque se endurezca entre los grandes grupos, provoca que no exista la necesidad de implantar inminentemente nuevas tecnologías. Estas grandes corporaciones monopólicas retrasan la implantación de nuevas tecnologías o la investigación y el desarrollo de nuevos conocimientos y de sus aplicaciones prácticas. Llegan a evitar o retrasar la instalación de las más novedosas tecnologías y se remiten a operar modernizaciones de menor calado, para evitar importantes aumentos de los costes de inversión en medios de producción que les lleve a perder rentabilidad. O llegan a acaparar y ocultar las patentes de nuevas e importantes tecnologías como hacen las grandes petroleras con los sistemas de captación de energía solar.
Así pues, en resumidas cuentas, la ralentización de la productividad muestra que el capitalismo está obstruyendo el desarrollo de las fuerzas productivas; que sus leyes empujan a esta inevitable situación, a un callejón sin salida; que obstruye el progreso social y, por tanto, el bienestar social; que podríamos tener una economía más avanzada con una tecnología capaz de cubrir mejor y en mayor magnitud nuestras necesidades como trabajadores y trabajadoras, la cual podría proporcionarnos una mejor calidad de vida. De esta manera, se trata de un problema de raíz que debemos resolverlo de raíz.