El Procés y el resultado de las pasadas elecciones catalanas del 21D han dinamitado uno de los mantras más arraigados en la izquierda alternativa de nuestro país. La idea de que las fuerzas nacionalistas periféricas podían cumplir un papel progresista como aliadas en la lucha contra un centro peninsular reaccionario, ha formado parte, con mayor o menor intensidad, del ADN progresista en España. Las elecciones del 21D, en cambio, han sido un ejemplo de cómo una guerra de identidades, en vez de debilitar a las partes contendientes, puede reforzarlas.
La subida de Ciudadanos en los barrios populares del llamado cinturón rojo y su posicionamiento como primera fuerza en el Parlament, certifica la entrada en escena de un nuevo agente político de la oligarquía española, un gestor del capitalismo más eficiente, menos cargado con la mochila nacional-católica del PP, pero con un programa económico semejante.
Un futuro gobierno con mayoría absoluta entre el PP y Ciudadanos tras las próximas generales es un peligro real. Con ello el IBEX35 (en Madrid y Barcelona) podrá ver satisfecha su necesidad de profundizar en las reformas que ahora están paralizadas: la de las pensiones, y otra reforma laboral.
En este proceso, las fuerzas que cuestionan las políticas de austeridad han sido barridas y reducidas a meros espectadores con el alma partida (Catalunya en Comú). O, en el caso de la CUP, se han mostrado como comparsas de la burguesía nacional catalana, cuyo papel vergonzante ha sido darle un brochazo de pintura roja a lo que no es más que un secesionismo de regiones ricas, similar al de la Liga Norte italiana o al Vlaams Belang del norte de Bélgica.
Este escenario no sería posible sin la dinámica de guerra de identidades en la que se ha visto envuelto el Procés y muestra que, a fin de cuentas y por encima de los discursos de cara a la galería, Puigdemont es “el mejor enemigo de Rajoy (y de Rivera)”.
En Madrid se ha derrumbado también, para quien todavía no se hubiese dado cuenta a estas alturas, otro mantra genético de la izquierda patria: el mito del municipalismo. El desplante a la griega de Manuela Carmena y su bloque en el Ayuntamiento de Madrid, es una muestra de los límites de este planteamiento.
En Madrid, pero también en otros autodenominados ayuntamientos del cambio, lo que se ha visto es que solo han sido capaces de tocar asuntos menores de gestión, transparencia, participación y políticas cosméticas de igualdad, género, inmigración… En lo relacionado con las grandes políticas fiscales, presupuestarias, remunicipalizaciones, etc… no han sido capaces de profundizar, y los grandes proyectos han quedado en el cajón.
El “pecado original” de estas fuerzas, en las que tenemos que incluir a Izquierda Unida y los sectores más radicales de las Confluencias (por mucho que ahora se intenten desmarcar de Carmena), es haber vendido la ilusión a su base social de apoyo de que desde el ámbito municipal era posible impulsar cambios trascendentales en la política de los ayuntamientos y que de esa manera se podía cambiar la vida de las clases populares.
Es exactamente el mismo «pecado original» de Alexis Tsipras en Grecia: el problema de fondo no está en claudicar ante la presión de la oligarquía, sus partidos y sus gestores. El problema está en decirle a las clases populares que se pueden cambiar las cosas sin lucha, sin movilización social y sin organizar políticamente a las grandes masas populares, simplemente votando por otros gestores diferentes.
En resumidas cuentas, el año 2017 ha mostrado las graves deficiencias del bloque político emanado del ciclo de movilización de 2011-2012, la gran capacidad del régimen para resistir y gestionar la crisis política y económica y sus propias contradicciones internas, y la extrema debilidad de las capas populares a la hora de impulsar alternativas.
Lo que nos enseña la experiencia de este ciclo que toca a su fin es que se requiere un tipo de movimiento y organización de raíz mucho más profunda, mucho más anclado en las capas populares, con independencia con respecto a las migajas de espacio que den los medios de comunicación, con una firme presencia en el espacio donde viven y trabajan esas clases populares, tan firme que pueda resistir los vaivenes de los ciclos electorales y mantener una guerra de posiciones a largo plazo.
2017 nos habla de clase obrera, de organización de raíz profunda (no de gabinetes institucionales), de ruptura con el parlamentarismo estrecho y el institucionalismo y de agotamiento de los paradigmas que la izquierda española ha mantenido vivos durante los últimos 40 años. Hay que hacer una enmienda a la totalidad.