- Publicación original: Lava Revue
- Traducción: La Mayoría
Hace ya décadas que la socialdemocracia participa en la dirección de la Unión Europea. Ha plantado su firma en los tratados de austeridad y aprobado las directivas más severas. Pero a la izquierda de la socialdemocracia las cosas son muy distintas. La dolorosa experiencia de Syriza en Grecia tratando de romper con la interminable política de austeridad, sitúa a la izquierda ante una pregunta clave: ¿qué programa europeo? En sus programas electorales, el partido alemán Die Linke y la lista española Unidos Podemos proponen enérgicas reformas de la Unión. Según Jean-Luc Mélenchon, Francia debería considerar romper con los tratados europeos, si es que quiere deshacerse de la política de austeridad y hacer posibles las inversiones públicas. En Bélgica, el PTB, acreditado por encuestas de opinión del 20% en el sur del país, considera que es imposible una política alternativa dentro del marco de los dictados europeos. «Ninguna participación del gobierno para elevar la edad de la jubilación o para liberalizar los servicios públicos», declara el presidente Peter Mertens.
Pero esto no es del agrado de la socialdemocracia. Aún hoy, la mayoría de los socialdemócratas se niegan a poner en duda los tratados de austeridad europeos. De hecho, los socialistas europeos los defienden a ultranza. El candidato a canciller de Alemania, Martin Schulz, ex presidente del Parlamento Europeo, apesta a eurocracia. En la Bélgica francófona, el PS critica al PTB: habla de «poner excusas” para no tener que asumir sus responsabilidades. Para Wim Vermeersch, director de la revista socialdemócrata Sampol, inspirándose en Portugal, «una política de izquierda orientada hacia el crecimiento, el empleo y la lucha contra la desigualdad es perfectamente compatible con los objetivos presupuestarios europeos» 1
¿Entonces estos tratados europeos, constituyen o no constituyen un obstáculo para los partidos políticos de izquierda? ¿Deben o no deben ser eliminados si los partidos de izquierda tienen la intención de implementar sus programas? Estas son preguntas clave.
En el seno de la Unión, uno de cada diez trabajadores es pobre. En Alemania, en tan solo una década, el número de “working poors” se ha duplicado. A pesar de estar bien cocinadas, las estadísticas oficiales admiten que en la zona euro uno de cada cinco jóvenes no tiene trabajo. Y en algunos países es incluso uno de cada dos. Entre 2011 y 2014, medio millón de trabajadores portugueses abandonaron su país y 1.2 millones de polacos emigraron hacia Europa occidental. En Francia 9 millones de franceses, incluidos 3 millones de niños, viven en la pobreza. Italia tiene 8,5 millones de personas que viven en el estadio de pobreza relativa. Etcétera, etcétera. Mientras tanto, los súper ricos amontonan el dinero. Dinero escondido, claro está, aunque los Papeles de Panamá y los LuxLeaks ya han conseguido sacar a la superficie un hermoso paquete. Entre 2011 y 2014, la montaña de dinero sobre la que se asienta el mundo europeo de las grandes empresas ha pasado de 750 mil millones de euros a 3.200 millones de euros.
La crisis económica sigue aseverándose y frente al cambio climático, o no se está haciendo nada o se está haciendo muy poco. Por todo ello, en todo el continente son cada vez más y más numerosos quienes quieren una alternativa, especialmente entre los jóvenes. No quieren simplemente una Europa que sea un poco menos antisocial o un poco menos contaminante. No quieren una nueva carrocería para Europa, sino un nuevo motor. Y por eso votan a formaciones radicales en España, en Francia, en Bélgica…
El clima, los servicios públicos y el marco europeo
Algunas especies se extinguen, los océanos se acidifican, las capas de hielo se derriten, las aguas subterráneas van desapareciendo, los desiertos no dejan de ganar terreno, las ciudades se hunden en el mar: el business as usual ya no resulta tan tolerable. La crisis del clima necesita un enfoque alternativo. El economista James Galbraith escribía: «La lucha contra el cambio climático o bien será planificada por un servicio público dotado de un poder público, o bien será desplazada por las empresas privadas cuyas prioridades son la venta de carbón, de petróleo y de coches de gasolina.” Según Galbraith, elegir la segunda opción sería optar por el fin del mundo.
Si queremos salvar el ecosistema, hay que poner en duda el mercado. Un plan de rescate no es viable sin el transporte público de personas y bienes y tampoco sin sólidas inversiones en redes de calefacción urbana. La revolución energética tendrá que anular la liberalización del mercado de la energía. El Emissions Trading System, el mercado en el que las compañías compran aire limpio en lugar de purificar su propio aire, está degenerando debido a la especulación y a la oscilación de los precios con las que se lucran las multinacionales. Quienes, como los socialdemócratas, afirman que tal cambio no chocará con el marco de la Unión Europea, están faltando a la verdad. Sabemos que la política energética de la UE está ampliamente definida por los lobbies de los combustibles fósiles. Entre 2014 y la cumbre del cambio climático que tuvo lugar en Marrakech en 2016, el comisario europeo del cambio climático, Miguel Arias Cañete -quien, dicho sea de paso, fundó dos compañías petrolíferas-, no paraba de reunirse con numerosos lobistas de la energía fósil. De hecho tres cuartas partes de sus contactos con lobbies fueron reuniones con la industria2.
Un grupo de ONG’s informa que Shell, Total y Repsol se han beneficiado enormemente del programa de flexibilización cuantitativa del Banco Central Europeo que compra valores para inyectar dinero en la economía3. El Plan Juncker y el Banco Europeo de Inversiones no dudan en invertir en materias primas fósiles.
Con los servicios públicos ocurre exactamente lo mismo. Todos los tratados europeos empujan hacia su liberalización y privatización. Y respecto a aquellos elementos de los tratados que prometían formalmente respetar «los servicios de interés económico general» – a los redactores les daba demasiada alergia dejar plasmadas las palabras «servicios públicos»-, la Comisión y los Estados miembros los han traducido unilateralmente en liberalización… los ferrocarriles, los servicios postales, los proveedores de energía, las telecomunicaciones. Formalmente, los tratados no imponen ninguna restricción a que las empresas estén en manos del estado, siempre y cuando estén dirigidas de acuerdo con los principios del mercado. La competencia debe ser libre y sin distorsiones. Y todo lo que hagamos será evaluado por las instituciones: ¿existe proporcionalidad? ¿Cómo se posiciona un monopolio público en el marco de la libre competencia? Etcétera. Si optamos por el transporte público por ferrocarril, nos enfrentamos a las cuatro liberalizaciones ferroviarias que la Comisión viene realizando desde 2007. En 2006, la Comisión explicó que a su juicio «los servicios sociales pueden ser considerados, en su práctica totalidad, como actividades económicas” estando todas ellas sujetas a las libertades económicas fundamentales4. Es decir a la libre competencia. Así pues, la Comisión está abriéndole las puertas de par en par a las empresas privadas.
Se trata de un problema estructural. Los Tratados de Roma y de Maastricht marcan el compás. Sus páginas están repletas de referencias a la competencia y a la apertura al mercado. Todos compiten contra todos.
Al crear un mercado interno se presentan dos dimensiones. En primer lugar, se trata de vincular los pequeños mercados nacionales para crear un gran mercado europeo, es decir eliminar las diferencias legislativas que obstaculizan la libre competencia. Las normas uniformes en materia de protección del consumidor o de derechos sociales facilitan la competencia con las empresas locales de otros Estados miembros. En segundo lugar, también se trata de mercantilizar el máximo de sectores posible, incluidos los servicios postales o el suministro de agua que hasta hace no mucho se mantenía fuera del funcionamiento del mercado.
El Título 4 del Capítulo 3 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, que sucedió al Tratado de Roma, obliga a liberalizar los servicios públicos. El artículo 60 va incluso más allá: «Los Estados miembros se esforzarán por proceder a una liberalización de los servicios más amplia que la exigida en virtud de las directivas”. Fijémonos también en los artículos 101-107 donde el tratado invoca la libre competencia, más mercado y estrictas limitaciones a las ayudas estatales. Ahí podemos leer que incluso las empresas públicas deben estar sujetas a las reglas de la competencia.
Conclusión: independientemente de cambio climático o de los servicios públicos, cualquiera que quiera liderar una auténtica política de izquierdas tendrá que cuestionar estos tratados, regulaciones y directivas, a menos que le de igual enterrar su propio programa.
¿Inversión pública o inversión en austeridad?
Aún si nos mantuviéramos bajo la lógica del mercado, sería inevitable chocar con el marco europeo. Toda política social sostenible requiere inversiones urgentes: en vivienda social, escuelas, atención sanitaria, energía sostenible. Estas son inversiones para las que no se puede contar con las grandes compañías privadas. Estas se asientan sobre su montaña de dinero cual gallinas ponedoras. Y una vez más el marco europeo resulta problemático.
Nuestro país ha aceptado un pacto de estabilidad presupuestaria cuyo objetivo es alcanzar en 2018 un equilibrio para el conjunto del sector público belga. Es un «desafío importante» para las inversiones públicas de carácter local, escribe Belfius, refiriéndose a la nueva normativa contable del Sistema de contabilidad europeo, SEC 20105. Estas nuevas normas ya no distinguen entre contabilidad municipal ordinaria y extraordinaria. Por lo tanto, en lugar de amortizar una inversión durante varios años, las municipalidades se ven obligadas a contabilizar la suma integralmente dentro del año en que reciben el préstamo. Naturalmente, este tipo de préstamos genera rápidamente un desequilibrio presupuestario inaceptable para el marco normativo europeo.
Las consecuencias concretas no se han hecho esperar. «Las inversiones de los gobiernos locales descendieron a tan solo 3,1 mil millones de euros en 2016, mientras que en 2012 eran de 4 mil millones, lo que supone una reducción de casi el 30%», escribe Belfius en su informe anual sobre finanzas locales6. Esto no es ninguna nimiedad, puesto que las inversiones locales representan un tercio del total de las inversiones públicas. Si estas no aumentan, el mantenimiento y la renovación de la infraestructura local se verán comprometidos a futuro.
El Centro de Estudio e Información CRISP añade además otro elemento perjudicial7. Según las antiguas normas de la SEC95, los municipios tenían una escapatoria: crear ciertos vínculos entre el sector público y el privado. Puesto que ya se había vuelto demasiado difícil mantener todo en manos públicas. Pero la nueva SEC 2010 cierra también esta salida de emergencia extendiendo la definición de «administración pública»: ahora muchas entidades privadas pasan a clasificarse como administración pública. Esto le ha costado a Bélgica 70 millones de euros en déficit presupuestario y un incremento de 461 millones de euros de la deuda pública, según el Banco Nacional8. Los proyectos de infraestructura, como la creación de dos líneas de tranvía en Lieja, se han retrasado debido a las críticas europeas sobre cómo se recogió el proyecto en el presupuesto. Incluso el plan a favor de la empresa CITEO, que supuestamente debía tener mayor facilidad para contraer créditos para invertir en el transporte público de Bruselas, ha sido completamente abandonado.
No invertir implica crear una deuda oculta, porque tarde o temprano, las infraestructuras tendrán que ser renovadas. Pero estas normas contables europeas restrictivas no han llegado por casualidad sino que están en perfecta sintonía con el segundo pilar de la política europea de la mercantilización: la austeridad. En efecto, mercantilizar significa reducir el papel del estado.
El artículo 126 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea organiza el control sobre dos cifras tristemente célebres en la UE: la deuda pública de un Estado miembro ya no puede superar el 60% del PIB y el déficit presupuestario no puede aumentar en más del 3% de ese mismo PIB. Una vez más estas dos reglas fueron votadas por todos los partidos tradicionales, incluidos los verdes y los socialdemócratas. Estos 60% y 3% son elecciones políticas. Económicamente, no se sostienen, puesto que los economistas han demostrado que en relación al crecimiento, es irrelevante si una deuda se sitúa entre el 30 y el 60%, entre el 60 y el 90% o entre el 90 y el 120%9.
La disciplina restrictiva del Semestre Europeo
Para poder morder, hay que tener dientes. Por eso también se han establecido sanciones en lo que se ha venido a llamar la «gobernanza económica» europea, cuyos objetivos declarados son la armonización y la convergencia. Las reglas de Maastricht, que han allanado el camino a la llegada del euro, han encorsetado economías absolutamente distintas, como Alemania y Grecia, en una misma camisa de fuerza de baja inflación, de deuda pública restrictiva y de bajos déficits presupuestarios. Esta camisa de fuerza ha sido diseñada a la medida de Alemania. De hecho, cuando el euro entró en circulación, el poderoso banco Bundesbank fue elegido como modelo para la creación del Banco Central Europeo. Desafortunadamente, una camisa de fuerza de este tipo sofoca economías como la griega. En lugar de avanzar hacia la armonización y la convergencia, lo que han aumentado son las desigualdades. Unas mismas reglas para economías tan dispares, refuerza un desarrollo desigual.
Bajo la presión de Alemania y siguiendo la tradición del Bundesbank, el Banco Central Europeo impuso, de entrada, un régimen monetario muy severo para las economías mediterráneas – para las de Grecia y España, pero también para la de Francia-, mientras que estas economías estarían en condiciones mucho mejores con una política monetaria más suave. Además, con el lanzamiento del euro Alemania se benefició de una doble ventaja competitiva: las economías de los países periféricos de la Unión solamente podían acceder aceptando un tipo de cambio muy elevado y así Alemania ha podido exprimir sus propios salarios, desarrollando todo un sector de bajos salarios. De modo que las exportaciones alemanas contaban con dos poderosos comodines. Y así el comercio alemán ha actuado como una apisonadora para la zona del euro. Los países periféricos ya no pueden reaccionar con una devaluación de la moneda para impulsar sus exportaciones, como lo podían hacer antes de la creación del euro. Esto ha conducido a una «devaluación interna»: con la esperanza de mejorar su posición competitiva, los salarios, los beneficios sociales y las infraestructuras públicas de estos países se han ido reduciendo drásticamente, en una caída en picado.
En esta lucha, gana Alemania: aumenta su cuota de mercado y su superávit comercial. Los demás pierden y se encuentran con un déficit comercial cada vez más y más grande. Una situación desequilibrada, vaya. Si no se corrije el desequilibrio, tarde o temprano este escenario va a conducir a una auténtica debacle10.
¿Acaso no fue precisamente por esta razón por la que el sistema monetario europeo, que restringe la devaluación monetaria entre los países europeos, estalló en 1993?
En la zona del euro, un país ya no puede usar su propio presupuesto para estimular la economía, porque los estándares de convergencia y los famosos 60% y 3% bloquean el gasto. Y además los tratados prohíben las transferencias solidarias entre países. Pero es que la extensión de la Unión hacia el Este ha hecho que los desequilibrios sean aún mayores. Alemania se ha convertido en el inversor más importante y ha fortalecido su posición. Pero para los Estados miembros del sur, la entrada en la UE de estos países con bajos salarios y débiles sistemas de seguridad social, ha sido un desafío adicional. Algunas empresas automovilísticas se trasladaron al este. Otras compañías griegas cruzaron la frontera con Bulgaria. La industria ha sido barrida y reemplazada por el sector inmobiliario, el turismo y por infraestructuras de importación.
El sociólogo Wolfgang Streeck escribe: «La exclusión de la devaluación en el seno de la Unión Monetaria Europea equivalía a la abolición de impuestos progresivos en las economías políticas nacionales, o lo que es lo mismo, a una desventaja en una carrera de caballos.”11 Con vistas a mantener las riendas y hacer caminar a los Estados miembros al mismo paso, el Tratado de Maastricht introdujo un control presupuestario, que se ha ido endureciendo progresivamente, por ejemplo, con el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de 1997 y el Pacto Fiscal Europeo de 2012. En 2011, el Six-Pack añadía además otro objetivo a medio plazo a los famosos estándares del 60% y 3%: el déficit presupuestario estructural debía reducirse al 0.5% del PIB. Finalmente, en 2013, el Two-Pack vino a reforzar el procedimiento de control: el gasto público no podría crecer más rápido que el potencial crecimiento económico establecido por la Comisión.
Naturalmente, nadie está a favor de una acumulación infinita de deudas, pero que un estado no pueda invertir temporalmente un poco más en su infraestructura o en un plan de emergencia social, es realmente muy absurdo. ¿No es precisamente cuando los tipos están bajos, cuando deberíamos pedir prestado para estimular el crecimiento? ¿Y realmente es necesario tener unas mismas cifras para economías tan dispares en el seno de la Unión? ¡No se sostiene de ninguna manera! Este marco de austeridad no tiene nada positivo. De hecho, los grandes países como Francia y Alemania, han sido los primeros en saltarse las reglas. Como resultado, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento tuvo que ser revisado en 2005 para permitir una mayor flexibilidad. Y diez años después, nuevas derogaciones aparecen como legítimas.
¿Y qué ocurre en caso de informe desfavorable? Pues que acabamos con un procedimiento sancionador. En efecto, si la Comisión considera que el presupuesto no va en la dirección correcta, existe el riesgo de tener que pagar un 0,2% del PIB «en calidad de garantía», lo que debería incitarnos a realizar correcciones rápidamente. Porque si no se cumple, las sanciones pueden elevarse hasta el 0,5% del PIB. Y al mismo tiempo, su país corre el riesgo de suspensión de las obligaciones de pago de los fondos estructurales y de inversión. Para contrarrestar estas sanciones, es necesaria una mayoría del 55% de los países del Consejo Europeo y que además, en conjunto, estos países representen al menos el 65% de la población: es lo que se llama votación por mayoría cualificada inversa.
Y esto no es más que la versión moderada del control. Si uno carga con deudas más pesadas o si es atacado por un grupo de especuladores, la Troika siempre estará al acecho con sus memorandos. Y luego, son los hombres de negro quienes toman el control, como en Grecia y, en menor medida, en Chipre, Portugal e Irlanda.
Pero el impresionante aparato de la «gobernanza económica» europea va más allá. En el procedimiento existen sanciones en caso de desequilibrios macroeconómicos extraordinarios, igual que los programas y directivas que supuestamente debían armonizar la política socioeconómica. Luego están las recomendaciones anuales en las que el Consejo, a propuesta de la Comisión, alienta a determinados países a suprimir su indexación salarial o a reformar su sistema de pensiones. Finalmente, el Pacto Europlus es un acuerdo intergubernamental para reformar, también en nombre de la competitividad, las áreas de la política que son competencia nacional, como la política salarial.
Portugal no es ningún faro para la izquierda
El gobierno portugués de Antonio Costa vive bajo la constante presión de la «convergencia». El Primer Ministro socialdemócrata Costa, no ha puesto en duda los tratados ni un sólo momento, ni siquiera de forma meramente retórica. Sin embargo pretende llevar a cabo otro tipo de política, con una serie de medidas que mitigan los ahorros del anterior gobierno. Bajo la presión, entre otros, de los sindicatos, del Partido Comunista y del Bloque de Izquierda, su gobierno socialdemócrata minoritario ha asegurado mejores salarios en el sector público. La semana de 35 horas ha sido nuevamente introducida. Se ha instaurado un salario mínimo más alto. La tasa de desempleo ha disminuido. Las pensiones han sido protegidas. Se ha decretado que los libros de texto sean gratuitos, hay menos impuestos para las personas con rentas bajas, se han elevado los impuestos para los bienes inmuebles de valor superior a los 600 000 euros. Y también se ha reducido el IVA para los restaurantes con el fin de fomentar la demanda interna.
Pero aquí tenemos el aspecto más notable: Costa ha podido hacer todo esto sin infringir oficialmente los tratados europeos. En 2016, el déficit presupuestario se mantuvo por debajo del umbral del 3%. Incluso el 22 de mayo de 2017, la Comisión Europea solicitó que Portugal fuera liberado del procedimiento de déficit excesivo, es decir del procedimiento que se establece para aquellos países con déficits presupuestarios demasiado elevados. Así pues, Portugal pasa de la aplicación de medidas correctivas a la aplicación de medidas preventivas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Esta es una buena noticia, ya que con la aplicación de las medidas correctivas del Six Pack y el Two Pack se infligen multas muy severas. Además a aquellos países a los que se aplica dichas medidas, se les imponen también «programas de asociación económica». Estos son un poco menos autoritarios que los famosos memorandos, pero siguen siendo draconianos. Se trata de los programas de ajuste que se le impusieron a Portugal entre 2011 y 2014 y que incluyen toda una serie de reformas estructurales que el Estado miembro se compromete aplicar. Y Portugal ya ha completado estas reformas.
¿Se trata de una nueva edad de oro para la socialdemocracia? En cualquier caso, la fundación social-demócrata europea FEPS está tremendamente satisfecha con el hecho de que el gobierno portugués le confiera una nueva legitimidad a la socialdemocracia. ¿Tendrá razón Wim Vermeersch, de Sampol, a pesar de todo? ¿Demuestra con esto Portugal «a los partidos de extrema izquierda que es más gratificante dar muestras de un poquito más de pragmatismo»12?
La respuesta es sencilla: no. Tras años de programas de austeridad, la retirada de las medidas correctivas es muy positiva. Esto también lo sostienen los partidos portugueses a la izquierda de la socialdemocracia. Pero como habría respondido Molière, se vive de buen caldo y no de buen lenguaje. Al querer respetar los tratados europeos, Costa está hipotecando el futuro. Es lo que critican los partidos a la izquierda de la socialdemocracia que solamente respaldan algunas de las medidas: aquellas que van contra la lógica de la austeridad. En 2010, la inversión pública todavía representaba el 5,1% del PIB pero en 2016 ya tan solo era el 1.5%. Portugal no descendía tanto desde 1995: es el último de la clase en Europa13. Estas limitadas medidas sociales se han tomado, por tanto, en detrimento de la inversión pública, lo que se traduce en que el crecimiento siga siendo débil. Pero es que el programa del gobierno tampoco propone una solución a la monumental deuda que tiene Portugal. Desde 2008, esta ha aumentado del 71 al 130% del PIB. A esto habría que añadirle los non-performing loans, que son unos créditos para los deudores que no cumplen con sus obligaciones de pago. A este respecto, solo los bancos griegos y los chipriotas son peores que los bancos portugueses14. De hecho es más que probable que el rescate de estos bancos eleve aún más la deuda, como sucedió con el reciente de Caixa Geral do Depósitos.
Desde Bruselas incluso se cuestiona que Portugal esté respetando realmente los tratados europeos. En noviembre de 2016, la Comisión Europea estimaba que el presupuesto portugués podría no estar ajustado al Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Incluso antes de que Portugal fuera liberado de la parte correctiva del pacto, la Comisión le reprendía de nuevo porque este no consentía suficientes esfuerzos para reducir su deuda y alcanzar los objetivos a medio plazo del déficit presupuestario.
La situación portuguesa es por lo tanto muy frágil y los problemas estructurales subyacentes persisten. No obstante, aún quedan tres opciones posibles. La primera es que Costa sea recompensado y pueda volver a gobernar en solitario con una política de austeridad como la de los anteriores gobiernos socialdemócratas. La segunda opción es que la derecha aproveche una posible crisis para retomar el poder. Y la tercera opción: que desde abajo, se construyan amplios movimientos de lucha social que empujen a Portugal hacia una verdadera alternativa de izquierdas, lo que pondría en tela de juicio toda la camisa de fuerza europea.
Flexibilidad y ambición
Los tratados europeos definen el camino a seguir. A diferencia de las constituciones tradicionales, definen toda una política económica. Cada medida progresista será examinada con lupa dentro del marco del procedimiento de control presupuestario. Sin embargo, tampoco podemos afirmar que los tratados nos impiden llevar a cabo cualquier cosa.
Presionando desde abajo, se puede conseguir algo. ¿Algunos ejemplos? Evitar que el agua sea demasiado cara es posible debido a una falla de la Directiva 2000/60/EG. Del mismo modo, la distribución del tiempo de trabajo, la semana de 30 horas, por ejemplo, es perfectamente concebible dentro del marco de los Tratados. O un impuesto para los millonarios. Incluso la creación de un banco público es posible, si aceptamos que opere de «conformidad con el mercado». La autora estadounidense Ellen Meiksins Wood escribió: «En el capitalismo, pueden suceder muchas cosas en la política y en la organización de la comunidad, a todos los niveles, siempre y cuando no afecten fundamentalmente a los mecanismos de explotación del capital ni cambien el equilibrio decisivo del poder social.15» Esto también es cierto para Portugal. Las medidas enumeradas aquí no constituyen otra política económica coherente, sino que liman algunos bordes de una política incorrecta. En este sentido, son importantes, dan esperanza. Muestran que la lucha da sus frutos. Pero al mismo tiempo, no ofrecen ninguna solución de carácter estructural. No ponen fin a la mercantilización, ni a la competencia, ni a la creciente desigualdad.
Hoy sin embargo, abundan los ejemplos negativos. La privatización del transporte público no aparece literalmente en los textos de los tratados. Pero se aplica a través de diversas directivas. Tampoco hay nada en los tratados que obligue a las instituciones europeas a dejar amplias escapatorias para que las multinacionales eludan la obligación de publicar en cada país información relevante sobre los lugares donde obtienen ganancias y los lugares donde pagan impuestos. Y, sin embargo, estas escapatorias existen, de tal manera que apenas una de cada diez multinacionales se ve afectada por la regulación y siempre puede apelar a la cláusula de confidencialidad. No hay nada en los Tratados que obligue a la Comisión a autorizar el uso de glifosato, una sustancia cancerígena. Nada que obligue al Parlamento Europeo -en un momento en que todo el mundo habla sobre los Papeles de Panamá- a aprobar una directiva que ayuda a las empresas a mantener en secreto sus movimientos fiscales. Nadie ha obligado a la Comisión a acudir a los tribunales contra el salario mínimo para los conductores de mercancía pesada en Alemania y en Francia. Tampoco existe disposición alguna que imponga una política inhumana de asilo y migración o que codifique todos los datos personales de los pasajeros de las líneas aéreas.
Los tratados son un reflejo de las relaciones de poder
A malos tratados, peores políticas. Desde la instauración de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), la unificación europea se basó principalmente en las necesidades del capital francés y alemán. Cuando la unificación quedó en punto muerto en la década de 1980, la Mesa Redonda de Industriales Europeos la sacó del coma. Hoy, Business Europe, la federación de jefes europeos, participa en el desarrollo de muchas directivas. A la hora de establecer el aparato estatal europeo actual, el mundo de las grandes empresas europeas se benefició de una ventaja considerable: la fragmentación del movimiento obrero por estados miembros. La burguesía europea (como la de los Estados Unidos en el nacimiento de aquel país) no tuvo que compartir el poder, ni arrebatárselo a la aristocracia16. Esto le dio un gran margen de libertad respecto a la construcción de las bases institucionales.
El resultado no se ha hecho esperar. La Unión es un arma muy poderosa al servicio del capital europeo, donde el capital alemán lleva claramente la voz cantante. El hecho de que el Tratado de Lisboa duplicara el porcentaje de votos de Alemania en el Consejo y el de los 22 estados miembros más pequeños se redujera en más de la mitad, ilustra el papel preponderante de las multinacionales alemanas dentro de la Unión. No es ninguna casualidad que Business Europe tenga acceso a todos los niveles de decisión de la Comisión Europea, ni que el Parlamento Europeo no pueda proponer cualquier ley, ni que asistamos una falta flagrante de democracia y transparencia. El escritor Hans Magnus Enzensberger lo resume perfectamente con esta broma: «Aquellos que tienen algo que decir en Bruselas no han sido elegidos, y los que han sido elegidos no tienen nada que decir.»
Por supuesto, esta poderosa arma se usa principalmente en beneficio de los más poderosos. Alemania nunca ha sido sancionada por su exagerado superávit comercial, Grecia en cambio ha sido aplastada. Las recomendaciones específicas por países, las cifras de crecimiento potencial, la vía de la convergencia, todo esto es una cuestión de relaciones de poder. Se reflejan en los tratados y se avalan y refuerzan con su aplicación.
Quienes eligen el bando de las multinacionales pueden contar con las instituciones. Esto es lo que sucedió en Irlanda cuando la población exigió al gobierno que eliminara la factura del agua. De acuerdo con la Directiva 2000/60/EG, Irlanda se había comprometido a presentar una factura de agua, dijo la Comisión Europea. Según las directivas europeas, estaría prohibido volver a cualquier otra forma de financiar el suministro de agua. Sin embargo la Comisión «olvidó» el artículo 9.4 de su propia Directiva sobre el agua. La comisaria de Medio Ambiente de la UE, Karmenu Vella, llegó incluso a amenazar con sanciones y multas si el Parlamento irlandés no votaba a favor de la factura del agua.
La Comisión y los Estados miembros ni siquiera tienen la intención de proponer un programa europeo de inversión pública en consonancia con el Tratado. En efecto, esto no sería rentable para las multinacionales. Sin embargo, los sindicatos alemán DBG e italiano CGIL han desarrollado planes en este sentido. Los eurodiputados Fabio De Masi (Die Linke), Paloma López (Izquierda Unida) y Miguel Viegas (Partido Comunista Portugués) han presentado la propuesta de destinar entre un 2 y un 5% del PIB europeo a un plan de inversión pública.
Dado que el Pacto de Estabilidad y Crecimiento se ha vuelto algo más flexible desde 2015, ampliarlo hacia una regla de oro en materia de inversión, que conceda a las regulaciones presupuestarias una excepción en lo que respecta a la inversión pública productiva, abriría la puerta a una política más keynesiana dentro del marco de las actuales estructuras del Tratado. Pero una vez más, esto es demasiado pedir para las instituciones europeas. A no ser que se trate de patrocinar la guerra y la industria armamentística, claro está, en cuyo caso todo tipo de excepciones son posibles.
Una estrategia creíble para el cambio
Estamos ante un marco realmente imponente que, dentro de una Unión Europea que opera esencialmente entre bastidores, se burla de los referendums, imposibilita todo tipo de transparencia y socava la participación y la democracia al vaciarlos de su contenido. No será fácil poner en tela de juicio ese marco, ni siquiera superficialmente. Aquí, los socialdemócratas como Laurette Onkelinx y Jean-Claude Marcourt tienen razón. El artículo de Florian Wilde parece particularmente pertinente en este caso. En él leemos que la izquierda debe aspirar al poder y no simplemente al gobierno. Ya en su análisis sobre la Comuna de París, Marx escribía: una victoria electoral otorga el derecho a gobernar pero no el poder de gobernar. Afirmar que la participación en un gobierno belga o valón, dentro del actual marco, conduciría automáticamente a una política esencialmente distinta, es absurdo. O si no pregunten a los griegos. ¿Por qué Paul Magnette y cía iban a tener éxito allí donde falló Yannis Varoufakis? Los intentos aislados de llevar a cabo una política aunque sea mínimamente distinta, chocan frontalmente contra un dispositivo enorme que es perfectamente capaz de bloquear la economía entera de un país. Después de la tímida oposición de Wallonia al CETA, Magnette comentó en una entrevista: «He visto desde dentro qué técnicas emplean las instituciones europeas para aislar a las «minorías».” Ultimátums, reuniones infinitas, amenazas, sanciones, procedimientos judiciales… todo esto es lo que nos espera en cuanto queramos poner un pie fuera del tiesto.
¿Cómo abordar entonces todo este edificio estatal europeo? La clave del cambio reside en los ciudadanos. Cambiar el equilibrio de poder gracias a los ciudadanos que se rebelan, se organizan y sensibilizan a los demás. Al poder de las grandes empresas europeas debe oponerse el poder de la población. Era un problema objetivo del primer gobierno de Tsipras: en otros países faltaba un fuerte movimiento social europeo. Y este es un problema que ningún gobierno puede evitar si realmente quiere llevar a cabo otra política.
Por lo tanto, una estrategia real del cambio debe contribuir a un movimiento que reúna en Europa a un gran número de partidos, organizaciones y grupos en torno a reivindicaciones sociales, ecológicas y democráticas. No se cambia una estrategia con enmiendas parlamentarias. Los políticos que afirman que las personas solo tienen que votar y que una vez que ellos estén en el gobierno, encontrarán una solución u otra, mienten y debilitan el movimiento contestatario.
Tenemos ejemplos que van en la dirección correcta: la movilización de los estibadores europeos contra los planes para liberalizar su profesión; el movimiento internacional contra los Acuerdos de Libre Comercio TTIP y CETA y la exitosa movilización contra el tratado ACTA o ACAC sobre propiedad intelectual que acabó siendo rechazado en el Parlamento. El Acuerdo multilateral de inversiones también fue rechazado. El descontento con el dumping social ha llevado a la Comisión a revisar su Directiva sobre el desplazamiento de trabajadores. Los irlandeses obligaron a su gobierno y a la Comisión Europea a dar marcha atrás respecto al tema de la factura del suministro de agua.
Por medio de la presión, todo tipo de concesiones son posibles. Por lo tanto Sahra Wagenknecht tenía razón cuando dijo en el reciente Congreso Electoral de Die Linke: «Una buena oposición siempre es mejor que una mala política gubernamental.” Por lo tanto, los diversos movimientos de lucha trandrán que fusionarse en un gran movimiento por el cambio social, a favor de una Europa completamente diferente.
¿Un país en revuelta para catalizar un cambio real?
Si queremos ir a las causas de la crisis, debemos pensar a nivel europeo. ¿Significa esto que los partidos de izquierda tienen que esperar a que toda Europa se levante contra este sistema competitivo? Por supuesto que no. Pero la izquierda no puede someterse a un marco europeo que impone precisamente lo contrario de una política de izquierda. Sería irresponsable. Actuar de esta manera sembraría la desesperación, la división y las desilusiones. Y, al final, al igual que François Hollande, tendríamos que pagar la factura.
En las semanas previas a las elecciones presidenciales de 2012, Hollande sintió la calidez del Front de Gauche. Inmediatamente, su discurso adquirió más connotaciones de izquierdas. Prometió incluso revisar el Pacto de Estabilidad. «Mi enemigo es el mundo de las finanzas», llegó incluso a decir en un discurso. Pero una vez en el Palacio del Elíseo, se puso en sintonía con los dictados europeos: grandes ahorros, regalos fiscales a las multinacionales, ley Macron con la prolongación del trabajo dominical y del trabajo nocturno, facilidades para el despido, debilitamiento de los sindicatos y ataques contra los autónomos. Hollande se iba a volver tan impopular que ni siquiera sería reelegible. Esto no dista mucho de lo que le sucedió al PvdA holandés que implosionó en las últimas elecciones. Gobernar con los tratados europeos era más que una señal de impotencia: los socialdemócratas habían aplicado lo contrario de aquello para lo que habían sido elegidos.
Hay esperanza si la izquierda adopta una estrategia que ponga en marcha un cambio real. No es impensable que uno o más países ocupen la vanguardia en la ruptura con la mercantilización y la competencia interminables. La situación en un país puede ser el detonante de un movimiento europeo de solidaridad. Cuando en un referéndum, los griegos votaron abrumadoramente en contra de los ajustes presupuestarios, vimos cómo surgía un pequeño embrión de tal movimiento en varios países. Donald Tusk, el Presidente del Consejo, había incluso temido por un clima prerrevolucionario -mostrando así su gran manejo de la hipérbole-.
Estos embriones también existen en otros lugares: la oposición a la ley de aguas en Irlanda, el movimiento de lucha contra las medidas de liberalización del mercado laboral en Francia, la gran manifestación pacífica contra el G20 en Hamburgo… De España hasta Gran Bretaña existe toda una corriente subyacente de esperanza que rechaza tanto el nacionalismo xenófobo como la mercantilización autoritaria. Esto podría desembocar en algo realmente hermoso. La izquierda debe atreverse a aceptar el reto. Un posible gobierno de izquierda belga debería querer y atreverse a organizar una confrontación con los principios de la competencia y de la mercantilización. En esta lucha, tendrá que pedir y recibir el apoyo activo de su pueblo.
Parece que todavía estamos muy lejos de esa situación. Los socialdemócratas y los verdes se niegan de antemano a cualquier tipo de enfrentamiento serio. La oposición valona de Paul Magnette contra el CETA no ha aguantado apenas el pulso. Pero aún hay cosas más graves. Jan Cornillie, el director del departamento de investigación del SP.a, pone sus esperanzas en el eurócrata Martin Schulz y en Emmanuel Macron, el ex banquero de negocios de Rothschild y cía. Si en Twitter Patrick Dupriez (ecologista) veía en la victoria de Macron una victoria de la audacia política, Wouter De Vriendt, de Groen hablaba ya directamente de «una esperanza para la UE». Fue seguido inmediatamente por Kristof Calvo, quien tuiteaba: «Francia lo demuestra una vez más. Los populistas pueden ser derrotados con un discurso inclusivo, abierto y proeuropeo.»
En febrero de 2017, en el Parlamento Europeo, los Verdes y los Socialdemócratas -incluidos los belgas-, votaron a favor de una serie de informes que reclaman la integración del tratado presupuestario en los tratados supranacionales europeos. Es decir que en lugar de rechazar el tratado presupuestario, lo consolidan. Esto vacía de contenido absolutamente toda su retórica sobre un cambio de rumbo.
La lucha empieza por renegar del marco, poniéndolo realmente en duda a diversos niveles y también por rechazar el pacto intergubernamental Europlus y el Tratado presupuestario. Bélgica nunca debería haberlos aceptado. Rechazarlos habría constituido una posición fuerte, una posición que podría servir de ejemplo para otros lugares de Europa. Naturalmente, la izquierda también debe rechazar las directivas del Semestre Europeo así como las lógicas de la mercantilización y de la austeridad que subyacen en los tratados europeos. Tiene que romper con todo esto. Debe exigir que los objetivos sociales ocupen un lugar central en cada tratado y en cada directiva; exigir a la Comisión que no vuelva a introducir una directiva sobre el dumping social basada únicamente en las libertades económicas; exigir que las inversiones sociales, ecológicas y de infraestructura se separen de los objetivos presupuestarios. La izquierda debe luchar por la eliminación de los artículos 101 a 109 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea y de todos los artículos sobre la liberalización de los servicios. Debe atacar la evasión fiscal de las multinacionales e introducir un impuesto europeo a los millonarios. Debe luchar por los referendums vinculantes y por la transparencia de las reuniones del Consejo. Debe expulsar a los lobistas corporativos del mundo político europeo. Si no avanzamos por esta vía, la izquierda se acabará estrellando.
¿Qué dirección nos marca esta brújula? Sobre todo el significado de un nuevo principio del derecho europeo: el de no retorno. Este principio requiere el rechazo de todas aquellas medidas que, en términos sociales, económicos o democráticos, constituyan una regresión. La cooperación a nivel europeo debe utilizarse únicamente para mejorar las condiciones de vida y no para la destrucción social y medioambiental. Debemos trabajar por una Europa que invierta en energía no fósil, transporte público, salud, educación, cultura y construcción de viviendas; una Europa que proteja los sectores estratégicos, como los bancos y la energía, de los tiburones del mercado y de todo tipo de especuladores; una Europa que movilice dinero a través de un impuesto a los millonarios y un impuesto a las transacciones financieras y que ataque también a los paraísos fiscales; una Europa con salarios más altos y donde prevalezca el principio de «a igual trabajo, igual salario»; una Europa sin un mercado laboral desregulado y una Europa donde uno pueda jubilarse antes; en resumen, un continente entero al servicio del ser humano.
Hacia una Europa donde el trabajo y la riqueza sean redistribuidos; pero también hacia una Europa con una gestión transparente y democrática. Con el desarrollo de lo digital, podemos involucrar directamente a los ciudadanos en los procesos democráticos. Lo que necesitamos son organizaciones de consumidores, de sindicatos, de ciudadanos críticos, de personas con entusiasmo social y ecológico, de personas que bloqueen las puertas giratorias entre las grandes empresas y los políticos. Pongamos todos los pasillos y los bastidores con grabaciones en directo. Es perfectamente factible, ¿verdad? Esta lista de deseos no tiene nada de utópico. Más bien al contrario. Por primera vez en mucho tiempo, es más utópico creer que todo permanecerá en el estado actual. Continuar así de enfangados no es una opción.
Notas
- Wim Vermeersch, 4 lessen uit Portugal die goed zijn voor je portemonnee, 21 mei 2017, De Redactie.
- General government fixed investment – annual data
- Non-performing loans in the Banking Union: state of play
- Ellen Meiksins Wood, Democracy Against Capitalism : Renewing Historical Materialism, London, Verso, 2016 (1995), p. 275.
- Ralph Miliband, « State Power and Class Interests », New Left Review I/138, mars-avril 1983, p. 61.
- Ibidem.
- Guiseppe Pagano et alii., Les investissements publics à l’épreuve des normes européennes : les cas du tram de Liège, de CITEO et de l’Oosterweel, Courrier hebdomadaire du CRISP, 2017/3, no 2328.
- Claude Modart, «Le SEC 2010 et les comptes des administrations publiques», Banque Nationale, 2014.
- John Cassidy, The Reinhart and Rogoff controversy : a summing up, The New Yorker, 26 avril 2016.
- Ver, por ejemplo, a este respecto: Costas Lapavitsas et.al., Crisis in the Eurozone, Londres, Verso, 2012.
- Wolfgang Streeck, Buying time. The delayed crisis of democratic capitalism, London, Verso, 2014, p. 183.
- Wim Vermeersch, 4 lessen uit Portugal die goed zijn voor je portemonnee, 21 mei 2017, De Redactie.
- General government fixed investment – annual data
- Non-performing loans in the Banking Union: state of play
- Ellen Meiksins Wood, Democracy Against Capitalism : Renewing Historical Materialism, London, Verso, 2016 ( 1995), p. 275.
- Ralph Miliband, « State Power and Class Interests », New Left Review I/138, mars-avril 1983, p. 61.