En dicha obra Bernabé, entre otras muchas cosas, trata de ejemplificar cómo el actual activismo político y social, influido en gran medida por el neoliberalismo hegemónico, tiende a poner el acento en las diferencias particulares de los colectivos concernidos. Esto, en la práctica, en vez de reforzar la lucha por la emancipación humana, se ha traducido en un reforzamiento de la individualidad y en un aumento de la competitividad entre estas diversas identidades, que reduce enormemente las posibilidades de éxito de la acción colectiva.
En palabras del propio Bernabé: “Nuestro yo construido socialmente anhela la diversidad pero detesta la colectividad, huye del conflicto general pero se regodea en el específico”. Y es que las llamadas políticas de identidad, si bien son en gran parte luchas justas que reflejan contradicciones reales, han sido instrumentalizadas por el propio sistema capitalista, vaciándolas de su contenido y reduciéndolas a los aspectos meramente simbólicos, formales. Por ejemplo, reivindicaciones que hacen mucho ruido simbólico, pero que a la hora de aplicarse tienen poco impacto transformador.
La crítica no es nueva, pero la virtud de Bernabé ha sido la de plasmar esta reflexión en un formato divulgativo y asequible al gran público. Ciertamente “La trampa de la diversidad” no es un texto académico, ni necesita serlo.
Un intenso debate se ha abierto en los círculos militantes de izquierdas, pues en realidad estamos ante un cuestionamiento del paradigma hegemónico en que se ha movido la izquierda española desde los 80 y con más intensidad desde los años 90 del siglo pasado.
Y es que esta obra parece estar teniendo bastante impacto en parte de las bases de Izquierda Unida y Podemos, hasta el punto de que el propio Alberto Garzón, coordinador general de IU, ha escrito un par de réplicas a Bernabé que se han publicado en medios digitales.
Nos centraremos en la última parte del último artículo de Garzón titulado “Diez proposiciones sobre la clase trabajadora actual”, de la cual analizaremos la décima al ser la más polémica y donde de verdad se concentra el grueso del debate.
En dicho punto Garzón afirma que él no ve las políticas de identidad como un obstáculo a la lucha de clases, sino como una oportunidad. Asimismo, afirma que las políticas de identidad son una conquista de la propia clase obrera al elevar el nivel de vida de dicha clase obrera y lograr que pueda preocuparse por otro tipo de cuestiones importantes. Garzón plasma su idea de la siguiente manera:
Que los hijos e hijas de la clase obrera se preocupen por la vida de los toros, el consumo de aceite de palma, la educación LGTBI o el efecto medioambiental del plástico más que por su hambre es un aspecto positivo que se deriva de la mejora de sus condiciones de vida.
Sin embargo, aquí vemos que cae en una primera trampa. En primer lugar porque Garzón parece reducir la lucha de clases solamente al movimiento sindical, cuando la movilización obrera abarca también otros ámbitos, como podrían ser la barrial, la cultural y, por supuesto y más importante, la política.
Garzón lanza en cambio su propuesta de «interseccionalidad», a la que pretende dar un contenido «anticapitalista» (ejemplos que da del ecosocialismo y el feminismo anticapitalista). Sin embargo, en la propuesta de Garzón se desprende una concepción reduccionista del conflicto de clase, limitándolo a la esfera sindical, de ahí que su propuesta pase por la mera suma de luchas aparentemente independientes.
La lucha de clases, reducida a la esfera sindical, quedaría como «una lucha más» a las que deberían sumarse las demás (como el feminismo, el ecologismo u otras). De aquí saca Garzón la idea de que la crítica a las políticas de identidad significa el viraje hacia un «obrerismo reaccionario» que ignora los conflictos que aparentemente no serían de clase o incluso considera que darles importancia es algo contrario a los intereses de la clase obrera.
Esta postura lleva a separar estas políticas identitarias de la clase obrera, como si fueran elementos ajenos a ella e iguales en importancia. Sin embargo, todas esas contradicciones (respeto a los animales, derechos LGTBI, medioambiente) no están fuera de las leyes del mundo capitalista ni de la lucha de clases, sino que están totalmente condicionadas por estos elementos.
Cabría preguntarse si no hay relación entre la subvención pública a la tauromaquia y los recortes en servicios sociales; o si es equiparable un defraudador fiscal como Maxim Huerta con un trabajador homosexual que no llega a fin de mes; o quizás una mujer rica que abogue por la regulación de la prostitución y una explotada de la trata de blancas; o con que la comida que consumen las clases altas sea del Corte Inglés mientras que los demás tenemos que conformarnos con hidratos de carbono y proteínas de baja calidad del Mercadona. Ya lo dijo su presidente Juan Roig: a los pobres les gusta comer barato; como si eso fuese cuestión de gustos y no de bolsillos donde, una vez más, aparece la lucha de clases.
Y es que Garzón parte de una verdad a medias -siguiendo al sociólogo Inglehart-, que es el hecho de que los hijos de obreros que han accedido a un nivel de vida material y cultural superior al de sus padres tienden a desarrollar mayor preocupación o inquietud por problemas que van más allá de la subsistencia económica. Sin embargo cabe preguntarse dos cosas. Primero: si la actual ofensiva neoliberal del gran capital, no ha provocado que las cuestiones de subsistencia económica (empleo, salarios, etc.) hayan vuelto a ser una preocupación de esos mismos hijos «más cultos» de la clase obrera. Segundo: si esas cuestiones aparentemente no de clase (como el feminismo o el ecologismo) no son también un campo de batalla de la lucha de clases, pues el conflicto entre el capital y el trabajo es el que da su naturaleza a la sociedad capitalista en la que vivimos y, por tanto, termina recorriendo los demás conflictos que se dan en su seno.
Más adelante el coordinador de IU afirma lo siguiente:
Y es que, además, de los conflictos de clase hay otros muchos conflictos que no son de clase, y que a veces tienen implicaciones sociales incluso más fuertes –y algunos de ellos son identitarios, como el nacionalismo.
Sin embargo, las luchas aparentemente interclasistas (como puede ser el nacionalismo) no escapan a la lucha de clases, y esa es la clave de todo el asunto. Las propuestas feministas o ecologistas no repercuten por igual a las distintas clases sociales y a la correlación de fuerzas entre las mismas. Es más, la lucha de clases recorre también las «comunidades» marcadas por las identidades que les dan forma. Una política de identidad impulsada desde concepciones burguesas puede no sólo ir contra los intereses de la clase obrera, sino ser incluso inconsecuente desde el punto de vista de los intereses del colectivo identitario al que se dirige, al tener sólo o principalmente en cuenta los intereses y preocupaciones de los elementos aburguesados de dicho colectivo. Podría incluso resultar opresivo para la mayoría trabajadora de ese colectivo.
Pero el coordinador de IU continúa su argumentación en defensa de los problemas identitarios:
La izquierda tiene que atender todos ellos. El problema emerge cuando se subraya sólo uno de ellos (sea el animalismo, el obrerismo o cualquier otro).
La «trampa de la diversidad» gira precisamente en torno a esto. No existe una sola forma de abordar los conflictos que Garzón denomina como «no de clase», sino que a cada clase le interesa uno u otro modo de abordar tales conflictos. La «trampa de la diversidad» radica en limitarse a «sumar» luchas, sin examinar con detenimiento cómo la lucha de clases se concreta en cada una de ellas. Ello conduce a la incorporación en el programa político de medidas no sólo ajenas al interés de clase, sino incluso contrarias al mismo.
Garzón parece decir que tiene el mismo valor la lucha de una persona trabajadora que alguien que defienda el veganismo. Parece, según el coordinador de IU, que no existen contradicciones principales y secundarias (como afirma el marxismo), sino que todas las contradicciones tienen siempre el mismo valor y son igual de importantes. Hay que recordarle a Garzón que la principal contradicción que existe en el actual sistema capitalista es la de capital-trabajo, y esto no es una cuestión de identitarismo obrero contrapuesto a otras identidades en ese mercado de las identidades diversas, sino que es justamente el eje que hace moverse a toda la maquinaria del sistema y que condiciona a todas las demás contradicciones. Cuando algunos grupos del flanco derecho del movimiento feminista hablan de legalizar la prostitución en nombre de la libertad individual, lo que realmente hacen es seguir las mismas lógicas del capitalismo que todo lo mercantiliza, en este caso el cuerpo de la mujer. Cuando el sector neoliberal del colectivo LGTBI aboga por la maternidad subrogada en nombre de su pretendido derecho a la paternidad, omiten intencionadamente que será una mujer pobre la que engendrará a su hijo previo pago como cualquier producto de supermercado.
Y es que no se trata de «combinar políticas de identidad con la lucha de clases», sino de aplicar una política de clase a cada conflicto que se manifiesta en la sociedad capitalista, pues en última instancia todos tienen carácter de clase, aunque su apariencia diga lo contrario. Ejemplo: una política de clase no es que el sindicato únicamente se dedique a la lucha por el convenio colectivo. Que el sindicato incorpore las demandas laborales «feministas» en contra de la brecha salarial o a favor de la igualdad en los permisos de paternidad/maternidad también forma parte de una política de clase, pues incorpora a las mujeres obreras a la lucha sindical. Limitarse al «obrerismo reaccionario», que en este caso favorecería al obrero masculino, no es una política de clase, sino corporativista. En este caso, tanto un feminismo sectario como un obrerismo machista reaccionario irían contra el interés de clase.
Pero Garzón continúa:
¿Hay trampas en cada uno de esos instrumentos? No menos que en las políticas de identidad, que pueden servir para mejorar la imagen de una banquera pero también para desmontar el represivo sistema judicial. Mi opinión es que si todo puede ser una trampa… entonces es que no hay trampa.
Pero no todo vale. Puede darse incluso el caso de que algunas luchas identitarias deban directamente ser no sólo rechazadas, sino combatidas por ir esencialmente en contra del interés de clase e incluso de las luchas identitarias que sí son emancipadoras. Independientemente de que utilicen la democracia como bandera. Es el caso, por ejemplo, de los nacionalismos reaccionarios (ejemplo de los Balcanes), o blanquear a la oposición reaccionaria nicaragüense llamándola “feminista”. Aquí la trampa se muestra con toda su crudeza, por mucho que intente negarse.
Y por último añade:
Efectivamente, la izquierda política radical europea se apoya en una base social de personas con altos ingresos y con alto capital cultural. Esa base social es partidaria de políticas de redistribución, pero también de identidad.
Garzón critica con razón el «obrerismo reaccionario», pero lo que le contrapone es un eclecticismo que no resuelve el problema de las identidades. Habla acertadamente de que en los espacios de socialización de la clase obrera se incorporen demandas identitarias. Pero no establece el necesario filtro de clase a las mismas. Ello, teniendo además en cuenta la trayectoria del PCE y de IU en las últimas décadas, plantea serias dudas sobre que la agenda real de Garzón y su partido sea la de promover una política de clase y comunista en cada uno de los conflictos sociales existentes y no la de simplemente hacer pequeños guiños a las luchas identitarias y sindicales en clave electoralista.
A modo de conclusión ponemos un ejemplo del propio Bernabé: en un tren de cercanías de Madrid que él coge a veces siempre ve a mujeres negras con ropas africanas, mujeres latinas y obreros madrileños de toda la vida. ¿Qué los une entre tanta diversidad? Que todos vienen de trabajar, que todos son clase obrera.