La transición justa se ha convertido en la palabra de moda en los últimos meses, todo el mundo, a derecha e izquierda, en el parlamento, en los sindicatos, los ecologistas, la Comisión Europea, la ministra… ¡Hasta la patronal! Hablan de justicia a la hora de abordar las necesarias reformas para adaptar la economía al objetivo de que la temperatura global media no se eleve más de 2ºC con respecto a los niveles preindustriales.
A la Unión Europea le corresponde una reducción sustancial de las emisiones actuales de gases de efecto invernadero con respecto a las de 1990: un 20% para 2020 y un 40% para 2030, así como un incremento del aporte de las renovables al pool energético y el aumento de la eficiencia energética.
Sin embargo, el intenso debate sobre esta materia en las organizaciones sociales y políticas de izquierda elude hablar de dos cuestiones fundamentales: la magnitud de la inversión necesaria y bajo qué lógica se van a realizar los cambios.
Dos lógicas posibles
Hacer una estimación del coste total de la transición energética es muy complejo. El número de variables a tener en cuenta es amplísimo y cambia con el tiempo, además el coste total depende en gran medida de la lógica que se siga a la hora de elaborar las políticas.
¿La mano invisible?
Las políticas de descarbonización pueden seguir una lógica de mercado, es decir, que el gobierno se limite a establecer unos límites de emisiones, a hacer algunas reformas en el mercado eléctrico y a establecer bonificaciones fiscales a la inversión energética renovable. Esto equivale a generar un marco favorable a la inversión privada en el sector, de forma que este encuentre la rentabilidad necesaria para las operaciones. Por supuesto, este enfoque no contempla ningún tipo de medida social o de intervención dura en el sector y en la empresas: nada de planificar, nada de decirle a las las empresas dónde, cómo y cuánto tienen que invertir.
Las regiones que, como Asturias y otras comarcas industriales dependientes del carbón y las térmicas, se vean afectadas por estas políticas, quedarían a su suerte, y los trabajadores de las industrias electrointensivas también. El futuro de la actividad y los empleos dependería de que los propietarios de las empresas encontrasen una rentabilidad suficiente manteniendo la actividad o realizando los cambios tecnológicos necesarios.
Este modelo de transición de mercado puede ser un desastre social, pero además tiene un problema añadido: es dudoso que los mecanismos de mercado sean capaces de cumplir el objetivo por dos razones:
- La velocidad a la que se hacen los cambios tecnológicos en escenarios de baja rentabilidad para los capitalistas es muy pequeña. El capital privado invierte sus recursos en base a las previsiones de rentabilidad que va a tener en una operación, si la rentabilidad es baja, como en el caso de la transición energética, el ritmo de inversión y adopción de nuevas tecnologías es bajo, o directamente inexistente.
- La I+D en el capitalismo funciona de forma similar, los equipos de investigación compiten entre sí por ver quién llega antes a una nueva tecnología, pero las ramas de investigación se fijan en base a las perspectivas de rentabilidad que puedan tener en el corto plazo, no por su utilidad social. Esto significa que opciones tecnológicas con potencial pero que no se considera que tengan un aplicación práctica rentable inmediata no se desarrollan. Además, la cooperación tecnológica es baja o nula, quienes invierten en desarrollo tecnológico buscan apropiarse de la nueva tecnología y el conocimiento, se usan las patentes que impiden a otros equipos investigadores aprovechar el esfuerzo de otros. Esto es un importante lastre para el desarrollo de la tecnología y la ciencia en el capitalismo.
La planificación democrática
Pero el mercado no es la única lógica posible. Existe la posibilidad de que la reasignación de recursos en vez de realizarse a través del mercado y la iniciativa privada, se realice a través de la planificación y la iniciativa pública, total o parcialmente.
Reasignar recursos a través de la planificación y la intervención pública en la economía significa que el Estado destina los fondos y los ejecuta directamente a través de empresas públicas nuevas o nacionalizadas, elabora legislación que le permite obligar a las empresas privadas a invertir de una forma muy concreta, incluso puede permitirse el invertir con pérdidas en algunas áreas con el objetivo de aminorar algunos efectos negativos del cambio: por ejemplo subvencionando la energía, o construyendo el mismo las instalaciones necesarias.
Hacer el cálculo de qué instalaciones son necesarias, qué recursos financieros, cuántos trabajadores son necesarios, dónde se instalan las industrias, qué redes de transporte se crean, qué tecnologías se desarrollan, etc… es algo que no pertenece al mundo de la ciencia ficción. En la historia hay casos de éxito en la aplicación de estos mecanismo de planificación.
Sin falta de remitirnos al periodo histórico de los planes quinquenales en la antigua Unión Soviética (1928-1955), todas las grandes potencias capitalistas han aplicado mecanismos de planificación económica (al menos parcialmente) en periodos de crisis como la primera o la segunda guerra mundial.
En el campo civil, la carrera espacial y el Proyecto Apolo que puso a la humanidad en la luna, son ejemplos de intervención estatal directa en la asignación de recursos y en la dirección económica en el marco de una economía capitalista. Hoy en día, las grandes corporaciones que dominan la economía global, utilizan mecanismos de planificación centralizada a gran escala en su funcionamiento interno.
Tecnologías como la computación a exaescala, el Big data, o la Internet de las cosas, permiten conocer en tiempo real el estado de la producción al detalle, predecir tendencias de consumo de recursos y asignar los recursos necesarios con antelación, y elaborar cálculos sobre millones de tipos de mercancías diferentes en cuestión de segundos.
La ciencia y la tecnología está ahí. Su aplicación depende de una cuestión de voluntad política. Y la voluntad política depende de la correlación de fuerzas sociales que se enfrenten a la hora de impulsar un modelo u otro: El mercado de los capitalistas, o la planificación de la clase obrera.
¿Pero de cuánta inversión estamos hablando?
Hacer una estimación del coste total de la transición energética es muy complejo. El número de variables a tener en cuenta es amplísimo y cambia con el tiempo, además el coste total depende en gran medida de la lógica que se siga a la hora de elaborar las políticas.
El famoso estudio de la consultora Deloitte Un modelo energético sostenible para España en 2050 estima el nivel de inversiones necesario entre el periodo 2016-2050 entre 300.000 y 385.000 millones de €. Equivalente a 10.000 millones al año de los presupuestos del Estado.
El precio del megavatio/hora para el consumidor final, según este informe pasaría, según los cálculos de este informe de los 120 € actuales, a unos 67-75 € en 2050, en el rango de precios actual de la energía no renovable.
Pero hay que poner estas cifras entre paréntesis:
Es un estudio que se basa principalmente en el mercado como mecanismo de reasignación de recursos. Este se limitaría principalmente a regular la tarifa eléctrica, subvencionar algunas inversiones tecnológicas y establecer medidas fiscales y regulatorias. No contempla medidas sociales de envergadura. Asigna un papel importante al gas natural (pasa del 10% a 30% del pool energético) y a la reforma del cálculo de la tarifa eléctrica para que refleje lo que se considera el coste real de la energía en la factura: estas dos son reivindicaciones históricas de la patronal de la energía.
Este plan no entra dentro de lo que entendemos por transición justa, es decir, que las regiones afectadas tengan alternativas de producción industrial, que se mantenga el empleo y que la deuda del estado no suba tanto que arruine al conjunto del país.
Aún así, la magnitud de las cifras que maneja el informe es ilustrativa de la dimensión del problema. No estamos hablando, cuando nos referimos a la descarbonización, de un paquete de ayudas e iniciativas públicas de pequeño calado. Los fondos mineros implicaron la movilización de 6.000 millones de € entre 1998 y 2005. Aquí estamos hablando de movilizar 10.000 millones de € de inversión CADA AÑO durante 30 AÑOS.
Si además nos planteamos que la transición sea justa, tenemos que aumentar bastante esa cifra para contemplar:
- Nacionalización del sector eléctrico, por lo menos de su mayor parte. Para contar con mecanismos de intervención pública directa en el sector: en definitiva, para que las empresas hagan lo que la sociedad quiere que hagan, no lo que quieren los accionistas privados.
- Mecanismo de reciclaje laboral y formación de la fuerza de trabajo necesaria para la transición. Habrá que garantizarles el empleo en buenas condiciones a los trabajadores afectados porque su sector económico reduzca su tamaño. Se necesitarán muchos millones de € para ayudas a la vivienda y que se puedan ir a vivir a otras regiones donde se estén instalando industrias: ellos y sus familias. Posiblemente muchos de ellos tengan que volver a formarse y tendrán que seguir cobrando un salario como el actual.
- Inversión directa del estado en las nuevas infraestructuras energéticas. Parques eólicos, mejora de las redes eléctricas, cambio de modalidad del transporte de mercancías de la carretera al ferrocarril (habrá que ocuparse de crear empleos para todos los profesionales del transporte que se vean afectados).
- Inversión directa del estado en nuevas empresas industriales que utilicen tecnologías bajas en carbono. Un estudio de la consultora McKinsey sobre la descarbonización en las cuatro industrias básicas más relevantes (siderurgia y metalurgia, amonio, etileno y cemento), Descarbonización de sectores industriales: la próxima frontera, estima que el coste total de la descarbonización en la industria en todo el mundo equivaldría a unos 21 BILLONES de dólares (21 seguido de 12 ceros), 861 mil millones de € al cambio actual. Y que la introducción de muchos sistemas que permiten la descarbonización a gran escala de estos sectores empieza a ser viable a partir de un coste de 50$ el MWh de energía procedente de las renovables. Si comparamos este precio de la energía con el precio de 65-75 MWh que maneja Deloitte, vemos que es dudoso que la iniciativa privada sea capaz de implantar estas tecnologías sin un apoyo o intervención directa del Estado, vía subvenciones del precio de la energía o creando nuevas instalaciones industriales desde cero.
El cálculo preciso de los fondos necesarios para impulsar la llamada transición justa (una que preserve el empleo, las condiciones de trabajo y el futuro de las comarcas) es complejo y requiere más información y conocimientos de los que contamos en la redacción de La Mayoría. Pero a ojo de buen cubero y teniendo en cuenta la inversión necesaria para una transición no-justa (con mecanismos de mercado y sin tener en cuenta el impacto social), no sería descabellado plantearse una cantidad de unos 30.000 millones de € al año hasta 2050.
Esto es equivalente a la cuarta parte del gasto anual en pensiones, o la mitad del gasto sanitario público, o el 2,5% del PIB. Esa es la dimensión económica del proyecto si queremos hacerlo de manera justa.
En definitiva, existen razones de peso para afirmar que los mecanismos de mercado son, por decirlo claramente, incapaces de cumplir el objetivo de reducción de emisiones y mucho menos de hacerlo sin un impacto social negativo. Tanto por la escala de los recursos, como por los límites internos de la dinámica de la inversión y el desarrollo tecnológico en condiciones de mercado. Esto obliga a reubicar el debate sobre la transición energética en unas coordenadas totalmente diferentes a las actuales.
El debate en la izquierda
En línea con esto resulta chocante ver la pobreza de la discusión entre los partidos de izquierda (especialmente en Asturias) sobre este asunto, con un intenso cruce de reproches y acusaciones. Sobre los plazos, sobre la intensidad de las reformas, sobre si hay que dar por perdidas las industrias electrointensivas, sobre quién es más ecologista, obrerista, quien ama más a Asturias… etc… pero ninguno habla de lo importante, la magnitud de la inversión que vamos a hacer en el proceso y el mecanismo de asignación de recursos.
Y es que el tema de la inversión es la piedra de toque de todo el asunto. En función de los recursos financieros que se movilicen se podrá afrontar las reformas en base a mecanismos de mercado neoliberales o aplicando una lógica planificada y democrática. En definitiva, el carácter de clase de las reformas, si estas se van a hacer preservando los intereses de los capitalistas o se van a hacer defendiendo los intereses de la clase obrera (y por extensión de las capas populares).
La magnitud de las inversiones también permite poner en su sitio a la insistencia en asturianizar el problema. Este tipo de macroproyectos deben afrontarse, como mínimo a escala nacional, y aún así probablemente se quedaría corto. El marco de actuación de las reformas requieren una planificación y coordinación a escala europea para llegar a los objetivos y evitar el dumping social entre regiones que descarbonicen con mayor o menor alcance. La coordinación a escala europea de la movilización obrera y las campañas a favor de una transición justa, no es solo que sea deseable, es que es imprescindible.
En definitiva, la forma en que la izquierda asturiana (a la izquierda del PSOE) está afrontando este problema es una buena muestra de sus limitaciones a la hora de expresar los intereses objetivo de la clase obrera, su cortoplacismo y posibilismo. Y la debilidad de sus proyectos cuando son sometidos al stress de la necesidad histórica: Simplemente se quedan sin discurso.
Conclusión
La transición a una economía que produzca pocos gases de efecto invernadero es un macroproyecto estratégico a gran escala. Requiere la movilización de grandes recursos financieros, humanos y materiales. La implicación de cientos de empresas y un plan coordinado, como mínimo, a escala europea.
Paradójicamente, tanto las instituciones europeas, el estado español, el gobierno y los partidos de oposición de izquierda, no contemplan otra lógica que no sea la de intentar que la mano invisible del mercado sea la encargada de movilizar y asignar los recursos.
Entre gobierno, partidos de izquierda, sindicatos y ecologistas, hay un intenso cruce de acusaciones. Fundamentalismo ecologista por una parte, negacionismo del problema por otra. Sin embargo, adoptar una lógica diferente a la hora de abordar el problema del cambio climático ofrecería grandes oportunidades de colaboración a toda la izquierda a la izquierda del PSOE, el movimiento obrero y sindical y el movimiento ecologista.
Esa lógica consistiría en reivindicar mecanismos de planificación económica democrática a la hora de abordar las reformas, transparencia e información a la población sobre la dimensión del problema y las necesidades, nacionalización de la industria energética, medidas duras de intervención en las empresas y el mercado, así como un coordinación real entre las organizaciones obreras y la izquierda política en la UE.
El cambio climático es uno de los mayores problemas que tiene la humanidad en este siglo y los siguientes. Podemos esperar sentados a ver si el desastre se convierte en una oportunidad de negocio para los capitalistas (cosa harto improbable) o podemos ponernos a la cabeza del cambio para que este se haga en favor de la mayoría social trabajadora, y quizá, también sirva como plataforma para avanzar hacia una sociedad que no destruya el medioambiente y a las personas que habitan en ella: el socialismo.
[…] es necesario movilizar recursos masivamente, a escala gigantesca. Hablamos de cifras de inversión equivalentes al 3% del PIB de cada […]
[…] que reducir emisiones y es necesario que la transición hacia este «nuevo modelo» sea justa. Justa para la clase trabajadora. Las regiones afectadas tienen que tener alternativas al […]