La idea de la redistribución de la riqueza a través de los impuestos constituye una de las ideas clave del núcleo ideológico de parte de la izquierda, tradicionalmente identificada con la socialdemocracia. Desde finales del siglo XX, con la aceptación del capitalismo por parte de algunos sectores a la izquierda de la socialdemocracia, la fiscalidad se ha convertido en la herramienta de referencia para una gran mayoría de los que enarbolan la redistribución de la riqueza y la justicia social como principios políticos.
Así, es común que, ante una sociedad crecientemente desigual, la única respuesta que ofrecen la mayoría de los políticos, desde el centro hasta la izquierda, desde el PSOE hasta ciertos sectores de Izquierda Unida, sea aumentar la presión fiscal. La idea de tasar a los que más tienen para compensar el inevitable desequilibrio introducido por el mercado capitalista se ha convertido en una clave de sus programas, e incluso ha llegado a convencer a parte de la derecha.
Este principio, cargado de justicia, es el que constituye también uno de los ejes más importantes del llamado Estado del Bienestar, el proyecto político con el que se identifican la mayoría de las organizaciones políticas. Algunas, no obstante, pasan con rapidez de las palabras a los hechos, y su compromiso con las estructuras de protección social desaparece rápidamente para dar paso a los recortes y ajustes. A pesar de todo, hoy por hoy, el Estado del Bienestar es comúnmente aceptado como el modelo de sociedad europea occidental. De este modo, en la actualidad uno de los caballos de batalla de la política europea es cómo garantizar la viabilidad de dicho modelo: para la izquierda, esto implica una mayor carga fiscal; para la derecha, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y por tanto hay que recortar y ajustar las prestaciones que forman parte de este Estado del Bienestar.
El PSOE, que se auto-ubica en la izquierda – y que, si atendemos a este criterio de la fiscalidad , en ocasiones podría considerarse como tal –, ha planteado con su llegada al gobierno algunas propuestas en este sentido: para financiar el aumento de gasto social – que crece a medida que lo hace la desigualdad, impulsada por la crisis capitalista – ha situado sobre la mesa, entre sus propuestas estrella, una batería de impuestos que incluyen impuestos a la banca, impuestos ecológicos e impuestos a las tecnológicas. Unidos Podemos, cuyo apoyo es necesario para que los presupuestos del Gobierno Sánchez salgan adelante, ha conseguido arrancar al ejecutivo, además, un aumento del IRPF para las rentas más altas.
De inmediato, la patronal y sus colaboradores mediáticos han puesto el grito en el cielo, y las críticas y amenazas veladas han llovido sobre el gobierno del PSOE. Sin ningún disimulo, empresas como el Santander han advertido de que si este plan sigue adelante, adoptarán medidas para intentar reducir su impacto, como adoptar una nueva estructura legal o, simple y llanamente, llevarse los beneficios a otro país. Los propios empresarios sitúan ya claramente un elemento de duda acerca de la viabilidad de la fiscalidad como única herramienta de lucha contra la desigualdad: si la única medida que se toma contra estas empresas, referentes del actual grado de desarrollo del capitalismo – que los marxistas denominamos imperialismo –, es la subida de impuestos, es probable que encuentren la forma de que una parte importante de ésta repercuta sobre los trabajadores y los consumidores.
La lucha contra la desigualdad no deja de ser la manifestación más básica de la lucha de clases, y por tanto debemos plantearnos en qué fase se encuentra ésta, qué fuerzas y capacidades tiene la clase obrera para implantar determinadas medidas, y cuáles tienen los empresarios para frenarlas o contrarrestarlas. ¿Nos encontramos, hoy por hoy, en situación de garantizar que un aumento de los impuestos tenga un impacto positivo en la lucha contra la desigualdad? ¿Podemos evitar que el Santander, y otras tantas empresas, recurran a todo tipo de trucos y maniobras para reducir el efecto de estos impuestos? ¿O, por el contrario, la posición de fuerza de los empresarios va a permitir que puedan esquivar este aumento de la presión fiscal, y va a terminar resultando incluso contraproducente?
A día de hoy, si la única medida de intervención democrática de la economía es la subida de impuestos, pero no se interviene de ningún modo la producción y la venta, y se permite que las empresas sigan actuando con impunidad, se salten la ley a la torera, o incluso se cambie para hacerla a su medida, al final el mercado capitalista, en su carrera continua por aumentar la rentabilidad, encontrará una forma de amortiguar el impacto que las medidas impositivas tengan sobre sus beneficios. Si el Gobierno carece de instrumentos para intervenir en estas grandes empresas y evitar que la ingeniería fiscal y otros trucos las permitan oponerse a las subidas de impuestos, la política fiscal, en gran medida, va a escapar a su control, y va a depender más de las amenazas y chantajes del IBEX35 que de las necesidades y demandas de la mayoría de los españoles.
Dicho de otro modo, subir los impuestos, sin intervenir de ninguna otra manera la economía, es una forma poco eficaz de combatir la desigualdad. Es, más bien, un giro efectista, para la galería. Al menos, mientras las maniobras y chantajes de las grandes empresas no encuentren rival: aquello que el Gobierno decreta, tiene que poder imponerse en los centros de trabajo. Para ello, son imprescindibles dos medidas: por un lado, como se ha señalado con anterioridad, el Estado necesita tener algún tipo de control sobre estas grandes empresas. La política fiscal del país no puede estar en manos de una minoría de CEOs, Directores Ejecutivos y propietarios de grandes empresas que chantajeen sin disimulo a las autoridades. El Estado debe tener, al menos, una participación en estas grandes empresas, suficiente como para evitar que estos individuos impongan sus intereses sobre los del conjunto de la sociedad.
La otra pata es la propia organización y movilización de los trabajadores. La participación estatal en las grandes empresas tal vez pueda evitar la ingeniería fiscal y los trucos legales que emplean para salirse con la suya, pero, al menos en una primera etapa, si la gestión de estas empresas continúa en manos de los capitalistas, estos buscarán otra forma de salirse con la suya. ¿Que se suben los impuestos y descienden los beneficios y la rentabilidad de estas grandes empresas? Pues intentarán aumentar la explotación de los trabajadores, encarecer los productos, y asegurarse de que, por mucha subida de impuestos que se apruebe, van a seguir siendo competitivos en el mercado global capitalista. Los trabajadores debemos estar atentos a estas maniobras y responder con organización y movilizaciones. Cerrando esta doble pinza sobre los capitalistas podremos garantizar que el Gobierno realmente gobierna también en la economía, y que las medidas fiscales realmente van a recaer sobre los que más tienen.
Las subidas de impuestos son sin duda una de las muchas herramientas que tienen a disposición las instituciones para combatir la lacra de nuestra sociedad: la desigualdad. Sin embargo, firmar un papel que diga que se aumentan los impuestos, si no se dispone de la capacidad de asegurarse de cuál va a ser el impacto y el alcance de esa medida, es una medida bienintencionada pero inocente. Más aún, la respuesta a la desigualdad tiene que ser más profunda, y tiene que actuar allí donde nace, donde se empieza a generar: en las empresas, en los puestos de trabajo. Allí donde los beneficios de la empresa se reparten entre salarios cada vez más ajustados para los trabajadores, y dividendos cada vez más jugosos para los accionistas.
Los impuestos sólo son útiles como herramienta contra la desigualdad si nos aseguramos de que su impacto se produce sobre los beneficios de las grandes empresas, sean tecnológicas, la banca, el sector del automóvil o el de la logística, y no sobre las condiciones de trabajo y de vida de la clase trabajadora. Por ello, junto a la presión fiscal los trabajadores debemos exigir medidas complementarias para evitar que las empresas escondan la bolita del dinero: por ejemplo, exigir revisiones salariales ligadas al IPC, para evitar que las empresas escapen al aumento de impuestos congelando o reduciendo salarios y aumentando los precios; combatir la precariedad exigiendo la jornada de 35 horas semanales sin reducción de salario, para ajustarnos a las nuevas condiciones de productividad repartiendo el trabajo; regular la subcontratación de servicios, de forma que sólo puedan subcontratarse aquellos que no formen parte de la actividad habitual de la empresa, y de forma limitada…
Estas medidas, condensadas en un nuevo Estatuto de los Trabajadores, servirían para establecer un marco legal más acorde a los intereses de la clase trabajadora, de la mayoría social, y menos favorable a los intereses de la minoría social de empresarios; llegado el caso, cuando las empresas sigan, a pesar de todo, saltándose la ley, recurriendo a trampas y triquiñuelas para incumplirla, o incluso cuando se ponga en duda su misma supervivencia como empresas capitalistas, debemos contemplar medidas de control democrático de la economía más profundas y efectivas: lo que en un inicio puede ser una supervisión o participación estatal puede llegar a convertirse en propiedad total, dando lugar a una planificación de la producción para anteponer el interés social sobre la consecución de beneficios. Todo ello, además, debe ir acompañado de medidas de control obrero en las empresas: un viejo dicho español dice que, si quieres que algo se haga bien, debes hacerlo tú mismo, y no hay mejor forma de asegurarnos del cumplimiento de nuestras demandas que obligando a las empresas a rendir cuentas ante los representantes de los trabajadores en los comités de empresa, e, incluso, otorgando a éstos voz y voto en la dirección.
Lo que está claro es que el mercado capitalista es demasiado complejo, y los capitalistas poseen un control tan amplio de la economía, que una simple subida de impuestos no puede ser suficiente, en ningún caso, para frenar la desigualdad creciente. Puede, de hecho, ser incluso contraproducente, si no se acompaña de una batería mucho más amplia de medidas para asegurarnos de que son los beneficios multimillonarios de las empresas los que cargan con el gasto que supone la lucha contra la desigualdad, al tiempo que actuamos sobre la raíz de esa desigualdad y no sobre sus manifestaciones. Al igual que en el caso de la descarbonización, ofrecer únicamente el marco, sin un plan de futuro claro y bien elaborado que pase por el control democrático de la economía, no es más que confiar en el capitalismo para solucionar los problemas que él mismo causa. No nos quedemos mirando cómo esconden la bolita, mientras nos roban el dinero.