El triunfo de Bolsonaro: responsabilidad y perspectivas desde la izquierda

La victoria del candidato ultraderechista Jair Bolsonaro, ex-militar abiertamente nostálgico y partidario de la Dictadura, que durante toda la campaña ha manifestado abiertamente y sin ningún disimulo su voluntad de llevar a cabo purgas contra la izquierda brasileña, debe servir para reflexionar sobre el papel de la izquierda, su responsabilidad como fuerza transformadora, y su relación con el poder.

D. Fernández
D. Fernández
Ingeniero y marxista, convencido de que un mundo mejor es posible y está a nuestro alcance.

Inmediatamente después de la victoria electoral de Bolsonaro, la izquierda de todo el mundo se llevaba las manos a la cabeza y se rasgaba las vestiduras. Predicciones apocalípticas y llantos plañideros, mientras las redes se llenaban de lamentos y condolencias hacia los brasileños. Todo el mundo se alarmaba pensando en lo que puede ocurrir a partir de ahora, pero nadie se ha molestado en analizar lo que ha ocurrido antes. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo es posible que Brasil, el país que durante más de una década eligió a Lula y a Dilma para dirigirlo, haya elegido ahora a Bolsonaro, que representa todo lo contrario?

Un poco de historia

En 1961 llegó a la presidencia de Brasil João Goulart, un político que había formado parte como Ministro de Trabajo del último gobierno de Getúlio Vargas, y que continuó con sus políticas populares encaminadas hacia la intervención estatal en la economía y la mejora de las condiciones de vida de la clase obrera brasileña. Impulsó una reforma agraria para repartir la tierra, campañas de alfabetización, y presionó a las multinacionales para reinvertir sus beneficios en Brasil. En una época de equilibrios como la de la Guera Fría, Goulart no llegó nunca a identificarse con el bloque socialista, pero sus políticas progresistas alarmaron a la derecha y a los sectores reaccionarios del ejército, que terminaron por dar un golpe de Estado en 1964 con el apoyo de los Estados Unidos.

Se inauguró así la Dictadura Militar de la que Bolsonaro, antiguo capitán del ejército brasileño, es un reconocido nostálgico. Como todas las dictaduras similares en América Latina (Somoza en Nicaragua, Banzer en Bolivia, Pinochet en Chile, Videla en Argentina…), se caracterizó por una feroz represión contra la izquierda y cualquier movimiento organizado de trabajadores. Durante los primeros años de la dictadura, la oposición al régimen fue mayoritariamente militar, en la forma de guerrillas y grupos terroristas que se enfrentaban a las fuerzas represivas por las armas.

A medida que la dictadura se prolongaba y sus bases se debilitaban, esa oposición fue ocupando un espacio político, principalmente a través de los sindicatos. A partir de mediados de los años 70, cuando la crisis económica provocó que la pretendida legitimidad del régimen cayera en picado, las huelgas y la presión social y política fueron debilitando a la dictadura, forzándola a permitir la fundación de partidos políticos independientes. En 1985 llegaba al poder José Sarney, que restablecería los derechos democráticos en un proceso que culminaría con la proclamación de una nueva Constitución en 1988. Los años posteriores se caracterizaron por la inestabilidad económica, que fue corregida gracias a la figura de Fernando Henrique Cardoso, Ministro de Hacienda y posteriormente presidente de Brasil entre 1994 y 2002. Su sucesor sería un obrero metalúrgico que había estado implicado en la lucha contra la dictadura desde el movimiento sindical: Luiz Inácio Lula da Silva.

Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores

El Partido de los Trabajadores nació en 1980 a partir de la unión de grupos heterogéneos de opositores a la dictadura, que tenían en común la opinión de que era necesario crear un partido obrero socialista independiente, incluido en la corriente del socialismo democrático, alejado tanto del ala izquierda oficialista como de la izquierda tradicional comunista. Su militancia provenía mayoritariamente del mundo sindical y de los movimientos sociales en la época de su fundación, convirtiéndolo en un partido con fuerte arraigo popular. A finales de los 80, se había convertido ya en una organización con vocación de gobierno, ganando la alcaldía de importantes ciudades como São Paulo o Fortaleza, e incluso el gobierno de algunos estados como Río Grande do Sul. Así, en 1989, su candidato Lula da Silva llegaba a la segunda ronda, para perder frente a Collor de Mello, cuyo gobierno se caracterizó por las privatizaciones y la corrupción. Su heredero, Fernando Henrique Cardoso, también ganaría las elecciones generales frente a Lula da Silva, hasta que en 2002 la crisis económica terminó por llevar al candidato del Partido de los Trabajadores a la presidencia.

Para entonces, el discurso del partido se había moderado mucho. Desde sus posiciones iniciales manifiestamente anticapitalistas, más próximas al socialismo, se produjo un viraje hacia el centro-izquierda en pos de fortalecer la imagen de partido responsable, de gobierno. Así, cuando Lula da Silva finalmente llegó a la presidencia, lo hizo con el eslogan «Paz y Amor», y su primer gobierno se caracterizó por una política económica continuista, con el objetivo de desarrollar el país. Como resultado de ello, mejoró la situación de los trabajadores brasileños: durante los gobiernos de Lula, la cantidad de brasileños que viven con menos de 2.5 dólares al día ha caído del 10 al 4%, y 25 millones de personas dejaron de vivir en la pobreza. Teniendo en cuenta que en 1999, poco antes de la llegada al poder del Partido de los Trabajadores, el índice de pobreza extrema en Brasil rondaba el 26%, es evidente la mejora de la situación de los sectores más desfavorecidos de la sociedad.

Pero este proceso no se debió a una transformación radical de la sociedad y la economía brasileña, sino a la gestión que el gobierno de Lula da Silva hizo de la herencia recibida. El crecimiento económico generado a partir del Plan Real del gobierno anterior, caracterizado por la reforma monetaria, la austeridad fiscal y las privatizaciones, se estancó en 1998, pero se recuperó posteriormente gracias a las altas tasas de interés y a un desarrollo semi-imperialista del país, que ha provocado conflictos con países vecinos como Bolivia o Paraguay. La responsabilidad del gobierno de Lula en la lucha contra la pobreza es clara, pues se aprovechó ese crecimiento económico para asegurar que la riqueza llegara a los que menos tienen a través de iniciativas como la Bolsa Familia, que ofrecía una ayuda para la escolarización, o la iniciativa Brasil sin Miseria, destinada a ayudar a la población en condiciones de pobreza extrema. Lo que se omite en estos análisis es que, al mismo tiempo, la desigualdad de la sociedad brasileña no ha hecho más que aumentar: entre 2001 y 2015, el 10% más rico de la población representó el 61% del crecimiento económico; el 5% más rico suma los mismos ingresos que el 95% restante de la población, y los 5 hombres más ricos de Brasil acumulan tanta riqueza como el 50% más pobre.

Los gobiernos de Lula da Silva no han sido, por tanto, gobiernos socialistas. Resulta difícil, incluso, clasificarlos de anticapitalistas. Se han caracterizado por políticas social-demócratas de lucha contra la pobreza en términos absolutos, pero no de redistribución de la riqueza: el crecimiento de la economía brasileña, un país inmenso con un gran potencial, ha generado grandes ingresos, pero esta riqueza sigue acumulándose en cantidades groseras en manos de una minoría insultantemente pequeña. Se ha paliado la situación de extrema necesidad de importantes sectores de la sociedad, pero no se ha corregido la tendencia capitalista a la desigualdad. No obstante, existen elementos muy positivos que extraer de esta experiencia: aunque el gobierno brasileño no intervino de forma firme sobre la economía, si conservó cierta capacidad de influencia con más de 140 empresas públicas, algunas de ellas en sectores fundamentales, incluyendo bancos, industrias armamentísticas, sector nuclear y, en particular, la más grande e importante de todas ellas, Petrobras.

Lo que puede achacarse al gobierno petista, por tanto, es la falta de decisión a la hora de emplear con contundencia las herramientas a su disposición; señalar este hecho no puede dejar tampoco de plantear las dudas asociadas: ¿hasta qué punto la correlación de fuerzas, más aún teniendo en cuenta el contexto internacional (el PT llega al poder en los años 2000, poco después del seísmo que provocó en la izquierda la caída de la URSS), permitía una política de clase más dura y decidida? ¿Hasta qué punto es el Partido de los Trabajadores la clase de organización que puede llevarla a cabo? Dejando estos elementos para la reflexión, lo que si parece claro es que, en lugar de controlar el desarrollo económico para orientarlo hacia la cobertura de las necesidades de la mayoría social, el gobierno de Lula se dedicó a pedir cuentas a los grandes capitalistas que se beneficiaban del desarrollo para compensar los resultados más sangrantes de la economía capitalista. Durante los años de vacas gordas, de una u otra manera, los grandes capitalistas pudieron asumir esa contribución. ¿Pero qué ocurrió cuando llegaron las vacas flacas?

El gobierno de Dilma Rousseff y el golpe de Temer

La crisis mundial que estalló en 2008 provocó un auténtico tsunami económico a escala global. Brasil no fue inmune: durante los gobiernos de Lula da Silva, el país experimentó un proceso de reprimarización de la economía, orientándose hacia la explotación de los inmensos recursos naturales del país, tanto agrícolas como minerales. La caída del precio de estos productos en el mercado internacional a raíz de la crisis agravó la crisis brasileña, y dio pie a un problema de desindustrialización del país que ha debilitado su economía. El Gobierno del Partido de los Trabajadores, tanto bajo la presidencia de Lula como en la época de Dilma, intentó corregir esta tendencia, sin conseguirlo: si en los años 70 la industria representaba el 27.4% del empleo, ese porcentaje se desplomó hasta un 10.9% en 2014. Según los datos del Banco Mundial, en 1989, antes del Plan Real del gobierno Henrique Cardoso, la industria representaba el 42,84% del PIB; hoy, según esos mismos datos, representa el 18.48%. A pesar de que los datos varían según las fuentes y estudios consultados, sí que parece reconocerse una tendencia a la baja. 1

Como resultado de este marco general, la economía brasileña ha sufrido un estancamiento. La crisis provocó una caída repentina de 4 puntos; para 2010 se recuperó la senda del crecimiento, como puede observarse en la siguiente gráfica, pero desde entonces la economía brasileña ha dado muestras de agotamiento, alternando pequeñas caídas con repuntes del crecimiento. Los años de gobierno de Dilma Rousseff (2011-2016) se han visto, sin embargo, caracterizados por una tendencia decreciente, especialmente aguda entre 2014 y 2016, con caídas de hasta el 2%. En el mismo periodo, el ingreso medio caía casi 100 reales2 (un 5%), y el paro aumentaba considerablemente desde el 6 al 10%.

Paralelamente, la productividad brasileña ha registrado un modesto crecimiento, que incluso se transformó en descenso en la última etapa del gobierno de Dilma Rousseff. En contraposición con las economías emergentes, como China o Rusia, que entre 2001 y 2013 presentaron aumentos de la productividad de un 9.6% y un 3.5% respectivamente, el aumento de la productividad brasileña en ese mismo periodo fue tan sólo de un 1.6%. Dicho de otro modo, la competitividad de Brasil en el marco del mercado global capitalista, en comparación con países similares como China o Rusia, está fuertemente amenazada, con el riesgo de que las inversiones y el tejido productivo se deslocalice hacia este tipo de países donde pueden conseguir productividades mayores, y, por tanto, rentabilidades superiores. Así parece que está ocurriendo si se analiza la evolución de la industria brasileña, que tal y como se comentaba con anterioridad pierde representatividad sobre el conjunto de la economía del país a pasos agigantados.

La economía brasileña se encuentra en unas condiciones peligrosas, y la gran burguesía brasileña, fortalecida a raíz del desarrollo económico que ha experimentado el país desde los gobiernos de Henrique Cardoso, lo sabe. El problema es que las recetas necesarias para corregir esa tendencia, inherente al capitalismo, y que vemos repetirse en prácticamente todo el mundo, con rentabilidades, beneficios y productividad a la baja, choca con el programa social y el espíritu progresista que constituye el corazón del Partido de los Trabajadores, incluso a pesar de que éste se haya desdibujado desde sus orígenes hasta convertirse en un partido social-demócrata. La crisis económica se encona, y el gobierno brasileño, desprovisto de un programa de control y planificación de la economía, se encuentra con graves dificultades para corregir la situación sin recurrir a las duras medidas que exige la oligarquía del país.

De este modo, los problemas económicos se transfieren al ámbito político, con un creciente rechazo por parte de la oligarquía brasileña al Partido de los Trabajadores, que no es su agente político predilecto. Este rechazo se convierte en un golpe parlamentario cuando el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), socio minoritario del gobierno de Rousseff desde 2009, decide apoyar la petición de destitución de la presidenta brasileña. Ésta se basa en una serie de acusaciones poco firmes: entre ellas la supuesta implicación, no demostrada, de la presidenta en el escándalo de Petrobras; la publicación de una serie de decretos para aumentar el gasto social que supuestamente incumplirían la meta fiscal; y una serie de maniobras fiscales por parte del gobierno, denominadas «pedaladas», consistentes en el retraso de los pagos al Banco de Brasil para ajustar las cuentas, lo que, según la oposición, constituía a efectos prácticos un préstamo bancario al gobierno, prohibido por la Ley de Responsabilidad Fiscal. La victoria de Dilma Roussef en sus últimas elecciones había sido tan ajustada que su posición era debil, y el PMDB, con más responsabilidad en alguna de esas acusaciones (especialmente en la corrupción del Gobierno) que el propio PT, aprovechó la ocasión para romper la alianza de gobierno, sumándose al bando del impeachment y participando activamente en su articulación.

Llega así al poder Michel Temer, vicepresidente hasta entonces, con pocos apoyos y una imagen pública extremadamente fragil. Pronto se ve debilitado por nuevos escándalos de corrupción, recurriendo a la represión para frenar las protestas encabezadas, entre otras fuerzas, por el Movimiento de los Trabajadores sin Tierras (MST). Se producen sucesivas dimisiones de miembros de su Gobierno y aumentan las voces que piden la convocatoria de elecciones: estas se convocan finalmente para octubre de 2018.

Bolsonaro y el antipetismo

Manifestación "Todos con Bolsonaro" en la Avda. Goethe de Porto Alegre, Brasil. Foto: Gabriela Felin - 30.09.2018
Manifestación «Todos con Bolsonaro» en la Avda. Goethe de Porto Alegre, Brasil. Foto: Gabriela Felin – 30.09.2018

No sólo la crisis económica y los ataques por parte de la burguesía brasileña y sus agentes políticos tienen responsabilidad en la derrota del Partido de los Trabajadores. Si queremos buscar responsables de la grave situación brasileña, no podemos omitir al propio Partido de los Trabajadores: a pesar de sus efectivas políticas de lucha contra la pobreza, se ha mostrado indeciso y ha fallado a la hora de combatir la desigualdad y de poner la economía al servicio del desarrollo nacional y el bienestar de la mayoría social. Además, se ha visto sacudido por numerosos escándalos de corrupción: aunque la realidad dista mucho de la catastrófica imagen que han mostrado los medios privados brasileños, que comparten la larga tradición de ataques reaccionarios contra gobiernos progresistas de los medios de comunicación latinoamericanos, no es menos cierto que la corrupción ha estado ahí y ha sido un problema que no se ha sabido atajar. Por último, en la recta final de todo este proceso que ha culminado con las elecciones de octubre de 2018, el Partido de los Trabajadores ha cometido errores tácticos que no han ayudado precisamente a mejorar la situación, precipitados por la situación de crispación generalizada que ha vivido el país después del golpe de Temer.

Entre las múltiples acusaciones destaca la trama de corrupción de Petrobras, en la que han estado implicados, acusados de blanqueo de dinero varios diputados, senadores y políticos del Partido de los Trabajadores y de sus aliados, el PMDB (Partido del Movimiento Democrático de Brasil) y el PP (Partido Progresista). La guerra sucia impulsada por los medios de comunicación genera, como ya se ha señalado, una imagen interesadamente distorsionada sobre la trama, acusando a toda la estructura del Partido de los Trabajadores, con Dilma Rousseff y Lula da Silva a la cabeza, de formar parte del entramado corrupto. A pesar de no haber pruebas contundentes sobre su implicación, e incluso cuando la Comisión Parlamentaria encargada de investigar la trama declara en 2014 que ni Dilma ni Lula tienen relación con el caso, la campaña contra el carismático ex-presidente continúa hasta que, finalmente, es condenado a 9 años de prisión por, supuestamente, haber aceptado una casa de tres pisos a cambio de amañar contratos públicos; entrará en prisión en abril de 2018, poco antes de las elecciones, a las que sigue intentando presentarse.

Hasta su inhabilitación definitiva el 11 de septiembre del mismo año, poco más de un mes antes de las elecciones, el Partido de los Trabajadores no elige otro candidato. Fernando Haddad, ex-alcalde de São Paulo, es un gran desconocido para la gran mayoría de los brasileños cuando es elegido para representar a la organización en las elecciones. Sin el carisma y el patrimonio político de Lula, que denuncia ser objetivo de una «caza de brujas», el Partido de los Trabajadores se enfrenta a los comicios en una situación de gran precariedad. La economía brasileña es frágil y atraviesa una situación de crisis; la corrupción parece extendida y generalizada; incluso las políticas sociales, seña de identidad del partido, empiezan a fallar, y la pobreza extrema vuelve a crecer el país carioca. A ojos de la opinión pública, construida interesadamente para servir al discurso de la derecha reaccionaria, este es el legado del Partido de los Trabajadores. Haddad, su candidato, es incapaz de compensar esta pesada carga, pues apenas tiene tiempo de hacer una campaña en condiciones.

Es en este contexto que la figura de Jair Bolsonaro empieza a cobrar fuerza. Siempre asociado al Ejército, del que formó parte en su juventud en el confuso periodo de transición desde la dictadura hacia la democracia, entra en política en 1988 como concejal en Río de Janeiro. En 1990 llega al Congreso como diputado por la propia Río: ya entonces despuntaba por su radicalidad, afirmando que la dictadura había sido demasiado blanda, y asociándose con grupos policiales violentos, pero no dejaba de ser un personaje minoritario y con poca influencia en el panorama político nacional. Siguió vinculado al Ejército y a las fuerzas de seguridad: de los 190 proyectos de ley presentados por Bolsonaro, el 32% estaba relacionado con los militares, el 25% con la seguridad pública y solo tres con temas económicos, dos con la salud y uno con la educación. Representante de la tradición histórica de la derecha más reaccionaria, detesta a los pobres, llegando a plantear la restricción de la natalidad para los sectores más desfavorecidos de la población. Su último movimiento antes de este repentino ascenso fue unirse al Partido Social Liberal, una formación insignificante que rápidamente puso bajo su control.

¿Cómo es posible que este personaje, a la cabeza de una formación política minúscula e insignificante, haya llegado al poder en apenas un año? La clave está en el antipetismo, el rechazo furibundo que existe entre un importante sector de la población hacia el Partido de los Trabajadores. Bolsonaro se ha aprovechado de ese rechazo para convertirlo en odio, caracterizando al PT social-demócrata como una organización comunista, o controlada por comunistas. Apoyándose en la Iglesia Evangélica, una de las denominaciones cristianas más radicales y reaccionarias, que también jugó un importante papel en la elección de Trump, el actual presidente de Brasil dirigió su campaña bajo el lema «Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos», y centralizó todo su discurso en denunciar al Partido de los Trabajadores y a «los rojos» que según él han arruinado el país.

El día de las elecciones, 28 de octubre, Haddad tenía una tasa de rechazo del 52%, mientras que su rival, Bolsonaro, se quedaba en el 44%. Las elecciones han estado caracterizadas por la polarización y el rechazo, más que por el entusiasmo o la identificación con un proyecto u otro; en el caso de Haddad, el rechazo a todo un partido, a un proyecto que se ha ido vaciando de significado a medida que el Partido de los Trabajadores, al hacerse con el poder, se distanciaba de su programa de transformación social e iba asumiendo la esencia laborista de la época de Getúlio Vargas y João Goulart, limitándose a darle tintes ligeramente más progresistas. En el caso de Bolsonaro, el rechazo a un personaje siniestro, histriónico, que no se ha molestado en disimular muchos de sus planteamientos en lo relativo al colectivo LGTB, a las minorías raciales, o a los pobres. En cualquier caso, muchos de los que votan a Haddad lo hacen «con la nariz tapada», únicamente por rechazo a Bolsonaro, y la gran mayoría de los que votan a Bolsonaro lo hacen hartos del Partido de los Trabajadores, como un voto de castigo.

¿Como afrontó la izquierda estas elecciones? Entre la incredulidad y una infantil confianza en que la victoria de Bolsonaro era imposible. «No puede ganar porque la mayoría no comparte sus ideas», declaraba tranquilamente José Dirceu, ex-ministro lulista. Ya en campaña, Haddad y el Partido de los Trabajadores se limitaban a azuzar el miedo contra una posible victoria del ultraderechista. Movimientos como #EleNão, una respuesta espontánea por parte de algunos colectivos feministas contra la figura machista de Bolsonaro, eran el único argumento. Ele não. Él no.

Pocas palabras, pocas ideas, de por qué Haddad sí. Pocas reflexiones sobre la responsabilidad del PT en la corrupción, sobre su papel como fuerza en el gobierno, limitada a la gestión del país en lugar de a impulsar una transformación profunda, o sobre la fragilidad de la vinculación de la organización con las masas, que no ha sabido o no ha podido contrarrestar, a través de una presencia efectiva entre los movimientos sociales y sindicatos, la narrativa reaccionaria de los medios de comunicación. El PT ha llegado a estas elecciones con un proyecto de gobierno desdibujado, casi indefinido, con propuestas interesantes como la reforma agraria o un mayor control estatal sobre la economía a través del BNDES 3 y del Banco de Brasil que quedaban en un segundo plano frente a las acusaciones contra Bolsonaro, confiando únicamente en que una persona que hiciese semejantes declaraciones contra mujeres, homosexuales y pobres no podía ganar.

¿Y a quién representa Bolsonaro?

En el discurso identitario de ciertos sectores de la izquierda, Bolsonaro es el demonio. Es todo lo malo y sucio de este mundo tan bonito y encarna la maldad que quiere borrar de la faz de la tierra a las minorías «no normativas». Todo eso es, en cierta medida, cierto. Bolsonaro es un reaccionario de tomo y lomo, un individuo que, al menos en sus declaraciones hasta el momento, hace que Marine Le Pen parezca una monjita de la caridad, y un auténtico peligro para los derechos democráticos. Pero ni su llegada al poder responde a una campaña construida entorno a las minorías y sus derechos, ni los que le han votado lo han hecho por eso. No existe una dialéctica entorno a la «normatividad»: Bolsonaro está aquí para implantar el programa social y económico que la gran burguesía brasileña necesita para desencallar la economía del país según los estándares capitalistas, a costa de los intereses de la gran mayoría social brasileña.

Ya ha anunciado que su principal plan económico pasa por la privatización de empresas públicas, aunque aún no ha manifestado cuales. Todo parece indicar que su Ministro de Economía será el economista ultraliberal Paulo Guedes, reconocido discípulo de la llamada «Escuela de Chicago», el grupo de pensadores ultraliberales encabezado por Milton Friedman que colaboró estrechamente con el gobierno fascista de Pinochet. En campaña, se reunió con la patronal de la industria brasileña y cuenta con el respaldo de los mercados, incluidos grandes bancos españoles con intereses imperialistas en la región. Defiende abiertamente una política de austeridad y control del gasto público, que anticipa duros recortes en el gasto social, y pretende impulsar una reforma de las pensiones que, si se asemeja (y parece que lo hace) a la música que suena, por ejemplo, en España, puede ser un duro ataque contra los trabajadores del país carioca.

Electoralmente, esto se manifiesta en unos resultados aplastantes entre los votantes más ricos del país. Fue el más votado en el 94% de los municipios cuyos ingresos son considerados elevados en Brasil, mientras que Haddad ganó en 9 de cada 10 municipios golpeados por la pobreza. Haddad también ganó entre los sectores en riesgo de pobreza, mientras que Bolsonaro se hizo con el 66% de los votos de las rentas medias y altas. Entre las personas con estudios superiores, el 45% declaraba su apoyo a Bolsonaro, mientras que en los municipios golpeados por el analfabetismo era Haddad quien ganaba la mano. Coincide, además, que muchos de los municipios más deprimidos, donde se registran mayores tasas de pobreza y analfabetismo, son también los que tienen porcentajes menores de población blanca. Pero, al mismo tiempo, Bolsonaro ha contado con el respaldo público de personajes no-blancos, como Rivaldo o Ronaldinho. ¿No será acaso que el criterio de voto responde más a la extracción de clase que a ninguna identidad? ¿No será que la mayoría de la población negra brasileña ha votado a Haddad porque la mayoría de ellos son trabajadores que sufren pobreza y analfabetismo, y no sólo por tener tal o cual porcentaje de melanina?

Encuentro estatal del MST de Bahía. 11 de enero de 2017.

Las elecciones brasileñas y el futuro de la izquierda

A pesar de que todos los sondeos indicaban que lo más probable era que Bolsonaro se hiciera con la victoria, todavía había en parte de la izquierda una cierta ilusión ante la posibilidad de que Haddad, el candidato del Partido de los Trabajadores, diera la vuelta a la situación y terminará haciéndose con la victoria. ¿Las razones para ello? Sencillamente, que Bolsonaro era «demasiado malo» para ganar. Todo cuanto podía argumentar gran parte de la izquierda en cuanto a la elección Haddad-Bolsonaro pertenecía al terreno de la negación: es decir, que, al menos a nivel discursivo, el mensaje de la izquierda era, simplemente, decir lo contrario de lo que decía Bolsonaro.

Resulta difícil reunir a una mayoría social entorno a un proyecto cuando ese proyecto apenas tiene visión de futuro, y se limita a denunciar y oponerse a otro proyecto. Porque, nos guste o no ese proyecto – y, evidentemente, desde esta revista nos oponemos radicalmente a todo lo que representa Bolsonaro -, la derecha populista sí ofrece una visión de futuro a la sociedad. Una visión de futuro inspirada en el pasado, pero que aún así supone un cambio, una ruptura, con lo que hay ahora. Ya sea Pablo Casado con la ley del aborto de 1985 en España, o Jair Bolsonaro con la Dictadura Militar de 1964-1985 en Brasil, o Trump con los años dorados del Imperio estadounidense, todos ellos ofrecen un cambio.

Gran parte de la izquierda idealiza el desarrollo histórico como un proceso lineal, en el que siempre se avanza. Por eso, no conciben la posibilidad de que un movimiento reaccionario pueda ofrecer un cambio. En esta concepción de los procesos históricos, los cambios solo pueden ser hacia mejor, hacia delante. Lo otro, los movimientos reaccionarios, no tienen cabida. Y, sin embargo, nos encontramos con que en gran parte del mundo, son los movimientos reaccionarios los que son capaces de sumar mayorías sociales e imponer su agenda.

Frente a ellos, la izquierda aparece como una fuerza anquilosada, como una garante del orden existente: si analizamos el discurso y el proyecto de las fuerzas mayoritarias de izquierda en todo el mundo, incluso las de la izquierda (autodenominada) radical, es difícil encontrar planteamientos de transformación de la realidad. En su lugar, lo que encontramos es un proyecto destinado a extender las conquistas sociales a los sectores que, de una forma u otra, en mayor o menor medida, se ven excluidos de ellas. La sociedad ha alcanzado su máximo grado de desarrollo, y ahora se trata de que ese desarrollo sea homogéneo y llegue a todos sus integrantes.

En un mundo en el que esas conquistas sociales están en retroceso, en el que sectores cada vez mayores de la población ven cómo sus condiciones de vida están en peligro, y el futuro parece amenazante, construir una mayoría social exige forzosamente tener un proyecto transformador, un proyecto que dé seguridad porque tenga un contenido a largo plazo, un elemento superador. Dicho de otro modo, una narrativa universal: un sujeto colectivo, con unas tareas por cumplir. La izquierda siempre tuvo claras esas premisas: el sujeto colectivo era la clase obrera, y su tarea por cumplir era la superación del capitalismo. En la izquierda oficial, salvo honrosas excepciones como el PTB en Bélgica o el PCP en Portugal, apenas queda rastro de ello.

Al Partido de los Trabajadores le toca ahora una larga travesía por el desierto, que será más larga cuanto más tarde en hacer un balance de errores y aciertos, un análisis serio de lo que ha supuesto el ciclo de Lula y Dilma para el país y para la organización. Ahora le corresponde, en primer lugar, prepararse para resistir la durísima ofensiva que la derecha reaccionaria va a lanzar contra las fuerzas progresistas brasileñas. No va a ser un trabajo sencillo: Bolsonaro ha manifestado claramente su voluntad de encarcelar y perseguir a los dirigentes del partido, y sus seguidores ya han cometido agresiones y asesinatos de militantes y activistas de izquierdas. Resistir la oledada pasará por ser capaces de organizar una resistencia colectiva, democráctica, en defensa de los derechos y libertades civiles, que pueda sumar a la mayoría social del país. Muchos de los votantes del propio Bolsonaro difieren de su discurso autoritario y ultrarreacionario: será un reto, pero un reto necesario, ser capaces de sumarlos a un frente amplio de resistencia democrática.

Y, a partir de esa posición de fuerza, de resistencia, de defensa de la democracia brasileña, tocará ser capaces de articular nuevamente un proyecto capaz de sumar a una mayoría social del país: si el PT se conforma con adoptar una posición de simple crítica y oposición a Bolsonaro, asumirá su marco discursivo y se verá acorralado. Podrá derrotar todo lo que representa, pero no podrá superarlo. Para superarlo, para devolver a Bolsonaro y su discurso al basurero de la historia al que pertenece, necesitará construir un proyecto alternativo, un proyecto capaz de dar respuestas claras y efectivas a los problemas de la mayoría de los brasileños. Un proyecto que recoja los logros de la etapa lulista, pero que supere también sus errores y limitaciones. Un proyecto que piense a largo plazo, en un Brasil por y para los trabajadores, sean mujeres, negros, jóvenes, viejos… En su favor juega el hecho de que, a pesar de que más de 50 millones de brasileños hayan comprado su discurso fascista, han sido muchos más los que no se han dejado embaucar. No sólo los 47 millones de personas que confiaron, a pesar de todo, en Haddad y en el PT, sino también los más de 42 millones de brasileños que se abstuvieron o votaron blanco o nulo. Brasil no se ha entregado a los brazos de una locura fascista, pero sí ha dado un toque de atención a las fuerzas progresistas del país. Corresponde tomar nota y prepararse para evitar que Bolsonaro destruya todo lo que se ha conseguido, al tiempo que planificar y preparar la próxima fase de transformación social del país.

Las victorias de Trump, Salvini, Bolsonaro y demás fuerzas reaccionarias deben servir como detonante para reorientar el discurso de la izquierda, en Brasil y en el resto del mundo, recuperar un programa de transformación con la clase obrera como eje fundamental, y empezar a sumar mayorías sociales entorno a un cambio progresista. La capacidad de articular esas mayorías pasa inevitablemente por recuperar la lucha de clases en su espacio natural: los centros de trabajo. La difusión de las ideas socialistas, la organización de la clase obrera, la movilización, ya sea defensiva o a la conquista de nuevos derechos, tienen que empezar por los centros de trabajo, porque es ahí donde se construye la sociedad, de donde emana toda la escala de valores y opiniones que luego se extiende al bar, a la Universidad, al mercado o a cualquier sitio. Seguiremos retrocediendo hasta que empecemos a reaccionar: porque los procesos históricos no son lineales, ni «los buenos» ganan porque si. Más bien al contrario: como dijo Bertolt Brecht, escritor comunista alemán, «para que el mal triunfe, basta con que los hombres buenos no hagan nada». Manos a la obra, pues.

Notas

  1. Una búsqueda a simple vista arroja datos según los cuales la industria representa entre un 25 y un 30% del PIB de Brasil actualmente (https://www.britannica.com/place/Brazil/Manufacturing). Sin embargo, los datos del Banco Mundial parecen diferir. Es probable que esto se deba a un sesgo ideológico muy frecuente al analizar la situación general de la industria, por el cual, interesadamente y para ahondar en la idea de que la clase obrera industrial está en desaparición, se engloban determinadas actividades económicas industriales en otros sectores, especialmente el terciario. En ese caso, es probable que el porcentaje que representaba la industria en Brasil en 1989 fuera mayor. Sea como fuere, sí que parece que una desindustrialización puede haber tenido lugar en el contexto económico brasileño contemporáneo
  2. El real es la moneda brasileña. En 2014 cotizaba aproximadamente a 0.3 euros
  3. Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, una banca pública que como su nombre indica ofrece préstamos a bajo coste para fomentar la actividad económica del país

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