Hoy se cumplen cien años de que la conocida en su día como «Gran Guerra» llegase a su fin mediante la firma del armisticio de Compiègne, el 11 de noviembre de 1918, con la victoria de la Triple Entente y sus aliados, sobre Alemania y las Potencias Centrales. Por el camino de la Primera Guerra Mundial quedaron más de quince millones de muertos (entre tropas militares y civiles), grandes hambrunas y penalidades entre las poblaciones de los países combatientes y una devastación hasta entonces desconocida para la humanidad. Sin embargo, un siglo después hemos podido comprobar que esta contienda no fue un accidente de la Historia y que los motivos que la dieron lugar siguen latentes en las sociedades actuales.
¿Cuáles fueron éstos? Incluso la historiografía más difundida sitúa los elementos económicos y geoestratégicos en el cogollo de la cuestión. Choques entre potencias imperialistas acontecen por todo el planeta. Rivalidades financieras, territoriales y geopolíticas devuelven al mundo a una tensión que parecía atenuada durante la etapa en que la diplomacia de Bismarck, el Canciller de Hierro, había dominado las relaciones internacionales (e incluso esa época fue bautizada como «paz armada»).

Que las grandes potencias se han repartido el mundo a lo largo de la Historia no es ya novedad alguna. La propiedad de la tierra, los recursos naturales, la situación geográfica, y, sobretodo, el acceso a los mercados, han estado en el centro de todos los grandes choques y que éstos se han tornado en conflictos bélicos en numerosas ocasiones también se encuentra fuera de toda duda. Seguramente, habrá quien aun sostenga que el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo el 28 de junio de 1914 por los nacionalistas serbios es el detonante de dicho conflicto armado a gran escala, pero lo cierto es que este acontecimiento sólo fue la punta del iceberg, más bien usado como pretexto para desencadenar el conflicto en un momento donde las fricciones -y especialmente en el viejo continente- venían tiempo acrecentándose desde los inicios del siglo XX. Revoluciones como la de Rusia en 1905, las dos guerras balcánicas entre 1912 y 1913, la puja por el dominio del continente africano y, sobre todo, el conflicto marroquí con Francia, Alemania, Inglaterra e incluso España de por medio, etc, dejaban entrever que los equilibrios internacionales estaban cerca de romperse una vez más.
La Primera Guerra Mundial fue la consecuencia de una lucha encarnizada por un nuevo reparto de La Tierra donde los «nuevos Imperios» derrocarían a aquellos ya envejecidos e incapaces de mantener dentro del sistema capitalista internacional la primacía para seguir al frente de la carrera por el dominio mundial. Austria-Hungría, el Imperio Otomano, Rusia e incluso el Imperio Alemán (que entraría en la guerra como imperio y saldría como República) cederían sus puestos de mando a Francia e Inglaterra, principalmente, pero también a las nuevas potencias como Estados Unidos y Japón.
Entonces, si la pelea desatada por la riqueza y los recursos del planeta, por la posición más ventajosa en el orden económico y estratégico, por la expansión de la influencia de las grandes potencias, se localizan en el origen de los conflictos armados, ¿se puede sostener que la guerra a gran escala es cosa del pasado? Todo lo contrario. Si algo ha dejado claro el siglo XXI es que su predecesor no fue un siglo excepcional donde la sangre lo impregnó todo, sino que la guerra es un elemento que sigue muy presente en la actualidad. Esto adquiere mayor gravedad si tenemos en cuenta el enorme avance técnico-militar que ha experimentado la sociedad (destacando la bomba nuclear y las armas químicas) y que podría comprometer la vida de gran parte de la población del planeta.
Como dice Henri Houben «No siempre tiene por qué suceder lo peor. Pero retomemos las palabras de Ludwell Denny: las causas de las guerras son frecuentemente de orden económico o geoestratégico para permitir a una potencia y a su clase dirigente avanzar hacia la hegemonía; los pueblos deben saberlo y deben comprender igualmente que nunca saldrán victoriosos de estos conflictos.»
La competencia por las riquezas y por el marcado mundial siguen siendo alicientes muy peligrosos para la paz, para el progreso y para la vida de los pueblos. Y más cuando las injerencias de los países imperialistas se han pretendido hacer pasar como intervenciones en favor de la paz, de la estabilidad, del orden y los derechos humanos. Bajo este pretexto se han desmembrado países como Yugoslavia, derrocado o intentado derrocar regímenes y dirigentes democráticamente elegidos como en el caso de Cuba, Irak, Libia o Siria, financiado a organizaciones del terrorismo internacional como el DAESH, etc, para así expandir el dominio del imperialismo o frenar el de los competidores, especialmente China y Rusia, las dos potencias emergentes que están modificando el orden que se estableció tras la caída del bloque del Este y la desaparición de la Unión Soviética. Esto refleja una relación directa entre capitalismo y guerra. Y, por lo tanto, confiar en que quienes dirigen la sociedad actual van a erradicar este fenómeno tan destructivo sería como «dejar al lobo a cargo de las ovejas».
Que estos grandes países lleven décadas sin enfrentarse de forma directa entre sí, no debe interpretarse como el fin de los grandes conflictos. Existe en este sentido, una peligrosa corriente de opinión dentro de la izquierda internacional, en la que destacan Negri y Hardt, que pretende difundir la idea de que la paz es ahora el gran motor del desarrollo y que ha sido fuertemente denunciada desde el marxismo, en particular por el Presidente del PTB -Peter Mertens- en su conocida obra «La clase obrera en la era de las multinacionales». Ahí se recoge un extracto del libro «Imperio» de los dos autores arriba mencionados que dice lo siguiente: «La historia de las guerras imperialistas, interimperialistas y anti-imperialistas ha terminado. El fin de esa historia ha dado paso al reino de la paz. O, en verdad, hemos entrado en la era de los conflictos menores e internos.» (…) «Finalmente, debemos señalar que una idea de paz se halla en la base del desarrollo y expansión del Imperio. (…) Aquí, la naturaleza es la paz.» Cuando se leen o escuchan argumentos de este tipo, uno se pregunta en que mundo viven algunas personas… Desde luego no parece que en el mismo que habitamos la mayoría de los mortales.
Si hasta aquí hemos visto como la Primera Guerra Mundial fue fruto de las tensiones extremas entre potencias mundiales y que el resultado fue la reconfiguración del globo en base a los presupuestos impuestos por los vencedores y sellados en Versalles, también ha debido quedar claro que las razones para desencadenar un conflicto armado de estas características en nada guardaba relación con las necesidades y los intereses de la mayoría social de cada país. Todo lo contrario, en la guerra por ser el caballo ganador murieron los de siempre, los pobres, los trabajadores obligados a empuñar un fusil o a morir de hambre por una economía militarizada, y todo por defender los intereses de una minoría social que pretenden ser asociados con el «bien general». Nada más lejos de la realidad.

Tanto es así que la oposición a la Primera Guerra Mundial fue desarrollada predominantemente por parte del movimiento obrero organizado tanto sindical como político, en concreto, por la corriente marxista del mismo. Este factor es fundamental para entender el caso alemán durante la guerra (fruto de la agudización de la lucha de clases en el país), con grandes huelgas generales obreras e incluso un proceso revolucionario impulsado por las fuerzas de izquierdas clamando contra el fin del conflicto y la política imperialista del Kaiser y del resto de fuerzas parlamentarias incluídos los socialistas -de los cuáles los comunistas se desmarcarían definitivamente- que lo habían apoyado, aceptando la entrada en la guerra1 (como pasaría en el resto de países protagonistas). Al mismo tiempo, las revoluciones acontecidas en Rusia durante 1917, principalmente la de octubre, juegan un papel determinante en el fin de la I Guerra Mundial. Y no sólo por concertar la paz con Alemania a través del acuerdo alcanzado en Brest Litovsk, sino por los posicionamientos y la actividad en favor de la paz a lo largo de toda la contienda, logrando unir la voluntad popular de abandonar el conflicto con la toma del poder por parte de la clase obrera.
Así se expresaba Lenin en el famoso «Decreto sobre la paz» aprobado por el Segundo Congreso Panruso celebrado el día 8 de noviembre de 1917:
«El Gobierno Obrero y Campesino, creado por la revolución del 24 al 25 de octubre, y sacando su fuerza de los Sóviets de los Diputados Obreros, Soldados y Campesinos, propone a todos los pueblos beligerantes y sus gobiernos que inicien de inmediato las negociaciones conduciendo a una paz democrática justa. Una paz justa y democrática para la sedienta mayoría de trabajadores cansados, atormentados y agotados por la guerra y de todas las clases trabajadoras de todos los países beligerantes es una paz que los obreros y campesinos rusos han exigido tan fuerte e insistentemente desde el derrocamiento de la monarquía del zar, tal paz que el gobierno considera una paz inmediata sin anexiones (es decir, sin la toma de territorio extranjero y la anexión forzosa de nacionalidades extranjeras) y sin indemnizaciones.»

Los marxistas rusos supieron poner por delante los intereses de la mayoría trabajadora, la cual había sido arrastrada a una carnicería sin antecedentes, exigiendo una paz que, en este caso, sí expresaba los intereses generales. Al grito de «Pan, paz y tierra» tuvo lugar la primera revolución obrera de la historia, abriendo una puerta al futuro que ya no nos podrán cerrar.
Aquellos que aun sostienen que «paz y capitalismo» son cuestiones compatibles pretenden obviar que la guerra es consecuencia directa de las contradicciones propias del modelo social en el que vivimos. Ello nos lleva a concluir que luchar contra la guerra es luchar por la construcción de una sociedad libre de las causas que han originado la mayor parte de estos episodios. La paz es, por tanto, una aspiración de la mayoría social que no podemos depositar en otras manos, especialmente en la de aquellos que harán cuanto les resulte conveniente por mantener las cosas como están y continuar a la cabeza del capitalismo global en el que vivimos.
Notas
- Incluso después de haber declarado pocos años (1912) en Basilea que «consideraban la guerra europea que se avecinaba como una empresa «criminal» y archirreaccionaria de todos los gobiernos, que debía precipitar el hundimiento del capitalismo engendrando inevitablemente la revolución contra él. Llegó la guerra y estalló la crisis. En vez de aplicar una táctica revolucionaria, la mayoría de los partidos social-demócratas aplicó una táctica reaccionaria, poniéndose del lado de sus gobiernos y de su burguesía. Esta traición al socialismo marca la bancarrota de la II Internacional (1889-1914), y nosotros debemos tener una clara idea de qué es lo que ha provocado esta bancarrota, qué ha engendrado el socialchovinismo y qué le ha dado fuerza.» (V. I. Lenin, Tres artículos de Lenin sobre la guerra y la paz. Pekín: Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1976.)