Autor: Daniel Zamora
- Publicación Original: Should We Care About Inequality? – Daniel Zamora – Jacobin Magazine.
- Traducción: La Mayoría.
A raíz del impresionante éxito del libro El Capital en el siglo XXI, del economista Thomas Picketty, con más de 2.5 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, la desigualdad es percibida ahora de forma amplia, en palabras de Bernie Sanders, como «el gran problema moral de nuestro tiempo». Claramente, este cambio forma parte de una transformación más amplia de la política americana y europea a partir del crash de 2008 que ha convertido al ‘1%’ en objeto de creciente atención. El Capital de Marx es actualmente un bestseller en la sección «libre empresa» de la Kindle Store, Jacobin 1 se considera un lugar respetable para que te publiquen, y el socialismo ha dejado de ser percibido como una banda de rock fracasada tratando de volver a los escenarios cuando la «fiesta» ya ha terminado. Al contrario, si atendemos a las palabras de Gloria Steinem, un mitin de Bernie Sanders es ahora un «sitio en el que merece la pena estar», incluso «para las chicas».
Un examen más detenido, sin embargo, revela que no está totalmente claro hasta qué punto nuestro interés actual en la desigualdad (especialmente en la desigualdad de ingresos) encaja con las teorías de Marx, o con las ideas que dominaron los debates socio-políticos en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. De hecho, se podría argumentar que nuestro actual interés en la desigualdad de ingresos y de riqueza, aunque es crucial para cualquier agenda progresista, también olvida algunos de los aspectos más importantes de la crítica realizada al capitalismo en el siglo XIX. En aquel momento, «la desigualdad de ingresos» era un término elusivo y, en el mejor de los casos, subsidiario. De hecho, la «monetización» de la desigualdad es en realidad una forma relativamente reciente de ver el mundo – y, al margen de sus importantes puntos fuertes, es también una forma de entender el mundo que, como el historiador Pedro Ramos Pinto señaló, ha «estrechado» considerablemente la forma en que concebimos la justicia social.
La palabra ausente en El Capital
Posiblemente no haya una forma mejor de calibrar esta diferencia que acudiendo directamente a uno de los clásicos del socialismo: El Capital. Por sorprendente que pueda parecer, el término «desigualdad» per se nunca fue una categoría crucial para Marx – ni para los socialistas del siglo XIX, para la cuestión que nos trata. Es interesante que la propia palabra, dependiendo de las traducciones, aparece menos de cinco veces en la voluminosa obra maestra de Marx.
Nuestra propia concepción de la desigualdad, como un factor medido por la dispersión de ingresos y riqueza entre individuos en lugar de entre factores de la producción, como trabajo y capital, sólo se difundió décadas después de la muerte de Marx en 1883. Como argumenta Branko Milanovic, durante mucho tiempo, si asumías que «todos los trabajadores se encuentran en situación de subsistencia, todos los capitalistas son ricos, y los terratenientes son aún más ricos», simplemente no tenía sentido pensar en la desigualdad en un nivel inter-individual2. A ningún pensador hasta finales del siglo XIX se le había ocurrido siquiera clasificar a cada individuo por ingresos totales para medir la distribución. Para ellos, las diferencias entre clases, más que entre individuos, eran lo importante. Sólo a raíz del trabajo del sociólogo italiano Vilfredo Pareto (más tarde simpatizante fascista) aparecieron realmente las herramientas para medir la desigualdad tal y como las conocemos hoy en día.
Obviamente, Marx pensó que el capitalismo era un sistema que asignaba los recursos de la sociedad de una forma dramáticamente desigual. En el capítulo 253 de El Capital, en el que estudia la «ley de la acumulación capitalista», el filósofo escribió su famosa cita «la acumulación de la riqueza en un polo» es «al propio tiempo, pues, acumulación de miseria, tormentos de trabajo, esclavitud, ignorancia, embrutecimiento y degradación moral en el polo opuesto». En la misma línea, Marx pensaba que el capitalismo sólo podía existir en una sociedad en la que «que se enfrenten y entren en contacto dos clases muy diferentes de poseedores de mercancías»; de un lado los propietarios de los «medios de producción» y «subsistencia», y del otro, «trabajadores libres», aquellos que no tienen más que «la fuerza de trabajo propia» para vender. En otras palabras, el capitalismo presupone «la escisión entre los trabajadores y la propiedad sobre las condiciones de realización del trabajo». Desde esa perspectiva, el propio capitalismo, para Marx, estaba basado en una desigualdad primordial en el acceso a la propiedad, alcanzada a través de la expropiación violenta que se conoce como «acumulación primitiva«.
Incluso así, sin embargo, Marx analizaba la desigualdad en términos de clases que son producidas por el capitalismo, en lugar de en términos individuales. Para Marx, según parece, el problema no era exactamente como los ingresos se distribuían entre la gente sino como el capitalismo, en sí mismo, tendía inherentemente hacia el empobrecimiento de los trabajadores y la producción de una «población relativamente redundante de trabajadores». En ese sentido, como Samuel Moyn señala, resulta bastante evidente que Marx nunca llegó a abrazar ninguna concepción de una «igualdad distributiva» porque, en el marco del capitalismo, siempre sería «rehén de la dominación de clase». En su lugar, el trató de imaginar una sociedad post-mercado. Desde luego, los ideales de Marx nunca se convirtieron en realidad en la Europa occidental o en los Estados Unidos, pero sus análisis sobre las causas de la desigualdad, arraigadas en la rica literatura de los pensadores y economistas del siglo XIX como Eugène Buret o Charles Fourier, resultaría ser una influencia perdurable en la forma en como se aborda la cuestión de la desigualdad, mucho más allá de los círculos autoproclamados como marxistas.
La guerra capitalista contra la igualdad
Después de la Segunda Guerra Mundial, si la cuestión de la igualdad importaba a los políticos y a los pensadores, ninguno de ellos llegó a separarla realmente de la cuestión del mercado. No porque fuera un asunto secundario para ellos – más bien todo lo contrario. Más bien, se debía al hecho de que la «desigualdad» raramente se concebía de forma independiente de la cuestión sobre el papel que el mercado debía ocupar en la sociedad.
Esta conclusión no era nueva. Ya en 1841, cuando el periodista y economista francés Eugène Buret escribió uno de las primeros análisis generales sobre las causas de la pobreza en el pujante orden industrial, afirmó que «si la miseria existe», es porque progresa «al mismo ritmo que lo hace la riqueza»; crece «bajo la influencia de las mismas causas». Para él, estaba claro que un orden económico en el cual el principio del «laissez-faire» era dominante había moldeado la sociedad de forma que «la extrema libertad de los ricos y poderosos» se paga a costa de la «servidumbre de los pobres y débiles». Su libro, titulado De la misère des classes laborieuses en Angleterre et en France4, se convertiría en una obra extremadamente influyente, defendiendo la creación de «instituciones justas» que deberían buscar la limitación del principio de laissez-faire y poner fin a lo que el llamó la «desesperada» y «cruel» «teoría del trabajo como mercancía».
Sería por lo tanto poco sorprendente que, más de un siglo después, el sociólogo británico T.H. Marshall escribiera que la «igualdad básica» no puede «ser creada y preservada sin invadir la libertad del mercado competitivo». Para Marshall, que nunca fue marxista – aunque, al contrario que Keynes o Beveridge, sí fue miembro del Partido Laborista – seguía estando claro, incluso en el siglo XX, que «la ciudadanía y el sistema de clases capitalista están en guerra».
El descrédito del liberalismo económico del siglo XIX era tan profundo que la idea de la igualdad siempre se integró dentro de un marco más amplio de un mundo post-laissez-faire. Por lo tanto, las instituciones que constituyeron la base de los modernos estados del bienestar estaban, desde su misma concepción, destinadas a limitar la esfera del mercado con el objetivo de alcanzar una sociedad más igualitaria. En ese marco, por citar a Steven Fraser, lo que entonces se entendía como «la cuestión laboral» significaba «no solo alterar permanentemente las relaciones entre trabajo y capital, sino, al hacerlo, eliminar la inmoralidad de la explotación, la desigualdad social y el antagonismo producido por grande concentraciónes de riqueza, la amenaza al sistema democrático que representaba el despótico poder corporativo y el vil metal, e incluso las causas de la guerra mundial imperialista.»
Salvando el alma de la humanidad
El problema señalado por Fraser – extendiendo la cuestión de la desigualdad más allá del ámbito monetario – también tenía una profunda dimensión moral y política. Para un importante número de pensadores progresistas que habían experimentado los trastornos sociales provocados por el nacimiento de una «sociedad de mercado» en el siglo XIX, crear instituciones diseñadas para limitarla era también una forma de preservar un orden verdaderamente democrático y algunos valores humanos fundamentales.
Como el historiador Tim Rogan señala en The Moral Economists, el hecho de que las «preocupaciones sobre la desigualdad» ocuparan un espacio clave en las críticas al capitalismo es un fenómeno relativamente reciente. En realidad, según afirma, «durante la mayor parte de los siglos XIX y XX» lo más importante para figuras como Polanyi, R.H. Tawney o incluso E.P. Thompson era la «desolación moral y espiritual» del capitalismo. Para estos pensadores, la sociedad del laissez-faire absoluto no sólo aparto la distribución de la riqueza y los recursos del debate político, sino que también alteró la propia naturaleza de las transacciones sociales. La expansión de la esfera económica había «desgarrado» toda relación o lazo que no se basara en términos del puro «interés escueto» del «dinero contante y sonante» y había ahogado, como Marx escribió en una ocasión, «el santo temor de Dios, … la devoción mística y piadosa» con «…el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas.»
Incluso la forma en que experimentamos el tiempo, como se explica en los escritos de E.P. Thompson, sufrió un profundo cambio. El tiempo, en lugar de «pasar», como en las economías pre-capitalistas, ahora «se gasta» y por tanto puede «desperdiciarse». Las horas de trabajo no sólo han aumentado considerablemente – siendo más del doble de las que sufrían los campesinos en la Edad Media – sino que los estándares de vida también se deterioraron, en un primer momento, con el gran éxodo hacia los núcleos urbanos en los que la fuerza de trabajo se amontonaba en condiciones infames. Finalmente, Para aumentar la productividad, la calidad del trabajo en sí se deterioraría considerablemente: la taylorización ha transformado al hombre en un simple «accesorio para la máquina», como en la célebre película de Charlie Chaplin, Tiempos Modernos, donde todo su cuerpo se ve sujeto a los ritmos de la fábrica buscando el efecto cómico.
Tanto en lo que concierne a la producción, al trabajo, o en términos generales a las relaciones humanas, la «sociedad de mercado», como defendía Polanyi, era vista como una amenaza para las políticas democráticas al permitir que fuera el mercado el que diera forma al orden social en lugar de que ocurriera al contrario. Más que un mero truco retórico, esta «crítica moral» y política impactó profundamente a los políticos y a los pensadores; el Estado del Bienestar tenía que ser algo más que una simple herramienta para la redistribución.
Fue precisamente por esta razón por lo que pensadores como Richard Titmuss pudieron afirmar que el objetivo de un estado del bienestar europeo debía ser inculcar y preservar el denominado «espíritu de Dunquerque». El rescate de miles de soldados británicos de la costa francesa en mayo-junio de 1940 por una flotilla de cientos de barcos civiles tuvo un tremendo impacto en el pueblo británico. Titmuss, un científico social británico y fundador del estudio de la «política social», vio en este «espíritu» la semilla de una «sociedad generosa» venidera. Como escribió en el verano de 1940, con Dunquerque, «el ánimo de la gente cambió y, en una respuesta empática, también cambiaron los valores. Si los peligros iban a afrontarse conjuntamente, entonces los recursos también debían compartirse».
Sin embargo, el nuevo orden no trataba sólo de simple redistribución, sino de crear instituciones democráticas que abolieran lo que Beveridge llamó los cinco «grandes males» (avaricia, ignorancia, enfermedad, miseria y pereza) y promovieran la solidaridad más allá del contexto de la guerra. El Estado del Bienestar, por tanto, debía ofrecer no sólo una poderosa herramienta para el igualitarismo, sino también la promesa de una sociedad radicalmente nueva, cerrando el capítulo de los horrores de la guerra y la explotación del siglo XIX.
Una nueva forma de propiedad
El «espíritu de Dunquerque» otorgó al estado un rol clave a la hora de garantizar derechos sociales fundamentales a su población (derecho a la sanidad, a la educación, al trabajo, etc…). Una parte creciente de los salarios eran ahora socializados para financiar sistemas de protección social a gran escala y se imponían altas tasas impositivas a los miembros más ricos de la sociedad, dedicándose los ingresos a crear servicios públicos que constituirían una nueva «propiedad social». Este concepto, en uso en Francia a partir de finales del siglo XIX, era visto como la solución a los peligros de guerra civil que amenazaba a una sociedad en la que sólo los propietarios tenían garantizada una ciudadanía plena. Como demostró el sociólogo francés Robert Castel, el objetivo era construir, en paralelo a la existente propiedad «privada», una forma de propiedad «social» que haría «accesibles a los no-propietarios una serie de recursos no asociados a la posesión directa de un patrimonio privado, sino al derecho de acceso a unos bienes y servicios colectivos que tienen un propósito social».
Según Castel, uno de los aspectos más originales de estas nuevas instituciones de protección social y servicio público era que «esta forma de propiedad no está constituida y no circula en el contexto del intercambio mercantil». También estaba sujeta al gobierno democrático. En cierto modo, por tanto, es importante entender las instituciones del estado del bienestar como una extensión del imperativo democrático, convirtiendo la reproducción física de los individuos en un asunto de elección política. Esto hizo posible decidir colectivamente qué clase de humanidad crearía la sociedad.
Desde luego, la orientación basada en el trabajo de estas nuevas instituciones confiaba esencialmente en la labor no retribuida de las mujeres como trabajadores domésticas en hogares sostenidos por el «salario familiar fordista». En consecuencia, en un grado variable en función del país, dio forma a un modelo de ciudadanía con aspectos excluyentes significativos para las mujeres o la fuerza de trabajo inmigrante. Sin embargo, en contraste con los sistemas de protección social del siglo XIX, esta nueva arquitectura social se organizaría, y esto es muy importante, contra el mercado, en lugar de actuar dentro sus márgenes. Más importante aún: las demandas y luchas por su universalización efectiva se intensificaron en las décadas posteriores a la guerra, extendiendo lentamente sus beneficios a sectores más amplios de la población.
Esta perspectiva crecería gradualmente en Europa (y en menor medida en los Estados Unidos) hasta constituir la base de lo que T.H. Marshall denominó una «ciudadanía social». Estas instituciones, según pensaba, no estarían pensadas simplemente para «disminuir las obvias molestias de la miseria en los estratos más bajos de la sociedad», sino que asumirían «la forma de una acción modificadora de todo el modelo de la desigualdad social». «Ya no se trata de aumentar el nivel del suelo en el sótano del edificio social», continuaba, «dejando la superestructura intacta. Hemos empezado a plantear la remodelación del edificio entero». Esta nueva forma de entender el papel del estado se extendió por todo el mundo.
En 1944, la Declaración de Filadelfia, que reafirmaba los objetivos de la Organización Internacional del Trabajo, declaró que «el trabajo no es una mercancía» y que «la extensión de la seguridad social» era un objetivo fundamental. Para 1946, la constitución de la Organización Mundial de la Salud mencionaba el «máximo nivel alcanzable de salud como un derecho», y, a finales de los años 50, el economista sueco y ganador del premio Nobel Gunnar Myrdal hacía un llamamiento para establecer un «Estado del Bienestar mundial». Como Samuel Moyn defiende en su último libro, mientras la descolonización continuó a buen ritmo, «los nuevos estados nacidos de la lucha contra el imperio tendía a tener sueños cada vez mayores en lo relativo a su propio bienestar nacional, inspirándose en ideales igualitarios». Los líderes post-coloniales como Jawaharlal Nehru, Kwame Nkrumah o Leopoldo Sedar Senghor se comprometieron a convertir en una realidad esa promesa de bienestar más allá de las fronteras del mundo imperial.
Si bien apenas se libró de las críticas, el ideal de la universalización de estas instituciones siguió siendo dominante hasta mediados de los años 60. El compromiso con la igualdad estaba por tanto fuertemente arraigado en un marco más amplio de «derechos sociales» y ciudadanía, en lugar de abordarse únicamente desde la perspectiva de la distribución de ingresos.
Sin embargo, el advenimiento de la denominada «sociedad opulenta» y las excesivas ilusiones que generó en relación con la distribución de los beneficios derivados del crecimiento económico, fueron alejando poco a poco a la desigualdad del eje central de la política. En su bestseller de 1958 The Affluent Society5 incluso John K. Galbraith destacaba el «evidente… declive del interés en la desigualdad como un problema económico». El increíble aumento de la producción, según creía, había funcionado como una «alternativa a la redistribución». Lo que iba a llamar la atención pública a comienzos de los años 60 era más bien la pobreza remanente «dentro de la opulencia». Este aumento de la preocupación por la pobreza no iba a provocar, sin embargo, un renacer del compromiso anti-mercado que había caracterizado el siglo XIX. En su lugar, provocaría una reformulación radical de las ideas sobre la justicia social. El gran problema ya no era la desigualdad, sino únicamente la pobreza.
El giro hacia la «pobreza»
Cuando Michael Harrington publicó el que se convertiría en su libro más popular, The Other America, en marzo de 1962, su propósito era en esencia disputar las premisas de las políticas sociales y las categorías de la época de posguerra. Para Harrington, cuyo libro vendería más de un millón de copias, los pobres de América habían «perdido las ganancias sociales y políticas de los años 30». Los programas de bienestar social, según defendía, ya no eran una solución, sino parte del problema. En contra de la visión dominante de su época, pensaba que las instituciones de bienestar de la posguerra, el salario mínimo, las leyes laborales, o los sindicatos, no estaban diseñadas para los pobres e incluso contribuían a su «marginalización». Su «otra» América estaba «más allá del Estado del Bienestar».
Lo que en principio era un análisis estadístico sobre la persistencia de la pobreza en la «rica» América, publicado en un número de 1959 de Commentary, rápidamente se convirtió en una crítica más profunda sobre cómo la pobreza se había concebido desde el siglo XIX. La idea que el libro popularizó era que la «pobreza» ahora era una condición «específica», desvinculada de las cuestiones del trabajo, la desigualdad o el mercado. Este argumento era relativamente nuevo, ya que en los años 50 nadie habría imaginado a los «pobres» como un sector de la población con sus propias dinámicas. Basándose en el trabajo del antropólogo Oscar Lewis, Harrington defendía que ser pobre era como ser «un extraño en tu propia tierra, creciendo en una cultura que es radicalmente diferente de aquella que domina la sociedad». Era, en su opinión, «el elemento de análisis más importante» del libro.
En ese sentido, la cuestión de la pobreza, tal y como surgió a principios de los años 60, demostraría ser cualitativamente diferente a la forma en que se había planteado en el siglo XIX. Parecía estar, por encima de todo, no intrínsecamente, sino extrínsecamente vinculada a la vieja división de la relación capital-trabajo.
La cuestión de la pobreza fue desvinculada de la cuestión de la explotación. No por accidente las palabras «explotación», «mercado», «socialismo» o incluso «desigualdad» apenas aparecen en el libro de Harrington – una clara ruptura con los pensadores del siglo XIX que nunca disociaron todos estos conceptos. Pero, desde luego, si los pobres constituyen un colectivo que «forma un sistema diferente», ese grupo también representa un problema específico. Así, como Dwight Macdonald defendía en su análisis seminal del libro en 1963, «la desigualdad no es necesariamente una cuestión social importante per se»; «la pobreza sí lo es». Para Macdonald resultaba evidente que el objetivo principal era ahora «establecer un suelo social», y no un sistema como la Seguridad Social6 que, según creía, simplemente perpetuaba «las desigualdades» provocando que «los pobres siempre sean pobres».
Para comienzos de los años 70, tanto en Estados Unidos como en Europa, el auge espectacular del «asunto de la pobreza» fomentaría en gran medida una visión de la justicia social basada en una concepción monetaria de la pobreza. Así, el foco en establecer un «suelo social» por debajo del cual nadie pudiera caer desplazó rápidamente cualquier debate sobre construir «techos sociales» o reducir la dependencia del mercado. Propuestas de ingresos garantizados y programas de impuestos negativos se hicieron populares entre los legisladores y partidos políticos a lo largo de todo el espectro político, como una vía para combatir la pobreza sin poner ningún énfasis en la intervención macroeconómica a gran escala y los complicados sistemas de bienestar social.
Hubo multitud de debates en este periodo sobre las definiciones de la pobreza y de las «necesidades», dando paso a ambiciosos programas de estudio para medir y comparar los niveles de pobreza en todo el planeta. En Francia, el funcionario Lionel Stoléru, que había estudiado la idea de un impuesto negativo propuesta por Milton Friedman en el Instituto Brookings en 1970, ofreció un conveniente resumen de este giro conceptual. Según su visión, centrarse en la «pobreza» era la única política social razonable en el marco de un sistema de mercado libre. Si siguiéramos una política destinada a reducir la desigualdad afectaríamos inevitablemente al «corazón del dinamismo de la economía de mercado». Un programa dirigido específicamente contra la pobreza, por otro lado, tal y como defendía el propio Friedman, «operando a través del mercado», no «distorsionaría el mercado ni dificultaría su funcionamiento», como sí lo hacían los programas keynesianos.
En este nuevo enfoque de la justicia social, preservar el mercado y los mecanismos de libre fluctuación de los precios era una cuestión fundamental. Si los mercados creaban una consecuencia no deseada, como una malas condiciones de vivienda, la solución debía limitarse a realizar transferencias de dinero en lugar de emplear servicios públicos (vivienda social) o regulaciones estatales (control del alquiler). Como Friedman defendía en una época en la que todavía admitía tener «fuertes inclinaciones igualitaristas», lo que la gente «normalmente achaca a los problemas de vivienda» y por tanto al mercado, «en realidad son los costes sociales de la pobreza». El principio general, por tanto, debía ser confiar por completo en «el uso del sistema de precios para la distribución de bienes» y, cuando pudiera ser necesario, «conseguir cambios en la distribución de los ingresos».
La pobreza, en todo el mundo
A un nivel global, esta visión «compatible con el libre mercado» de la pobreza fue difundida de forma entusiasta a través de las instituciones internacionales. Uno de los arquitectos centrales de esta evolución fue Robert McNamara. Secretario de Defensa durante los gobiernos de Kennedy y Johnson, fue nombrado director del Banco Mundial en 1968, después de jugar un papel clave en la escalada bélica de la guerra de Vietnam.
Durante su etapa como presidente de esta institución, McNamara articuló una estrategia anti-pobreza que difería significativamente de los enfoques previos. Según su visión, la pobreza podía ser una parte fundamental de la estrategia del Banco Mundial si este se centraba no en la redistribución per se, sino en «ayudar a los pobreza a desarrollar su potencial productivo». «La justicia social se globalizó y al mismo tiempo fue minimizada», argumenta Moyn, fomentando el establecimiento de un «suelo social» por debajo del cual «nadie puede caer», pero en claro contraste con las narrativas igualitaristas de los líderes postcoloniales.
Para los años 80, el enfoque de McNamara se había extendido a otras instituciones internacionales. La OCDE, por ejemplo, llamó a poner fin a la extensión de los programas sociales y a evitar que la igualdad se convirtiera «en un fin en sí misma», ya que esta sólo debía considerarse «una herramienta en la lucha contra la pobreza». Para los 90, la ONU, que en 1996 decretó el primer año internacional para la erradicación de la pobreza, también se cuidaba de enmarcar su agenda contra la pobreza dentro del objetivo mayor de crear un «entorno económico favorable para el crecimiento». Lo que eso significaba, tal y como se afirmaba en las recomendaciones de la Cumbre Mundial para el Desarrollo Social de 1996, era el establecimiento de «un marco de políticas macroeconómicas estables… que incluiría el control de la inflación, liberalización del comercio, promoción de la producción agrícola, liberalización de los precios de los productos agrícolas, fomento del sector rural, eliminación de trabas para el mercado laboral como restricciones en la movilidad de la fuerza de trabajo, y garantizar que los subsidios benefician a los necesitados».
En realidad, la implementación de estas políticas «anti-pobreza» solía ir acompañada por planes de «ajuste estructural» y llamamientos a la privatización de los servicios públicos que se habían considerado, apenas unas décadas antes, un aspecto crucial de una sociedad más justa. La justicia social ya no sería concebida como una forma de protección ante las desigualdades generadas por el libre mercado, sino como una intervención destinada a permitir que todo el mundo participe en el mismo. La lucha contra la pobreza, por tanto, ha funcionado principalmente como una política para la gestión de las crecientes desigualdades, en lugar de tratar de limitar esas mismas desigualdades. Así, no es sorprendente que se haya convertido en la política social predilecta de esta era neoliberal.
Desde esa perspectiva, lo que ocurrió en los años 70 era más que un simple desplazamiento lateral de los conceptos relacionados con la desigualdad de ingresos. Los propios fundamentos sobre cómo pensamos acerca de este fenómeno se vieron profundamente afectados. Con el aumento de una preocupación focalizada en la «pobreza», la crítica del mercado fue desapareciendo progresivamente de nuestra visión de la justicia social.
La desigualdad, ¿Redescubierta?
La desaparición desde hace años de la desigualdad como un problema central llegó a su fin durante el movimiento Occupy Wall Street con el uso demoledor de los datos recogidos y «estilizados» durante los años previos por expertos como Tony Atkinson, Thomas Piketty, o Emmanuel Saez. En efecto, la extensión de la propia desigualdad se conocía desde hace tiempo, pero como Atossa Araxia Abrahamian señaló recientemente, «no le quitaba el sueño a demasiados expertos».
El triunfo del eslogan del «99%» cambió ese estado de ánimo y se implantó en el imaginario colectivo, creando las condiciones para nuestra fascinación actual con la cuestión de la desigualdad. Sin embargo, como dice Ramos Pinto, este éxito no inició una ruptura con el enfoque mayoritario sobre los aspectos cuantitativos y económicos de la desigualdad. Por el contrario, mientras que el enfoque en la desigualdad representa una mejora con respecto al enfoque previo sobre la pobreza, aún limita el campo visual fundamentalmente a «intereses personales» y su «relación con el potencial para la movilidad en el nivel de ingresos» en lugar de estudiar las categorías y relaciones políticas subyacentes. El debate permanece estancado, centrándose en «las consecuencias, en lugar de buscar las causas».
La pregunta a la que nos enfrentamos, entonces, debería ser de qué modo debe preocuparnos la desigualdad. En efecto, dependiendo de la forma en que concibamos esta, las soluciones que podemos imaginar pueden variar enormemente. Si nos atenemos a una visión limitada a sus efectos, y por tanto centrada en una desigualdad limitada estrictamente a los ingresos, podríamos aumentar la igualdad reduciendo la brecha entre ricos y pobres.
Sin embargo, esto podría hacerse perfectamente sin afectar al propio mercado – mediante un aumento de las oportunidades de mercado para todo el mundo, permitiendo que la gente obtenga el máximo beneficio de él. La única diferencia entonces sería que los ricos no podrán gastarse millones de dólares en retretes de oro macizo. Esto, desde luego, nos ofrecería un mundo mejor, pero seguiría siendo un mundo en el que todos dependemos del mercado para conseguir los bienes que necesitamos o deseamos; un mundo donde el juego económico sigue siendo despiadado pero en el que ninguno de nosotros debería temer las privaciones materiales. No es exactamente lo que se consideraba «el espíritu de Dunquerque». Este es un mundo que, en realidad, ninguno de los pensadores socialistas del siglo XIX habría imaginado jamás a causa de su fuerte convicción de que la desigualdad era un problema del laissez-faire.
Este mundo diferiría enormemente de aquel en el que la igualdad se alcanzase principalmente a través de la desmercantilización y la democratización de los bienes como la sanidad, la educación, el transporte público, la energía… – un mundo que, mediante la socialización y la garantía de acceso a los aspectos fundamentales de nuestra existencia, reduciría la dependencia del mercado y por tanto atacaría a la causa primaria de la desigualdad. Durante mucho tiempo, este proyecto no fue considerado indignantemente utópico, incluso por parte de los reformistas más moderados. Al contrario, para muchos de ellos las políticas progresistas no trataban sólo de mejorar las condiciones materiales de los trabajadores, sino, más importante aún, de ofrecerles la promesa de una sociedad más democrática y humana. Y fue sin duda esta prometedora visión del futuro la que en diciembre de 1942 motivó a miles de personas a hacer cola en el frío para comprar copias del áspero y técnico documento conocido como «Informe Beveridge», con ventas que alcanzaron las 635.000 copias.
Uno podría preguntarse, desde luego, por qué deberíamos esperar más que una reducción de la desigualdad de ingresos en una época en la que incluso este modesto objetivo parece imposible de alcanzar. Aún así, en las postrimerías del «fin de la Historia», la audacia ideológica ha regresado de forma sorprendente – principalmente con un aspecto ultraderechista y xenófobo. En mitad de este vuelco dramático, la Izquierda quizá debería superar su estrecho compromiso con la igualdad de ingresos, y promover una visión más audaz de un mundo más allá de la utopía del libre mercado. El poder de las «grandes ideas» es que no sólo se dedican a redistribuir algunas cartas, sino a alterar de forma profunda las reglas del juego. «Un momento revolucionario en la historia mundial», señaló Beveridge, es «una época para las revoluciones, no para poner parches».
Notas
- NdT: Revista de análisis y divulgación socialista estadounidense
- NdT: a escala comparativa entre individuos.
- NdT: La Ley General de la Acumulacion Capitalista, capítulo 23 en la edición en Castellano de Siglo XXI Editores (traducción de Pedro Escarón).
- NdT: «Acerca de la miseria de las clases trabajadoras en Inglaterra y Francia»
- NdT: https://www.casadellibro.com/libro-la-sociedad-opulenta/9788434414440/942742
- NdT: En el este contexto el autor está usando un concepto de seguridad social más amplio que el que usamos en España e incluye todo el sistema de protección social colectiva de un país.
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