La línea temporal la conocemos todos. El día 16 de octubre, el Supremo sorprendía a propios y extraños con un fallo que obligaba a los bancos a pagar los impuestos de gestión de las hipotecas, que, hasta ahora, han correspondido a los clientes. El asombro, consecuentemente, se repartía entre las familias trabajadoras hipotecadas, que celebraban que por una vez el poder judicial fallaba a su favor, y la banca y su (extensa) órbita, que maniobraba rápidamente en público anunciando el colapso del sistema judicial y en privado haciendo las llamadas correspondientes y apretando los botones apropiados. De ese modo, tres semanas más tarde, el día 8 de noviembre, volvía a reunirse el Supremo y se enmendaba a sí mismo decidiendo que finalmente habían de ser los clientes los que paguen dichos impuestos.
Inmediatamente, el Gobierno del PSOE respondía con la publicación de un decreto por el cual se enfrentaba a la decisión judicial y obligaba a los bancos a asumir los gastos, en un segundo (y aparentemente definitivo) giro de los acontecimientos. El gesto de Pedro Sánchez pretende frenar la sangría de credibilidad de este Estado que cada vez se revela con más claridad como «un comité de administración de los negocios de la burguesía»1: la independencia de la justicia, que con tanto ahínco defienden algunos frente a los intereses de la mayoría social, en los conflictos laborales, o en los casos de represión, se esfuma cuando toca defender los negocios de los grandes empresarios y banqueros.
Sobre la cuestión de la administración judicial, su carácter oligárquico y completamente parcial como parte de un Estado capitalista, y el problema democrático que supone, ya hemos reflexionado recientemente, planteando como una cuestión fundamental la elección directa de los miembros del CGPJ y el Tribunal Supremo. Hoy nos corresponde hablar de la otra parte implicada en este proceso de presiones e intereses: la banca. Y es que el decreto del gobierno del PSOE, que aspiraba a zanjar el problema, resulta ser papel mojado ante la capacidad de maniobra de la que disponen las empresas privadas de este país. En la práctica, esto se convierte en la libertad de saltarse a la torera las leyes y decisiones del gobierno del país de forma impune: como anunciaban poco después de conocerse el decreto, se compensarán los gastos de los impuestos con un encarecimiento generalizado de las hipotecas.
La pelota, por tanto, vuelve a estar en el tejado del gobierno. Como ocurría con la cuestión de los impuestos, el PSOE debe elegir entre posar para la galería o ser fiel a lo que (se supone) defiende. Cuando se publicó el decreto, ¿se hizo para contentar al «populacho» que se estaba subiendo a la parra al cuestionar a la todopoderosa banca? ¿O se hizo porque de verdad se quería corregir una tremenda injusticia, una cuestión que es simple y llanamente una estafa inexplicablemente tolerada?
En el caso de que no fuera más que una simple medida estética, una decisión destinada a evitar que profundizara aún más la grave crisis de legitimidad del sistema judicial, el juego termina aquí. Las familias trabajadoras que quieran tener una casa tendrán que pagar, de forma indirecta, los impuestos que supuestamente corresponden a la banca. Los bancos habrán sometido a la administración judicial y habrán demostrado tener más poder que el Gobierno, ignorando olímpicamente la decisión de éste a través del «libre mercado». Y aquí paz y después gloria: el pan nuestro de cada día. Un Estado vendido por completo al capital, un Partido Socialista que vuelve a renegar muy diplomáticamente de la mayoría social del país, y una democracia bastarda y tullida que seguirá alimentando el enriquecimiento de unos pocos y la miseria del resto.
Puestos a imaginar, sin embargo, podríamos llegar a plantearnos la posibilidad de que fuera un atisbo de dignidad entre las maltrechas filas del PSOE. Quizá, en mitad de esa corriente de reconstrucción de la izquierda que ha llevado a Alexandria Ocasio-Cortez, socialista militante, al Congreso de los Estados Unidos, y que ha visto como el Partido del Trabajo de Bélgica conseguía resultados históricos en las elecciones comunales de octubre de este año, el PSOE haya decidido fijarse en Sanders y Corbyn, en una izquierda que no reniega de sus principios y valores y que tiene un proyecto alternativo al del capitalismo de las minorías. Una izquierda que dista mucho de lo que es hoy el PSOE: son por tanto condicionales enormes, y lo que es peor, probablemente falsos. Pero en este hipotético caso, la pregunta inevitable sería: ¿ahora qué? ¿Va a quedar por encima la decisión de un Consejo de Administración o un decreto gubernamental? Hasta donde todos sabemos, los decretos ley tienen un rango mayor que cualquier informe de resultados…
Corresponde por tanto plantearse la necesidad de cuales podrían ser los siguientes pasos a dar. El primero y más claro, la creación de una banca pública. Ya existen propuestas al respecto. El Estado, a través del FROB, posee ya entidades bancarias como Bankia, que bien podrían ser el germen de una banca pública que recupere el papel de la histórica Banca Argentaria. No sería necesario, siquiera, afrontar más gastos. Todo lo contrario: sería darle un buen uso a los miles de millones de dinero público, de todos, que el Gobierno inyectó en la banca privada… a cambio de nada. Esta banca pública podría minar el poder de los bancos – la verdadera oligarquía de este país – y convertirse en una herramienta que tuviera como línea de actuación el desarrollo de las fuerzas productivas y colaborara en la defensa y ampliación de la industria de este país de cara al incierto futuro que le espera a la economía.
Pero no podemos detenernos ahí: el problema de la banca no es que sean «timadores» o «estafadores» que engañan a las familias trabajadoras o a los pensionistas. El problema es que los bancos privados, como representantes del capitalismo ultradesarrollado, son un problema para la economía: desde los años 70, la respuesta del capitalismo al descenso de la tasa de ganancia han sido una serie de chapuceras maniobras financieras, como explica magistralmente Henri Houben en su libro «La crisis de 30 años». Estas prácticas especulativas, concebidas como un balón de oxígeno para paliar la crisis del capitalismo a finales del siglo XX, no han hecho más que agravar esa crisis después del crash de 2008. El capital financiero, que lleva al extremo el criterio capitalista de máximo beneficio a mínimo coste en el mínimo plazo, constituye un riesgo para el tejido productivo del país. Mientras persista una banca privada, persistirán los «timos», las «estafas», y lo que es peor, la especulación y sus males asociados: el objetivo final debe ser la nacionalización del sector bancario. Una nacionalización que puede llevarse a cabo, incluso, con participación privada: es suficiente con que el Estado posea el 51% de las acciones para garantizar que las finanzas se ponen al servicio de un plan económico nacional y popular.
Permítanme dudar de que el PSOE sea el partido adecuado para dirigir ese proceso, primero porque muchas de las claves de este análisis quedan fuera de su ámbito ideológico, y en segundo lugar, porque tanto el partido como entidad, como muchos de sus líderes, mantienen fuertes vínculos con el gran capital de nuestro país. Aún así, incluso si le concedemos el beneficio de la duda, eso no puede significar en modo alguno una hoja en blanco: Lo que debemos exigirle es que, si de verdad es un partido que se posiciona del lado de la mayoría social, sea consecuente con esa línea. Si de verdad el Gobierno de Pedro Sánchez cree en el decreto que promulgó, no puede quedarse de brazos cruzados viendo cómo los bancos se lo saltan y en la práctica el gasto sigue recayendo sobre los hombros ya sobrecargados de las familias trabajadoras. Mientras tanto, el proceso de construcción de un partido firmemente convencido de estas propuestas básicas para afrontar el problema de la banca pasará, con toda seguridad, por la movilización y la organización en torno a cuestiones como esta: quizá no tengamos aún la fuerza para imponer estas medidas, pero debemos movernos y organizarnos con el objetivo de llegar a hacerlo.