Que algo no funciona bien en el mundo es para la absoluta mayoría de sus habitantes más que una verdad evidente, un día a día, una esclavitud cotidiana. Quienes, debido al momento actual y con las particularidades de cada uno, nos hemos tenido que remangar y ponernos a trabajar por un futuro opuesto al que le pedíamos a la vida bien lo sabemos.
Para algunos, la causa de ese sinvivir diario es que no pueden pasar por la calle sin que reciban un piropo que resulta amenazador, un grito de maricón, la ansiedad ante un despido o una paliza por ser transexual. Sin embargo, todos estos problemas tienen algo en común, algo que quizás no veamos sin ver la pirámide social desde fuera: son, aseguramos, problemas de pobres. Aseguramos esto porque ese mismo piropeador, ese mismo agresor homófobo, es quien aclama a jugadores negros de fútbol profesional, quien nunca silbaría a su jefa cuando se pone una falda corta.
Bien, si sabemos – porque lo sabemos objetivamente, porque lo hemos estudiado, no porque lo opinemos – que las causas de las opresiones que sufrimos tienen que ver, de manera causada o al menos relacionada, con el poder y el nivel adquisitivo, llegamos al punto en que reconocemos que no todos somos iguales. Hemos llegado a la sociedad dividida en clases sociales.
Me permito empezar por este necesario punto debido a una frase simple pero categórica que ocurre en la película. En el contexto de las luchas entre trabajadores y empleados de una importante fábrica, no se desata la lucha más viva hasta que se filtra una lista con los doce nombres concretos de las personas que iban a ser despedidas. Es entonces cuando los empleados acuden a la señora Arnoux, sindicalista de perfil socialista, quien les reprocha que solo se implican en el conflicto laboral cuando les tocan lo suyo.
Cierto es que las dotes persuasivas de la señora Arnoux distan mucho de ser siquiera positivas, pero la conciencia de clase es tener una visión realista de dónde está cada uno. Es saber que las empresas no se enriquecen comprando barato y vendiendo caro; de ser así, ¿quién es esa organización caritativa que decide vender barato para que la empresa compradora se enriquezca? Ese es el método de dar el pelotazo económico, no de mantener un crecimiento estable basado en las mercancías. Conciencia de clase también es saber esto, porque aún con métodos velados y refinados, a quien le roban por trabajar es a ti, a quien le pagan por menos de lo que vale lo que produce es a ti. Y si te asaltan por la calle, a ti, es antes que nada porque no estás arriba.
Los dos bandos, representando intereses no sólo diferentes, sino contrarios, quedan definidos en la película con la lucha de la patronal contra los obreros. El objeto de esa lucha, en este caso, es la implantación de la jornada laboral de 35 horas semanales. Actualmente, en España la jornada laboral máxima se establece en el Estatuto de los Trabajadores en un límite de 40 horas semanales. Las antiguas reivindicaciones de la Segunda Internacional venían pidiendo una jornada laboral de 8h diarias. ¿Es que entonces nos estamos volviendo cada vez más vagos o más exquisitos?
Excavando un poco en los mencionados medios que tienen para estafarnos, se descubre que de cien años a aquí, el tiempo que se necesitaba para producir una mercancía se ha venido reduciendo exponencialmente. La manta que antaño se tardaba decenas de horas en tejer, hoy día puede hacerlo una máquina en una fracción ínfima del tiempo anterior. Ese tiempo que tarda una mercancía en hacerse en relación con el trabajo que se le ha cristalizado se traduce de manera directa en su valor.
Por tanto, esa eficiencia con la que ahora se produce, ¿de qué manera ha repercutido en la calidad de los trabajadores? ¿Dónde queda ese principio según el cual si le va bien al empresario le va bien a los trabajadores? Sería coherente pensar que todos deberíamos ser partícipes de esas mejoras y mantener el sueldo pese a no seguir trabajando las mismas horas que antiguamente.
Esta es la línea de pensamiento que justifica las luchas de los obreros de la Francia de los ’90, en la película y fuera de ella. Una lucha por la justicia, no un capricho, contra la distribución desigual en el trabajo en el que unos tienen una jornada exanguinante mientras otros muchos se sumergen en el desempleo asesino que les niega el sueldo.
Finalmente, se produce una unión sindical, un pacto de mínimos defendiendo el interés común de las mejoras laborales. ¿Acaso no hubieran podido hacerlo sin tener que forcejear, puesto que los jefes en ningún momento agredieron a ninguno de sus trabajadores? De hecho, incluso autorizan la consulta que Franck quiere realizar a los trabajadores para conocer su opinión sobre el cambio de jornada laboral.
Este es el fundamento de la lucha de clases. La violencia es algo desagradable y quien la exalte gratuitamente es antes que nada, un pensador excitado por sus ideas que nada tiene de razonable. Pese a ello, es un hecho tanto en nuestro día a día como en la Historia de la humanidad. A día de hoy, hemos aceptado un contrato social tácito con el cual la violencia queda monopolizada por los cuerpos coercitivos, que mantienen una estabilidad social, pero no es un fenómeno que haya quedado negado, pasado, obsoleto. Hay violencia, y la hay tanto por quien busca la justicia social como por quien desangra a empleados para chuparles la fuerza de trabajo. Al fin y al cabo, la mayoría de la violencia la recibimos nosotros, cuando te asaltan por la calle, cuando te llaman negro, cuando todo tu tiempo pertenece a tu jefe, cuando no te da la vida para toda la carga laboral que tienes, en definitiva, cuando estás aquí abajo.