- Publicación original: The Political Economy of Anti-Racism – nonsite.org – Walter Benn Michaels – 11 de febrero de 2018.
- Traducción: La Mayoría
Este ensayo nació como una especie de discurso, un esfuerzo por detallar y actualizar un argumento acerca del uso del anti-racismo y de posiciones anti-discriminación que he venido usando desde hace tiempo ante audiencias que podían estar o no familiarizadas con él. La idea de publicar una versión unida al artículo de Adolph Reed fue del propio Adolph, y el espacio propuesto para hacerlo fue el diario de izquierdas Jacobin; sería, tal y como Adolph lo expresó amigablemente, «una declaración agradablemente asertiva sobre la posición de la revista en los debates entre la izquierda y el identitarismo». Pero, aunque algunos editores de Jacobin expresaron interés, la idea quedó reducida, casi instantáneamente, a la nada. Una primera edición del artículo de Adolph – cortándolo a la mitad y dejando fuera material que él consideraba que era crucial – le llevó a retirar la propuesta. Y, siendo sinceros, yo había sido escéptico desde el principio. Primero, porque – aunque ambos respetamos a Jacobin y ambos hemos publicado allí antes – yo no era demasiado optimista sobre la disposición de la revista a realizar ninguna declaración sobre su posición en la cuestión de la izquierda y el identitarismo. Y, en segundo lugar, porque parte de mi argumento (como puede entenderse más abajo en una foto tomada en una charla que dí en la Universidad de California Riverside) incluye una crítica al rol que han jugado las élites universitarias en (tomando prestada una frase de la nota de Adolph y Willie Legette en V.O. Key) «suprimir las políticas de clase trabajadora en beneficio de las élites, tanto blancas como negras». Pero, desde luego, tanto los estudiantes de las facultades y escuelas, como los de mi lista, como los que se han graduado recientemente en dichas facultades y escuelas suponen un segmento importante de los lectores de Jacobin; ¿por qué iba Jacobin a querer publicar un ataque a su propia audiencia?

Y no sólo la audiencia de Jacobin. Cuando le dije a Adolph que lo que a nosotros nos parecía la «purga» de su artículo era, en parte, una consecuencia de la necesidad de Jacobin de apelar a una audiencia con un importante componente de niños ricos con escasa capacidad de mantener la atención, respondió, «Pero eso es justo lo que hago en mi trabajo diario». Como yo, y como muchos de los que escriben para Jacobin y para n+1 y casi todos los escritores de nonsite.org. Y, en términos más generales, es casi siempre cierto que la lucha contra la desigualdad ha sido encabezada tanto por algunos de sus beneficiarios como por sus víctimas. Tanto el profesor socialista como el estudiante socialista en una universidad de élite (o incluso, como es el caso de UIC, no tan de élite) se encuentran en una posición contradictoria, una que la derecha siempre ha estado encantada de criticar en términos morales: las políticas que defendemos no se reflejan en nuestras nóminas o en los sueldos que algún día aspiramos a ganar.
Pero aunque podría llegar a haber un cierto componente moralmente problemático en la figura de socialistas con empleos con salarios de seis cifras, la contradicción política relevante no es la que se produce entre nuestras ideas éticas y nuestras vidas reales. (No aspiramos a la virtud: entendemos que nuestros trabajos diarios son lo que hacemos para ganar dinero). La contradicción política relevante es la que se produce entre nuestra posición de clase1 y nuestras políticas. Y el verdadero problema – el problema al que alude la fórmula «la izquierda contra las identidades» – no es la contradicción política. El verdadero problema es que, cuando el profesor de clase social alta sitúa a sus alumnos (de clase social incluso más alta) frente a la dura realidad del racismo, no hay una contradicción. Justo al contrario. Cuando las élites americanas entienden el racismo como el problema fundamental al que se enfrenta la sociedad americana, esa comprensión es una expresión de sus intereses de clase, no una negación de ellos. Nuestros trabajos cotidianos se convierten en nuestros únicos trabajos. Lo que es erróneo en la perspectiva identitaria de la izquierda no es que las raíces se hunden en el dinero, sino que el identitarismo es una defensa de ese dinero.
Podemos empezar a entender por qué yuxtaponiendo dos modelos de desigualdad económica diferentes: uno se centra en las diferencias entre individuos y se denomina desigualdad individual, mientras que el otro – desigualdad horizontal – se centra en lo que los economistas del desarrollo como Frances Stewart llaman «desigualdades entre grupos culturalmente formados.»2 Así, por ejemplo, cuando alguien te dice que el quintil superior de los asalariados americanos agrupa el 51,5% de los ingresos americanos, mientras que el quintil inferior agrupa el 3,1%, te están hablando de desigualdad individual. Cuando te dicen que el ingreso mediano anual de un hombre blanco es de 55.166$ mientras que el de un hombre negro es de 38.243$, eso es desigualdad horizontal. «El pensamiento actual sobre el desarrollo», según se ha quejado Stewart, sitúa a los individuos, más que a los grupos, en «el centro del tablero». Pero (como sugiere nuestra familiaridad con las desigualdades entre blancos y negros, como la que hemos comentado más arriba) muchos economistas se han interesado desde hace tiempo en reflexionar sobre las diferencias entre grupos no sólo en países en vías de desarrollo, sino también en países como los EE.UU. Y los desarrollos recientes sólo han conseguido intensificar ese interés, como fue sugerido por Paul Krugman en su propuesta (durante las elecciones de 2016) de que «hablemos más sobre desigualdad horizontal», que el «pensamiento horizontal» era lo que necesitábamos para entender las primarias tanto demócratas como republicanas», y que la «desigualdad horizontal, una desigualdad racial por encima de todo», antes que el «interés exclusivo en la desigualdad individual» de Bernie Sanders, sería lo que «definiría las elecciones generales»3
Si esa predicción de Krugman ha resultado ser cierta o no es una pregunta interesante, pero para mis intenciones con este artículo la diferencia entre estas dos formas de pensar la desigualdad es relevante, no porque nos ayude a entender el resultado de las elecciones, sino porque implica dos formas muy diferentes de describir nuestro problema y, por tanto, dos soluciones muy diferentes. ¿Cuáles son las causas de la desigualdad entre grupos? El racismo, el sexismo, la homofobia – la discriminación en todas sus formas. En los EE.UU, ahora mismo, por ejemplo, la población afroamericana está significativamente infrarrepresentada en el quintil superior de la sociedad americana, y sobrerrepresentada en el inferior, y nadie que reflexione sobre esto más de dos segundos va a tener dificultades para entender por qué: varios cientos de años de esclavitud, otro siglo de Jim Crow y otro medio siglo de un racismo menos formal pero tan real como siempre. De hecho, de acuerdo con Ta-Neishi Coates, «ninguna estadística ilustra mejor el legado aún vivo de la vergonzosa historia de nuestro país en cuanto al trato de la gente negra como sub-ciudadanos, sub-americanos y sub-humanos, que la brecha económica»4 entre blancos y negros. Como Coates destaca, hemos avanzado poco en la superación de esta brecha, y la solución que él defiende – compensaciones – parece menos probable bajo el gobierno de Trump de lo que podría haberlo sido con la administración Clinton. Pero podemos entender bastante bien la razón. Si pudiéramos terminar con el racismo actual, y pudiéramos devolver a la gente todo lo que han perdido como consecuencia del racismo pasado, la estructura de la sociedad americana sería muy diferente de la actual.
Ahora mismo, por ejemplo, entorno al 6% de los hogares americanos ganan más de 200.000$ al día.

Pero sólo el 2% de los hogares negros alcanza esa cifra. Y, siguiendo el mismo razonamiento, el 45% de los hogares americanos tienen ingresos de menos de 50.000$ al año, pero el 61% de los hogares negros se encuentran en esa franja. En un mundo en el que tanto la discriminación actual como el legado de la discriminación pasada se hubiera podido hacer desaparecer, el 6% y no el 2% de los hogares negros serían muy ricos, y el 45% y no el 61% serían pobres. O, para expresarlo desde una perspectiva ligeramente diferente – dado que los afro-americanos suponen el 13,2% de la población, supondrían el 13,2% en cada quintil.
Por contraste, un fin igualmente milagroso de la desigualdad individual supondría un panorama bastante diferente. No supondría, desde luego, una garantía de que cada raza estuviera proporcionalmente representada en el quintil superior, pero tan sólo porque no habría algo como un «quintil superior» (ni, obviamente, un quintil inferior). Lo que la abolición de la desigualdad individual produciría será la igualdad universal, y cuando contemplanos la dificultad no sólo se eliminar la desigualdad sino, incluso, teniendo en cuenta la historia reciente de los últimos 50 años, de conseguir ningún progreso significativo para revertirla, nos damos cuenta de que una de las críticas más habituales de la política de indemnizaciones – que son «demasiado radicales» – es bastante injusta. En realidad, en contraste con la redistribución genuinamente radical que se produciría acabando con la desigualdad invididual, las indemnizaciones parecerían ligeramente reformistas.
De hecho, en sí mismo, el compromiso de acabar con las desigualdades horizontales es tan ligeramente reformista que en realidad no disminuye la desigualdad. Redistribuir los colores de piel no tiene nada que ver con redistribuir la riqueza: un mundo en el que cada raza esté proporcionalmente representada en cada nivel de ingresos sería tan desigual como el que tenemos ahora. Probablemente, sin embargo, tendría ventajas tanto éticas como económicas, o, al menos, eso es lo que sus partidarios creen. El problema con la discriminación es que genera lo que los economistas llaman «malas» desigualdades. Si un hombre blanco es ascendido en detrimento de una mujer latina, a pesar de que la latina haya hecho un trabajo mejor, eso es una desigualdad mala, y lo es en dos sentidos. Es éticamente mala porque es injusta (el hombre blanco está siendo elegido por razones que no tienen nada que ver con el mérito) y lo es económicamente porque es ineficiente (dado que el hombre blanco no fue elegido por mérito, el trabajo no va a hacerse todo lo bien que podría). Lo que la anti-discriminación pretende, en ese caso, es resolver tanto el problema ético como el económico – para asegurarse de que todos los grupos tienen igualdad de oportunidades para triunfar y de este modo ayudar también a garantizar que los trabajos serán realizados por las personas óptimas para ello. Algo que no tiene nada que ver con terminar con la desigualdad económica.5 De hecho, es justo al contrario: el sentido de eliminar la desigualdad horizontal es justificar la desigualdad individual.
Por esta razón, algunos de nosotros hemos venido señalando que las políticas de identidad no son una alternativa a las políticas de clase, sino una forma de estas: es la política de una clase alta que no tiene problema en ver cómo la gente se queda atrás mientras no se queden atrás a causa de su raza o género. Y (y esta es al menos una de las cosas que Marx entendía como ideología) es promulgada no sólo por personas que se consideran a sí mismas partidarias del capital, sino por muchas que opinan justo lo contrario. Incluso el marxista anti-racista David Roediger cree que los «anti-capitalistas» no deberían «mofarse» del objetivo de «distribuir equitativamente» «la pobreza y la desigualdad… a través de líneas raciales». Desde esta perspectiva, el problema es que las «interpretaciones corporativas» de la diversidad «enmascaran su deseo de acumular la plusvalía» producida6 y «cambia los términos de las luchas contra el racismo» – como si el anti-racismo real fuera a solucionar el problema. Pero si la cuestión es la redistribución de la riqueza de forma que produzca algo que no sea igualdad horizontal, el anti-racismo real, al igual que cualquier otra forma de anti-discriminación, no sólo no va a solucionar el problema, sino que ni siquiera va a intentarlo. De hecho, lo que hace en su lugar es ofrecer un relato de fracaso – o bien eres víctima de la discriminación o bien no eres una víctima – tan persuasivo que, incluso cuando es obviamente falso, la gente va a creerlo.

El gráfico7 demuestra la mala situación de la mayoría de los blancos – el 50% más pobre tiene aproximadamente el 2% de la riqueza en manos de blancos (y el tercio más pobre – es decir, cerca de 60 millones de personas – prácticamente no tienen ninguna riqueza). De modo que si, como Coates dice, «ninguna estadística ilustra mejor el legado aún vivo de la vergonzosa historia de nuestro país en cuanto al trato de la gente negra como sub-ciudadanos, sub-americanos y sub-humanos, que la brecha económica» entre blancos y negros, ¿que es lo que esta gráfica – la brecha de riqueza entre el 10% más rico de los blancos y el resto de la gente blanca – ilustra? Tan sorprendente como pueda parecer, una respuesta cada vez más popular (aunque sólo entre la gente blanca) es la misma respuesta que da Coates: ¡racismo! Me alegra aventurarme a decir que el racismo contra la gente blanca no ha jugado absolutamente ningún rol en generar la pobreza de la gente blanca pero (como sugiere la figura 18) mucha gente blanca ha llegado a la conclusión de que no sólo existe una discriminación contra los blancos, sino que se trata de un problema más grande que el racismo contra los negros.

Ya hemos empezado a ver como esta explicación tiene sentido para ellos. Como señalan Karen y Barbara Fields en su libro Racecraft, el discurso de la anti-discriminación ha «empobrecido el lenguaje público de los americanos para tratar el tema de la desigualdad»9 hasta tal punto que, o bien consideramos a la gente blanca pobre como víctimas del racismo (algo que obviamente no son) o como basura blanca responsable de su propia situación, que intenta echar la culpa a alguien más – la gente negra o los inmigrantes. Así, en una economía en la que el 80% se aleja cada vez más del 20% superior (y en la que gran parte de ese 20% se aleja cada vez más y más del 1% superior) nos encontramos con grandes números de personas blancas que consideran que están perdiendo terreno, mientras los trumpistas les dicen que son víctimas del racismo y los liberales les dicen que los racistas son ellos.
Podemos ver este imperativo ideológico – o eres una víctima de la discriminación o no eres una víctima – operando en la obsesión que alcanza ya 40 años (tanto para sus partidarios como para sus críticos) con la discriminación positiva en las admisiones universitarias. Comparativamente, pocos estudiantes universitarios americanos forman parte de instituciones en las cuales el proceso de admisión es tan competitivo como para que la discriminación positiva adquiera relevancia10, pero, como la desigualdad ha aumentado, y como, en palabras del ex-presidente Obama, hemos llegado a creer que la «educación es un billete para una vida mejor», las admisiones universitarias parecen haberse convertido en un elemento crucial para intentar garantizar la igualdad de oportunidades. Y la discriminación positiva – si estás a favor, para luchar contra el racismo; si estás en contra, considerada como una especie de racismo (normalmente llamado «racismo inverso») – sirve tanto para situar las diferencias raciales en el centro de la discusión como para convertirlas en una oportunidad para hablar de la diferencia de clase. Tras la decisión de 2016 de la Corte Suprema en Fisher, una encuesta de Gallup descubrió que «la gente con una educación de posgrado son más proclives a apoyar la decisión (46%), seguidos por aquellos que tienen un título universitario (35%)» mientras que sólo el «27% de los que han completado la enseñanza media o tiene un nivel inferior de educación apoyaban la decisión». 11 Así, aunque el apoyo a la discriminación positiva ha descendido en general, la gente acomodada la encuentra mucho más positiva que la gente pobre, al menos si consideras un título universitario como una burda representación de riqueza.
Algo que deberías considerar. Especialmente si se trata de un título de cuatro años de una Universidad competitiva. Durante los años en los cuales las universidades americanas han estado luchando (con resultados desiguales) por la discriminación positiva basada en la raza, sus estudiantes se han vuelto más ricos12, tan ricos que, a día de hoy, en las universidades de élite, el número de estudiantes de color, incluso cuando no hay muchos, excede ampliamente el número de estudiantes pobres. El otoño pasado, Harvard anunciaba orgullosamente que había admitido a la primera promoción que por primera vez no era mayoritariamente blanca, con un 22,2% de asiático-americanos, un 14,6% de afro-americanos, y un 11,6% de latinos.13 Mientras tanto, el valor mediano de ingreso familiar para los estudiantes de Harvard es de 168.000$. 14 Así que no resulta para nada sorprendente que, por un lado, algunas personas relativamente pobres contemplen con escepticismo la idea de que las universidades se vuelven más igualitarias al admitir a más estudiantes de color (la idea que subyace en la teoría de la justicia social basada en discriminación positiva) y es aún menos sorprendente que los ricos (incluyendo a los propios estudiantes universitarios) mantengan su compromiso con ella. La foto al comienzo de este ensayo muestra una lista informal (sólo algunos ejemplos que se me ocurrían de memoria – olvidé, por ejemplo, Princeton, 186.000$) del valor mediano del ingreso familiar en las Universidades en las cuales se han llevado a cabo importantes acciones anti-racistas durante los últimos dos años. Estos estudiantes han demostrado un excepcional (y absolutamente admirable) compromiso en la lucha contra la desigualdad basada en la raza y el género mientras que han permanecido impasibles ante la desigualdad de clase.
De nuevo, el objetivo no es destacar la discrepancia entre las ideas igualitarias de estos estudiantes y su posición de clase, ya que, si la igualdad con la que estás comprometido no es más que la igualdad entre grupos, entonces no hay tal discrepancia. Y del mismo modo que no se necesita hipocresía en la universidad de élite en la que luchas duramente contra el racismo, tampoco se necesitará en la ONG o en el trabajo en una consultoría o en las finanzas («¿Por qué Goldman Sachs? ¡Por la diversidad!» 15) gracias al cual empezarás a ganar suficiente dinero (salario medio de un graduado de Princeton a los 34 años: 90.700$16) como para permitir que tus hijos sigan la lucha. En realidad, la necesidad de una mínima hipocresía – como virtud que ofrezca un tributo simbólico al vicio – sería un logro. El problema aquí es el tributo literal que la virtud paga a la propia virtud – la identidad absoluta entre idealismo y «carrerismo». En otras palabras, no se trata de una cuestión ética, sino política.
Y la necesidad de una política de clase trabajadora no puede conseguirse sólo añadiendo a la clase la raza y el género. Esto se debe, en parte, a que la mayoría de los activistas interseccionales no están demasiado interesados en la clase, pero, incluso si lo estuvieran, la gran atracción de la interseccionalidad es precisamente que puede absorber la cuestión de clase dentro de la lógica de la discriminación, o, lo que es lo mismo, dentro de la teoría neoliberal de la desigualdad. Según esta teoría, el problema de nacer pobre es un problema en el mismo sentido en que puede ser nacer negro o latino o mujer – es decir, si te impide tener igualdad de oportunidades para triunfar. En otras palabras, deberíamos tratar la diferencia de clase de una forma distinta a la que tratamos las de raza o género, entendiendo la pobreza no como algo de lo que deberíamos librarnos, sino como algo que deberíamos ayudar a superar. Por tanto el objetivo de lo que Kimberlé Crenshaw llama «el reformismo de mentalidad interseccional»17 no es eliminar la diferencia de clase; es eliminar el clasismo – eliminar los obstáculos que las personas pueden encontrar para triunfar, dar una oportunidad a la gente pobre para hacerse rica. Y en la medida en que se entiende que el objetivo del sistema educativo es ofrecer igualdad de oportunidades para triunfar, un sistema universitario verdaderamente interseccional buscaría lo que ahora se denomina «diversidad económica» en la misma medida en que busca la diversidad racial.
Hay dos razones, sin embargo, por las cuales el compromiso con la diversidad económica está condenado al fracaso. La primera es práctica – si las universidades de élite alcanzaran una representación proporcional de estudiantes pobres siguiendo el esquema de la representación proporcional étnica, prácticamente todos los estudiantes que tienen a día de hoy tendrían que irse a casa y prácticamente ninguno de los estudiantes que tendrían que sustituirles podrían permitirse pagar las tasas. La segunda es más importante. Incluso si pudiéramos sobrepasar los obstáculos prácticos; incluso si pudiéramos convertir las universidades de élite en instituciones para el 99%; incluso si pudiéramos ir aún más allá y hacer posible que todo el mundo fuera a la universidad, y aún más, conseguir que cada universidad fuera tan buena como se supone que lo es Harvard, aún así no estaríamos realizando ninguna contribución a la igualdad económica. En esta utopía, todos tendríamos el equivalente de un título de Harvard. Pero después llegaríamos a un mercado de trabajo en el que no hay demasiada demanda para ese título.
Aquí hay una lista de los veinte empleos con mayor crecimiento:

Lo primero que puede observarse es que, a pesar de la cháchara incesante sobre la necesidad de una formación mayor para afrontar los trabajos del futuro, sólo cinco de los empleos incluidos en esta lista requieren un título universitario. En otras palabras, necesitarías un título universitario para aproximadamente 7.25 millones de estos empleos; para los otros 30, no. Lo segundo que puede observarse es que aquellos que requieren un título universitario son los que tienen salarios más altos. Lo cual da sentido a la inversión de ir a la universidad y que es la razón por la cual la educación superior no tiene nada que ver con la igualdad. Tal y como están las cosas hoy en día, todas las universidades están vendiendo desigualdad – la ventaja que esperamos ofrecer a nuestros alumnos frente a otros alumnos que han ido a universidades que son de alguna forma inferior a las nuestras y, desde luego, frente a los que no han ido a ninguna Universidad. Queremos que nuestros estudiantes sean desarrolladores de software y directivos, no camareros o asistentes sanitarios. Por supuesto, si universalizáramos esta ventaja – como si todo el mundo hubiera ido a una Ivy Plus 18 – entonces dejaría de ser una ventaja y haría que la propia educación fuera más equitativa. Pero eso no convertiría el mundo en un lugar más equitativo. Sólo implicaría que la gente que asumiera la mayor parte de los trabajos de esa lista – vender ropa, patatas fritas, o cuidados personales por 21.000$ al año – haría lo mismo, pero con un título universitario. Y, en lugar de vender desigualdad (como hacen a día de hoy), las Universidades estarían vendiendo la justificación de esta. Como si ellas te hubieran ofrecido la oportunidad de tener una educación de primer nivel y el hecho de que no consiguieras lo que esperabas de ella fuera culpa tuya. Lo que es, precisamente – en una etapa de desigualdad – lo que hace tan frecuente esa reivindicación de la educación. Cuanto más descaradamente depende una sociedad en la explotación de la fuerza de trabajo, más dispuesta está a vender a los explotados la idea de que tuvieron la oportunidad de convertirse en explotadores.
Por supuesto, a día de hoy la mayoría del personal de cuidados (número 1 en nuestra lista) son mujeres de color que no han recibido más que la educación media. En la utopía interseccional neoliberal en la que todo el mundo va a Harvard, muchos de ellos serían en su lugar hombres blancos con títulos de ciencias políticas o de marketing. Pero seguirían ganando 21.290$ al año. Y ahora mismo, un número relativamente menor de hombres (mayoritariamente) blancos (mayoritariamente) compiten por un número ligeramente mayor de trabajos mejor pagados. Esta utopía aumentaría exponencialmente la cantidad de personas compitiendo por esos trabajos. Pero no aumentaría exponencialmente el número de puestos de trabajo.
El objetivo de una educación superior gratuita no debería ser intensificar la competitividad. El objetivo más amplio de un igualitarismo progresista no debería ser dejar la desigualdad intacta cambiando únicamente los colores de piel entre sus beneficiarios y sus víctimas. El objetivo final no debería ser tratar de enseñar a todo el mundo como evitar acabar siendo asistentes sanitarios o trabajadores del sector de la comida rápida. Estos son los trabajos que hay. Alguien va a tener que hacerlos, y una sociedad justa debería preocuparse menos en ayudar a la gente a huir de ellos y más en hacerlos más atractivos para la gente. Debería, en otras palabras, estar más interesada en convertir los malos empleos en buenos empleos en lugar de asegurarse de que los malos empleos son para las personas que, según nuestro sistema educacional, los merecen.
Por ser, para ser lo más contundente posible, aunque es imposible pensar la clase sin la raza o el sexo y es imposible pensar la raza y el sexo sin la clase, la clase es más importante que la raza o el sexo. El hecho de que estos trabajos estén tan mal pagados es un problema que no puede ser solucionado – o que ni siquiera se aborda – mediante nuestros esfuerzos de diseñar un sistema más justo para decidir quien debería verse obligado a asumirlos. Esto no quiere decir que no debamos oponernos al racismo, al sexismo y a la homofobia, con tanta contundencia como sea posible; se trata de que es el capitalismo, y no el racismo ni el sexismo, lo que ha creado estos trabajos y que si no nos oponemos al capitalismo – si no estamos intentando minimizar las diferencias entre los asistentes sanitarios que cobran 21.000$, las enfermeras que cobran 68.000$, los doctores que cobran 300.000$, y los directivos del sector médico que cobran 3.000.000$ – podemos luchar contra la discriminación hasta que se congele el infierno sin que hayamos conseguido el más mínimo avance en la lucha contra la desigualdad económica.
Es ciertamente importante tener en cuenta que el racismo y el sexismo han jugado un papel central a la hora de elegir a las víctimas de la desigualdad en América, pero también es cierto, y es igual de importante, que no han tenido el mismo papel a la hora de crear la desigualdad en sí misma. Lo que ha creado la desigualdad ha sido pagar a los trabajadores menos del valor de lo que producen. Y el anti-racismo y el anti-sexismo pueden ayudar a hacer la selección de las víctimas más justa, pero no la eliminan, un hecho que los actuales movimientos de resistencia frente a Trump y el fetichismo racista y supremacista tienden a invisibilizar.
A raíz de la manifestación de «nacionalistas blancos» de Charlottesville, como todo el mundo recuerda, el Presidente insistió una y otra vez en que había buena gente en ambos lados, lo que llevó a varios miembros de su consejo económico, encabezados por Kennet C. Frazier, a dimitir como protesta. Frazier es una figura extraña, uno de los pocos afro-americanos en el mundo aplastantemente blanco y masculino de las compañías incluidas en el Fortune 500, y fue ampliamente alabado en su momento por, según algunas personas, «decirle las cosas claras al poder», oponiéndose a la complacencia de la administración con el racismo, de igual manera que se había opuesto al racismo, al sexismo y a la homofobia durante su carrera. Pero si una forma (completamente adecuada) de analizar la figura de Frazier y de los otros pocos CEOs provenientes de minorías es analizarlos como luchadores contra la discriminación, su éxito en el mundo empresarial no puede distinguirse de su contribución al aumento de la desigualdad económica que empezábamos señalando.
Cuando Frazier dimitió del consejo presidencial, declaró que «Los líderes de América deben honrar nuestros valores fundamentales rechazando claramente las expresiones de odio, discriminación y supremacismo de grupos que van contra el ideal americano de que todas las personas son creadas como iguales» (sugiriendo que, desde luego, ha entendido el mensaje de la igualdad horizontal). Trump respondió twitteando:
«Ahora que Ken Frazier de Merck Pharma ha dimitido del Consejo del Presidente, tendrá más tiempo para BAJAR LOS PRECIOS DE LAS MEDICINAS»
Si el propio Trump tuviera el menor interés en reducir el precio de las medicinas, o mucho menos en conseguir que la sanidad sea accesible para todo el mundo, esto habría al menos situado la cuestión de qué hacer con un populismo de derecha que es realmente populista. De hecho, sin embargo, no tiene más interés que Frazier en reducir significativamente los precios de las medicinas y, desde luego, ninguno de ellos tienen el más mínimo interés en el programa Medicare for All (Merck ni siquiera está dispuesta a permitir que la gente importe medicinas desde Canadá). En otras palabras, es lo que Frazier y Trump tienen en común lo que más daño hace a la gente de clase trabajadora, y, por extensión, a la gente afro-americana de clase trabajadora.
Otra forma de afrontarlo. Si lo que queremos es una sociedad más económicamente equitativa, la interminable cantidad de tiempo y energía invertidos en debatir si el presidente es o no racista sería completamente tangencial, como lo sería todo el debate sobre si fue «el resentimiento racial» o la «ansiedad económica» la razón de su elección. Incluso quedaría fuera de lugar la (marginalmente) más sofisticada sugerencia de que en una sociedad estructuralmente racista es indiferente si él lo es, como la misma idea del racismo estructural. Porque en la medida en que la desigualdad económica es el problema, la redistribución, no la representación proporcional, es la solución. Desde luego, esto no significa que no debamos luchar contra la discriminación como luchamos contra la explotación; el mero hecho de que el neoliberalismo encuentre atractivo el anti-racismo no implica que el anti-racismo sea erróneo, y no puede haber justificación para tolerar ninguna forma de discriminación. Pero sí significa que la relación entre luchar contra la discriminación y luchar contra la explotación es asimétrica: luchar contra la explotación es una forma de luchar contra los efectos de la discriminación (si nadie fuera pobre, los negros y los latinos no serían desproporcionadamente pobres), pero luchar contra la discriminación no es una forma de luchar contra la explotación (si nadie fuera víctima del racismo o del sexismo, grandes números de personas seguirían siendo pobres).
Mi objetivo en este artículo ha sido argumentar contra un igualitarismo liberal que, tomando la discriminación como su problema central, imagina una desigualdad justificada como solución. Tomemos el caso de los asistentes sanitarios. Cerca del 85% de ellos – ganando 21.920$ – son mujeres, cerca del 25% son afro-americanos, 10% son asiáticos, 20% hispanos o latinos, y el resto blancos. Sin el racismo o el sexismo, esto no sería comprensible. Pero el fin del racismo y el sexismo no supondría ninguna diferencia en lo que respecta al número creciente de personas ocupando estos puestos de trabajo. Sin una línea política organizada entorno a la clase – luchar no por los intereses de las mujeres de color sino por los intereses de los asistentes sanitarios – la izquierda, en lo relativo a la desigualdad económica, no es más que el Pepito Grillo de la derecha.
Notas
- O, al menos, nuestra posición relativa dentro de la clase profesional-gerencial, una posición que, dada la precariedad creciente del trabajo académico, nos sitúa en números crecientes a tan sólo una enfermedad grave o un bache económico de caer en la penuria. Hay una razón por la cual los académicos se están incorporando a los sindicatos; el daño que el neoliberalismo ha hecho a los derechos conquistados por la clase trabajadora desde Norris-La Guardia nos alcanza a todos.
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Frances Stewart, “Horizontal Inequalities: A Neglected Dimension of Development.” http://www3.qeh.ox.ac.uk/pdf/qehwp/qehwps81.pdf. - Paul Krugman, https://www.nytimes.com/2016/06/10/opinion/hillary-and-the-horizontals.html?partner=rss&emc=rss&_r=0.
- Ta-Nehisi Coates, “The Case for Reparations,” https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2014/06/the-case-for-reparations/361631/.
- De hecho, los economistas del desarrollo comprometidos en la lucha contra la desigualdad horizontal tienden a defender su posición basándose en el hecho de que permite evitar un conflicto (frecuentemente armado), al tiempo que sugieren que -mediante la expansión de la actividad económica- puede contribuir a reducir la desigualdad individual. Hasta qué punto esto es cierto aún es desconocido pero, en los EE.UU, debido a que el aumento de la productividad probablemente sea una consecuencia menos importante de la reducción de la discriminación de lo que lo sería en los países en vías de desarrollo, resulta difícil ver un efecto significativo. Mis agradecimientos a Benjamin Feigenberg por discutir estos asuntos conmigo
- David Roediger, “Not Just Class,” http://inthesetimes.com/working/entry/20376/marxism-class-race-labor-unions-capital. En realidad, incluso esto es incorrecto. La industria de la diversidad, que regularmente insiste en que la diversidad es buena para los negocios, no está ocultando nada. La idea de Roediger de que debemos pensar que hay una «conspiración» de los capitalistas comprometidos en propagar la idea de que les importa la diversidad cuando lo que realmente les importa son las ganancias, depende completamente de su mala interpretación del núcleo del asunto, que es que pueden estar realmente comprometidos con ambos, contra la discriminación y con los beneficios, y que no se requiere enmascaramiento alguno porque, con acierto, ven los dos compromisos como complementarios y no contradictorios.
- https://peoplespolicyproject.org/2017/09/28/wealth-is-extremely-unevenly-distributed-in-every-racial-group/.
- Según Michael I. Norton y Samuel R. Sommers,
“Whites See Racism as a Zero-Sum Game That They Are Now Losing,” http://www.people.hbs.edu/mnorton/norton%20sommers.pdf Lo que el gráfico muestra son las percepciones de los «participantes blancos y negros acerca de la discriminación contra los blancos y contra los negros» medida en una escala de 10 puntos (1 es inexistente, 10 es un gran problema). Contra la idea de que el racismo blanco es la posición predefinida de la sociedad americana, permaneciendo a la espera de explosiones periódicas de rabia, estos datos – particularmente al presentarse de forma conjunta con los aumentos en la desigualdad económica que empezaron en los años 70 – sugieren que el racismo (como Judith Stein defendió hace tiempo) tiene una economía política. De ahí el título y el argumento central de este ensayo – que el anti-racismo también la tiene -
Barbara J. Fields and Karen E. Fields, Racecraft: The Soul of Inequality in American Life (London: Verso, 2012), 111. - «De acuerdo con datos del Departamento de Educación, más de tres cuartas partes de los universitarios estadounidenses estudian en instituciones que aceptan a al menos la mitad de los solicitantes. Sólo un 4% estudian en instituciones que acepten al 25% o menos y prácticamente ninguno – bastante menos del 1% – estudian en Universidades como Harvard o Yale que aceptan menos del 10%» https://fivethirtyeight.com/features/shut-up-about-harvard/
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https://www.insidehighered.com/news/2016/07/08/poll-finds-public-opposition-considering-race-and-ethnicity-college-admissions. - Aunque desde 2002, el New York Times afirma que «El acceso a las universidades más destacadas no ha cambiado mucho», el cambio que se ha producido ha sido en la dirección errónea. El número de estudiantes provenientes del quintil inferior de la sociedad se ha reducido ligeramente de un 4% a un 3,5%; el número de estudiantes provenientes del 1% más rico ha aumentado ligeramente del 10% a entorno al 11,5%
https://www.nytimes.com/interactive/2017/01/18/upshot/some-colleges-have-more-students-from-the-top-1-percent-than-the-bottom-60.html. - Deirdre Fernandes, https://www.bostonglobe.com/metro/2017/08/02/harvard-incoming-class-majority-nonwhite/5yOoqrsQ4SePRRNFemuQ2M/story.html.
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https://www.nytimes.com/interactive/projects/college-mobility/harvard-university. -
http://www.goldmansachs.com/who-we-are/diversity-and-inclusion/. Bajo una foto de ambiciosas personas de color ricas, hay una cita de Lloyd Blankfein: «La diversidad se sitúa en el núcleo mismo de nuestra capacidad de atender a nuestros clientes adecuadamente y maximizar los resultados de nuestros accionistas. La diversidad apoya y fortalece la cultura de la empresa, y fuerza nuestra reputación como el empleador de referencia en nuestro sector y más allá -
https://www.nytimes.com/interactive/projects/college-mobility/princeton-university. -
Kimberlé Crenshaw, “Mark Lilla’s Comfort Zone” https://thebaffler.com/latest/mark-lillas-comfort-zone. El artículo a grandes rasgos es una defensa del modelo político de Critical Race Studies y su única alusión a la desigualdad económica sigue el modelo de diferencias entre grupos culturalmente formados – por tanto, se alaba al Critical Race Movement por construir «una concepción redistributiva de los empleos relacionados con la enseñanza del derecho. Vieron estas posiciones como recursos que deberían compartirse con las comunidades de color.» Pero Crenshaw acierta al señalar que no hay mucho que merezca la pena defender en el libro de Lilla, que es en cierto modo una reinterpretación del libro Disuniting America de Arthur Schlesinger Jr. – ambos critican la identidad racial sólo para alabar la identidad nacional, aunque Lilla sitúa un interés algo más marcado en la redistribución de la riqueza. - NdT: término empleado para referirse a las ocho mejores universidades americanas (Universidad de Brown, Universidad de Columbia, Universidad Cornell, Dartmouth College, Universidad de Harvard, Universidad de Pennsylvania, Universidad de Princeton, y Universidad de Yale)