El diálogo social europeo y sus consecuencias para el derecho social y el mundo del trabajo

D. Fernández
D. Fernández
Ingeniero y marxista, convencido de que un mundo mejor es posible y está a nuestro alcance.

Hoy en día, resulta extraño no escuchar a cualquier político hablar del «diálogo social» como herramienta para solucionar prácticamente cualquier conflicto o problema. De acuerdo con esta idea, los políticos, como representantes públicos, han de reunirse, consultar y rendir cuentas ante la sociedad civil, para así garantizar una adecuada relación entre las instituciones y la gente a la que se supone que representan. De entrada, la idea no parece mala. Sin embargo, sus consecuencias para el derecho social, y especialmente para el mundo del trabajo, con los sindicatos a la cabeza, no están siendo ni mucho menos positivas.

De la centralidad del conflicto a la cultura de la colaboración

Una primera señal de alarma sobre el peligro que encierra la idea del diálogo social es que no fue una conquista del movimiento sindical, ni del democrático. Fue una teoría elaborada en el seno de la Comunidad Europea, el germen de la actual Unión Europea. Como tal, el concepto apareció por primera vez en 1984, en un discurso ante el Parlamento Europeo del ministro francés Claude Cheysson. No obstante, ya desde los años 60, la Comisión recurría al término de «interlocutores sociales» para referirse a la patronal y los sindicatos. No sería hasta 1991, con la llegada a la presidencia de la Confederación Europea de Sindicatos del demócrata-cristiano Emilio Gabaglio, que las organizaciones sindicales comenzarían a hacer suyo el término.

Hasta entonces, la posición del mundo del trabajo había sido muy distinta de la idea del diálogo. Lo que los sindicatos exigían de la naciente estructura europea era la creación de un comité de concertación tripartito, conformado por los propios representantes europeos, junto con los representantes sindicales y patronales. Un espacio de negociación entre iguales cuyos acuerdos fueran vinculantes para todos los miembros. La UNICE (patronal europea de industriales, renombrada como Business Europe) se opuso.

No era casualidad que esa idea se situara en ese momento: un momento de enfrentamiento entre la CES y las instituciones europeas, con puntos de vista muy diferentes entorno a la forma en que el nuevo espacio europeo debía abordar la situación de la clase trabajadora. Desde 1978 las relaciones estaban prácticamente rotas, con la Confederación retirada de las conferencias tripartitas europeas para el empleo. Mientras que la CES reivindicaba un programa de inversión pública a nivel europeo, junto con una reducción generalizada de la jornada laboral a 36 horas, la Comisión Europea optaba por actuar sobre la economía a través del control de la moneda, y sobre el empleo fomentando la planificación del tiempo de trabajo (flexibilidad, empleos a tiempo parcial…). Durante esta etapa de ruptura, la CES optó por formar alianzas con otros Estados europeos, para presentar un frente común. Sin embargo, poco a poco, estos iban alinéandose con las tesis neoliberales de la Comisión. La última opción de los sindicatos era el gobierno francés, del Partido Socialista.

Durante su presidencia del Consejo de Asuntos Sociales1, Pierre Bérégovoy puso en marcha un proceso de reunión con los interlocutores sociales, que denominó «diálogo social» para no «asustar» a la patronal. Hablar o «dialogar» no comprometía, a priori, a nada. Este encuentro ocasional se convirtió en un sistema permanente, debido a su vinculación con la Comisión Europea, una estructura más estable que la presidencia del Consejo, que rotaba cada seis meses entre los estados miembro. Tal y como se planteaba, se limitaría a la redacción de «recomendaciones comunes», textos no vinculantes en el ámbito social. En estos términos, y dejando claro que no tenía ninguna obligación de asumir el más mínimo compromiso, ni siquiera puramente moral, la UNICE aceptó sentarse a la mesa.

Como era de esperar, estas «recomendaciones comunes» no fueron utilizadas por la Comisión. Esta situación provocó un estancamiento del proceso de diálogo social durante el año 1987, que se prolongó hasta que en 1991, gracias a la presión de la CES, se alcanzó un acuerdo sobre el desarrollo del diálogo social europeo. Según este acuerdo, los «interlocutores sociales» tendrían derecho a ser consultados en dos etapas: en una primera ocasión, sobre la conveniencia y la orientación de una determinada propuesta, y, en una segunda, sobre el propio contenido de la propuesta.

De este modo, se había institucionalizado todo un cambio de perspectiva entorno a la negociación del derecho social y de los asuntos relativos al mundo del trabajo. Mientras que, anteriormente, la lucha entre patronal y sindicatos se producía de forma independiente, como una expresión inmediata de la lucha de clases, ese caracter central del conflicto quedaba diluido con la figura del diálogo social. Ya no se trataba de una lucha en la cual una parte conseguía imponer sus condiciones a la otra, sino de un «diálogo» que debía tener como eje central la colaboración entre los agentes. El carácter social de la contradicción capital-trabajo desaparecía ante la perspectiva de una negociación meramente técnica entre «socios».

El consenso como resolución natural del diálogo

Una vez operado este cambio de lógica, las consecuencias que tiene el diálogo social sobre la lucha sindical no tardan en hacerse notar. Plantear la negociación colectiva como fruto de un «diálogo social» implica que se entiende que trabajadores y empresarios tienen un «interés común» en base al cual pueden resolver ese diálogo. Quien se sienta a la mesa y no es capaz de firmar acuerdos no es un «agente social responsable». Colabora a la crispación, no consigue nada, y dificulta el avance conjunto. En palabras de Emilio Gabaglio, el ex secretario general de la CES que fue el impulsor del diálogo social en el mundo sindical, «En esta cultura de la colaboración, el propio proceso, es decir, negociar acuerdos para negociar acuerdos, prevalece sobre el contenido de los acuerdos. Para afianzarse y ser reconocido como actor central, es necesario producir acuerdos, al límite, sin importar los que sean» 2

Los beneficiarios evidentes de esta situación son los empresarios. La patronal tiene la sartén por el mango. No tiene ninguna necesidad de alcanzar acuerdos, ni de arrancar compromisos de la parte contraria. Puede presionar por otras vías y tiene opciones para lograr sus objetivos sin necesidad de ceder. Las conexiones entre lobbies y cárteles empresariales y las instituciones europeas no son un fenómeno nuevo: forman parte del nacimiento mismo del ideal europeo. No en vano la primera estructura de este tipo, que sienta los cimientos de lo que es hoy en día la Unión Europea, es la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), muy vinculada a la patronal del sector y con objetivos claramente influenciados por esta (el principal de ellos, la eliminación de aranceles). Por tanto, es capaz de influenciar fácilmente la legislación y la regulación según sus intereses; los sindicatos, aunque también pueden conseguirlo, necesitan un esfuerzo mucho mayor. Y, con la nueva perspectiva del «diálogo social», su acción pública para imponer o derogar una determinada ley parece «saltarse las reglas del juego».

Por si esto fuera poco, en el ámbito de la empresa privada, el empresario siempre tiene recursos para esquivar, bordear o interpretar a su gusto las regulaciones. Quien se ve obligado a conseguir acuerdos vinculantes, es decir, a forzar a la otra parte a asumir sus reivindicaciones, son los sindicatos. Y, sentadas ahora a una mesa en la que es más relevante la capacidad de alcanzar acuerdos que el contenido de los mismos, eso supone para las organizaciones sindicales partir de una posición de desventaja. La consecuencia lógica del diálogo social es la necesidad del consenso, y la consecuencia del consenso es reforzar y legitimar la posición de poder y ventaja de la patronal.

Esta situación problemática para el mundo del trabajo se ve agravada por la inhibición de las instituciones. Si en la época de la post-guerra, con un contexto internacional de avance del socialismo, el capitalismo aparecía cuestionado, con las instituciones responsables de mitigar sus efectos y proteger determinadas áreas de la sociedad y la economía de su influencia, durante la creación de las instituciones europeas la situación es distinta, tal y como se refleja en el diálogo social. Las instituciones ya no son una parte más en las negociaciones, sino un elemento mediador, ajeno, que sólo se encargará de gestionar, administrar y poner en práctica, en la medida en que los juzgue apropiados, los acuerdos alcanzados por la patronal y los sindicatos.

Jacques Delors, Ministro de Economía y Finanzas de Francia y presidente de la Comisión Europea desde enero de 1985, deja bien claro el cambio de lógica al declarar, en 1990, que «La legislación no puede sustituirse por la ‘presión de los sindicatos’. Debéis asumir vuestro papel e imponer por vuestros propios medios una parte de vuestros objetivos sindicales».3 Los sindicatos ya no pueden contar con el poder de las instituciones de su parte, ya que éstas, en el marco del diálogo social, no son más que observadoras y administradoras. La asimetría en la lucha capital-trabajo nunca ha sido tan evidente. Paralelamente, los espacios de negociación se basan, más que nunca, en la absurda idea de «diálogo entre iguales». La pinza empieza a cerrarse sobre los sindicatos.

La sociedad civil como nuevo agente social

No acaban ahí las maniobras destinadas a minar la posición de las organizaciones sindicales. A medida que el diálogo social se asienta y se va concretando en leyes y ordenanzas jurídicas, la ofensiva europea contra el mundo del trabajo se acentúa. Sentadas las bases de una «resolución técnica» del conflicto capital-trabajo, como si este no fuera más que una cuestión económica en el marco particular de cada empresa, se da un paso más en la desnaturalización de los sindicatos con la introducción de la idea del «diálogo civil». A las tres partes tradicionales en casi todas las negociaciones (instituciones, sindicatos, patronal) se suma una cuarta parte, representando a lo que se denomina la «sociedad civil»: ONGs y asociaciones varias se sientan a la mesa en igualdad de condiciones.

Mientras las organizaciones sindicales representan a millones de trabajadores a nivel europeo, y las patronales representan a los dueños de los medios de producción, no se sabe muy bien qué representación tienen estas nuevas entidades que, sin embargo, se suman al debate público con el mismo reconocimiento. Cumplen un objetivo político: minar el poder y la representatividad de los sindicatos. Estos pasan de ser los representantes sociales por excelencia, a ser «un agente más», entre una maraña de organizaciones y asociaciones que, tanto cuantitativa como cualitativamente, no son en absoluto comparables.

La atención política se difumina, situando en el espacio público numerosos problemas e intereses particulares que generan confusión entorno a las grandes divisiones y retos de la sociedad. La idea misma del poder democrático, de la representatividad de una idea o posición en base al apoyo social que ésta tiene, se ve en entredicho: los expertos de la sociedad civil compiten con los representantes electorales, minando sus bases y su legitimidad (tanto parlamentaria como sindical); la idea de la sociedad como una comunidad política de iguales se difumina, fomentando la reaparición de distintas formas de elitismo4 y la devaluación de todo lo que se considera popular. A través de la competencia creada por el diálogo civil, los sindicatos pierden progresivamente su importante estatus como «parcelas de la Autoridad pública», fuente de su legitimidad para participar en la producción de las normas legales, gestionar las instituciones redistributivas y estar en el corazón de la relación del poder democrático (las comisiones tripartitas).

Es la culminación de la guerra desatada por el thatcherismo contra el mundo sindical. Las organizaciones sindicales en la europa de la post-guerra habían alcanzado un gran poder y tenían una gran capacidad de influencia en sociedades como la inglesa o la francesa. Eran capaces de imponer la voluntad y los intereses de la clase trabajadora sobre las políticas de los Gobiernos cuando éstas dañaban a los trabajadores. A principio de los 70, el conflicto entre los sindicatos y el gobierno conservador de Edward Heath, llevó a este a plantear a la sociedad civil una pregunta: «¿Quien gobierna Gran Bretaña?». Para Margaret Thatcher, su heredera al frente de los conservadores, la respuesta era clara, y, además, nefasta: los sindicatos. El diálogo social europeo bebe de la tradición neoliberal para poner en duda el papel de los sindicatos como contrapoder, y por ello aspira a reducirlos a una posición de simples «expertos» de las cuestiones sociales o laborales. El simbolismo democrático desaparece para dejar paso a un simbolismo tecnocrático.

Las consecuencias del «diálogo civil» son aún más extensas. No sólo limita y coharta el carácter democrático del sindicalismo, reduciendo su área de influencia y su capacidad de acción tanto práctica como ideológicamente. También, al mismo tiempo, potencia y legitima la ya de por sí desmesurada intromisión del sector privado en el ámbito del debate público. Los agentes sociales, como tales, son escasamente consultados, ya que lo esencial de las leyes que tienen un impacto directo en el ámbito social de la UE se adopta en el marco de funcionamiento de un mercado interior, un enfoque que, de acuerdo con los términos en que se plantea el diálogo social, no ha de ser consultado a los agentes sociales.

O, al menos, a uno de ellos, los sindicatos, ya que los lobbies patronales, como «representantes de la sociedad civil» y «técnicos neutros» intervienen de forma previa a la toma de decisiones a través de contactos directos con los servicios que preparan el texto de la futura ley. Un ejemplo de esto es la reglamentación sobre jubilación, que ya no se enfocará en términos de protección social, sino desde la perspectiva de la libre circulación de capitales a través de una directiva reglamentaria de los fondos de pensión por la cual los bancos y aseguradoras pueden tomarse el tiempo que necesiten, como «expertos», para participar en la redacción de la propuesta legislativa.

Las consecuencias políticas del diálogo social: la gobernabilidad

En la misma medida en que nos hemos hartado de oír hablar del diálogo social en el ámbito sindical, en la terreno de la política la palabra de moda, especialmente cuando la inestabilidad acecha, es la gobernabilidad. Tal y como se señalaba con anterioridad, la democracia parlamentaria organiza el poder según una lógica piramidal, siguiendo el principio de representación en la cual la legitimidad es conferida a través de la elección. Ya hemos visto como el diálogo social rompe con esa lógica en el espacio de la negociación colectiva, confiriendo una representatividad a organizaciones y asociaciones que, de acuerdo con este principio democrático de la elección, no les corresponde. En elecciones sindicales que implican a millones de trabajadores, decenas de miles de delegados sindicales son democráticamente elegidos como representantes del mundo del trabajo. ¿Existe acaso algún proceso similar y de tanta envergadura en el caso de las ONGs y las asociaciones?

La gobernabilidad traslada esta problemática el ámbito de la elaboración de la norma legislativa, incluyendo a la «sociedad civil», con especial incidencia desde la izquierda en las «organizaciones de base», con la idea de alcanzar una representatividad mayor y ampliar la base. De acuerdo con la definición que ofrece la Comisión Europea en su Libro Blanco sobre la Gobernabilidad Europea, «La sociedad civil agrupa especialmente a las organizaciones sindicales y patronales (los ‘agentes sociales’), las organizaciones no gubernamentales, las asociaciones profesionales, las organizaciones caritativas, las organizaciones de base, las organizaciones que implican a los ciudadanos en la vida local y municipal, con una contribución específica de las iglesias y comunidades religiosas» 5. Por «organización de base», el Comité económico y social europeo (CESE) entiende «[…] las organizaciones conformadas desde el centro y la base de la sociedad y que persiguen objetivos basados en sus miembros, por ejemplo, los movimientos de la juventud, las asociaciones familiares y todas las organizaciones de participación de ciudadanos en la vida local y municipal» 6

Este modelo de participación responde a la lógica liberal por la cual, en el espacio público, todas las opiniones tienen el mismo valor, sin importar la representatividad que tengan. Es tan relevante la participación de una organización sindical que representa a millones de personas a nivel nacional como la de una ONG que no representa más que a un puñado de individuos organizados entorno a una particularidad local. Unido al giro tecnócrata que ha introducido el diálogo social, esto supone sustituir la lógica de la representación por la lógica de los lobbies. La idea de la gobernabilidad consagra, desde el lado político administrativo, la penetración de la esfera democrática (y de derecho) por parte de la lógica económica privada. En palabras de la Comisión, «[…] la importancia que reviste para la competitividad regional una buena gobernabilidad – es decir, instituciones eficaces, relaciones productivas entre los diversos actores implicados en el proceso de desarrollo y actitudes positivas hacia el mundo de los negocios y las empresas»7. La consecuencia lógica de esta interpretación es el cuestionamiento de la representatividad de los interventores, y, a partir de ahí, de la legitimidad de las normas que se adoptan siguiendo este modelo.

Combinando normas jurídicas y normas de gestión con normas morales, como los códigos de buena conducta, la idea de la gobernabilidad abre la puerta a sustituir el principio jerárquico por un modelo de redes libremente asociadas, con una supervisión variable por parte de las instituciones, y basadas en una lógica comercial o moral que genera confusión entorno a qué es relativo al interés público, y qué es relativo al interés privado.

La idea de la gobernabilidad reformula de nuevo todas las fronteras anteriores que habían permitido la aparición de un paradigma democrático basado en la soberanía popular, y, por tanto, en el sufragio universal. Se difuminan de este modo las fronteras entre «público y privado», «autoridades públicas y poderes económicos», «interés general e intereses particulares», «Estado laico y poderes religiosos» 8, «poderes ejecutivo, legislativo, judicial», «nacional, regional, local, internacional», etc. La gobernabilidad recurre a la metáfora de las redes para abolir estas antiguas separaciones que estaban organizadas en base a procedimientos de control democrático para evitar las diversas injerencias, pudiendo conducir rápidamente hacia la corrupción.

Unida a la idea del diálogo, ya sea civil o social, la gobernabilidad resulta en una teatralización de la democracia que, al amparo de la tecnocracia, adquiere un carácter preocupantemente absolutista. Si la legitimidad de los reyes venía de Dios, la de las actuales instituciones proviene de su formación técnica y conocimiento del asunto a tratar. La participación de los «plebeyos» en la toma de decisiones se limita a «audiencias» con estas autoridades (monárquicas o tecnocráticas) en las que los dirigentes oyen las numerosas quejas y prometen extraer, gracias a su «sabiduría», las «síntesis» pertinentes. Ellos sólos controlan la totalidad del proceso, desde la definición del marco general de análisis hasta la aplicación práctica de la norma resultante.

Conclusiones: una Unión Europea de los lobbies y los tecnócratas, contra la mayoría social trabajadora

Las consecuencias prácticas de todo este entramado ideológico no son, en absoluto, ajenas. En 2013, la Comisión Europea presentó un nuevo programa denominado REFIT (Programa para una Reglamentación Ajustada y Eficiente). En palabras del presidente de la Comisión por aquel entonces, J.M. Barroso, la idea es «simplificar o retirar la legislación de la UE, simplificar la carga que soportan las empresas» como resultado de una evaluación del conjunto de la legislación de la Unión. Si ya eran mínimas las implicaciones prácticas de las normas sociales europeas anteriores, con REFIT el marco social europeo se deteriora aún más dando lugar a la creación de espacios de competitividad sin apenas restricciones.

En una primera etapa de este programa se evalúa la eficacia de las directivas que ya se han aprobado en este ámbito, y especialmente de aquellas relativas a los procedimientos de diálogo social desde los años 90. La intención del ejecutivo es retroceder aún más en el tiempo, ya que pretende revisar también las directivas más antiguas: sanidad y seguridad en el trabajo (1989) y directiva «de máquinas»9 (1989, reformulada en 2006). La evaluación no es, en sí misma, un proceso negativo, pero la Comisión no oculta su objetivo: ha ofrecido pistas de sus intenciones durante el año 2013 suspendiendo el proceso de adopción de la directiva sobre las lesiones músculo-esqueléticas (LMS) y la revisión de esta en relación a los valores de exposición a materiales carcinogénicos (Conexiones sociales de Europa, 2013). Según Vogel, investigador del Instituto Sindical Europeo, «si hubiera cambios en materia de sanidad y seguridad en el trabajo, sería en el sentido de la desregulación».

Al mismo tiempo, la Comisión mina las bases del propio modelo del diálogo social, demostrando su intención de profundizar aún más en sus consecuencias (negativas) para los trabajadores. En 2013 se negó, por primera vez desde que existe este procedimiento, a convertir en directiva un acuerdo sectorial relativo a la sanidad y seguridad en el trabajo10, debido a las demandas de algunos Estados miembro, como los Países Bajos, que no quieren regulaciones en estos asuntos. Igualmente, la Comisión va sustituyendo progresivamente el marco general del diálogo social con una serie de comités sectoriales, aún más particularizados y técnicos, mientras reduce la financiación de las instituciones del diálogo social, suprimiendo, por ejemplo, la organización de reuniones plenarias, lo que ralentiza el ritmo de trabajo.

De este modo, el tercer actor, la autoridad pública, completa su viraje neoliberal: de ser un aliado, en mayor o menor medida, del movimiento obrero, pasó a ser un «mero espectador» del diálogo social, para terminar implicándose activamente del lado de la patronal revirtiendo regulaciones y descafeínando aún más el diálogo social. Cualquier posibilidad de una Unión Europea «social» se desmorona a medida que su base social, ya de por sí estrecha, se congela e incluso se desmonta, convirtiendo a la UE en un proyecto de espacio común puramente encaminado al libre cambio, al servicio de los grandes cárteles. Por si esto fuera poco, la UE aumenta aún más el marco de influencia de las grandes empresas mediante acuerdos de comercio internacional como el TTIP. Un acuerdo que, más que eliminar las barreras al comercio, tiene como objetivo fundamental fomentar la convergencia reglamentaria (a la baja, evidentemente) en términos de normas sociales, medioambientales y sanitarias entre la UE y los EEUU.

La desregulación laboral se materializa de forma cada vez más contundente. En 2012, la Corte de Justicia de la Unión Europea vaciaba de contenido la decisión 99/70/CE del Consejo, del 28 de junio de 1999, que imponía un límite estricto a la posibilidad de encadenar contratos temporales, eliminando así una de las pocas leyes «sociales» de la UE. Se legitima mediante esta decisión la situación de un asalariado alemán que vivió 11 años de contratos temporales sin interrupción. La flexibilidad y la precariedad al servicio de los intereses de los capitalistas, permitiéndoles optimizar el mercado laboral según sus criterios de competitividad, arrebatan a los trabajadores la posibilidad de tener la estabilidad suficiente como para emprender un proyecto de vida. La Unión Europea arrima gustosa el hombro ofreciendo el marco adecuado para ello.

Pero, a pesar de que las condiciones de los trabajadores se ven cada vez más aplastadas por los intereses de los capitalistas, el diálogo social, con sus implicaciones de colaboración y consenso, dinamita la posibilidad de plantear cualquier reivindicación «peligrosa». Termina así, entre los «agentes sociales», con cualquier visión antagónica entre el trabajo y el capital, sustituyéndola por la conciliación y la capacidad de alcanzar acuerdos que, en una relación totalmente asimétrica, casi siempre van a beneficiar a la parte más poderosa (la patronal).

El diálogo social, siguiendo su lógica de elaboración de la norma mediante el modelo de red, incorpora de forma confusa e incoherente interlocutores a distintos niveles, temas incoherentes, niveles incompatibles de concertación…

Nos permite darnos cuenta, igualmente, de la evolución del lugar y el rol que se le atribuye al Estado, especialmente, en el marco de la globalización. Se sustituye el modelo de la reglamentación, definido a nivel nacional por el Estado, con el modelo de la regulación que se traduce, particularmente, por la aparición de nuevos niveles de elaboración de la norma, siendo éstos el territorio y el nivel trans-nacional. Esta variedad de lugares, niveles y temas de negociación, incluidos en la categoría de «diálogo social», genera dudas entorno a la cuestión del carácter vinculante de las normas así desarrolladas, pero también sobre sus contenidos, a medida que estas normas se alinean de forma cada vez más evidente con las cuatro libertades comerciales defendidas por la UE como sus valores fundamentales (libertad de circulación de mercancías, del capital, de servicios, y de trabajadores). En esta dinámica, lo social se ve inserto en la búsqueda de la máxima competitividad de las empresas, o queda reducido a gestionar la creciente masa de trabajadores y ciudadanos pobres, y se ve sustituido por la caridad.

A la vista de todo este proceso, y considerando que las normas regresivas para el derecho social y las condiciones de trabajo tienen una importante componente europea, tanto a nivel ideológico como legislativo, la necesidad de una coordinación europea del movimiento obrero parece clara. Un frente unido de trabajadores, con un proyecto alternativo, que confronte con la interpretación liberal única e incontestable que rige todos y cada uno de los aspectos de la Unión Europea, es la mejor opción para poder hacer frente a una clase de grandes capitalistas que adquiere un carácter cada vez más trans-nacional, y que impone su programa a través de las instituciones europeas y nacionales. Ni la «conquista» de las instituciones europeas, ni la salida «por goteo» pueden ofrecer una solución para el entuerto en que la Unión Europea ha metido a los trabajadores, a través de todas sus implicaciones, como el diálogo social. Sólo su ruptura, por la acción de la clase trabajadora europea, permitirá empezar a revertir la situación.

Más información (en francés) sobre esta materia en:

Le dialogue social européen ou la déconstruction du droit social et la transformation des relations professionnelles – Anne Dufresne y Corinne Gobin – Gresea, 30 de octubre de 2018.

Notas

  1. El Consejo de Asuntos Sociales reunía al conjunto de los ministros de asuntos sociales de los estados miembro de la Unión Europea
  2. Gabaglio, 2003
  3. Archivo de la CES, 1990
  4. Un caso perfecto de este fenómeno fue la reciente elección de ministros para el Gobierno Sánchez. Más que sus ideas o sus posiciones políticas, el criterio para la selección de los miembros del ejecutivo fue la «excelencia profesional». En lugar de conformar un gobierno democrático, con personas representativas y vinculadas a las organizaciones sociales y políticas, se creó un gobierno pseudo-tecnocrático, un «Dream Team» cuyo bagaje político era indiferente en comparación con sus «hojas de servicio» técnicas.
  5. COMISIÓN (2001), Gobernabilidad europea, Libro blanco, COM(2001), 428 final, 40 p.
  6. COMITÉ ECONÓMICO Y SOCIAL (1999), El rol de la contribución de la sociedad civil organizada en la construcción europea, Informe del 22 de septiembre de 199, JOCE C 329 del 17.11, p.30,§ 8.1
  7. Comunicación de la COMISIÓN del 18.2.2004, Tercer informe sobre cohesión económica y social, COM(2004), 107 final, 172 p., p.9
  8. Tengamos en cuenta que el nuevo tratado de la UE, el Tratado de Lisboa, que es el tratado actualmente en vigor desde 2009, el lugar reservado a las Iglesias por las Autoridades de la UE es muy importante: Artículo 17 del TFUE: 1. «La unión respeta y no prejuzga los estatutos de los cuales se benefician, en virtud del derecho nacional, las Iglesias y las asociaciones o comunidades religiosas en los Estados miembro. 2. La unión respeta del mismo modo el estatuto del cual se benefician, en virtud del derecho nacional, las organizaciones filosóficas y no confesionales. 3. Reconociendo su identidad y su contribución específica, la Unión, mantiene un diálogo abierto, transparente y regular con estas iglesias y organizaciones»
  9. Esta directiva determina las exigencias en materia de salud laboral y seguridad de las máquinas productivas puestas en circulación en el mercado europeo
  10. En concreto, un acuerdo alcanzado en el sector de la peluquería, destinado a proteger a los trabajadores de este sector frente a la exposición de ciertos productos que pueden provocar enfermedades de la piel

3 COMENTARIOS

  1. […] Antonio García Rosas escribía recientemente acerca de este tema. En referencia al cambio de enfoque operado en la CES (Confederación Europea de Sindicatos) en los años 80 y 90 del siglo pasado, describe la asunción del diálogo social de la siguiente manera: “De este modo, se había institucionalizado todo un cambio de perspectiva en torno a la negociación del derecho social y de los asuntos relativos al mundo del trabajo. Mientras que, anteriormente, la lucha entre patronal y sindicatos se producía de forma independiente, como una expresión inmediata de la lucha de clases, ese carácter central del conflicto quedaba diluido con la figura del diálogo social. Ya no se trataba de una lucha en la cual una parte conseguía imponer sus condiciones a la otra, sino de un “diálogo” que debía tener como eje central la colaboración entre los agentes. El carácter social de la contradicción capital-trabajo desaparecía ante la perspectiva de una negociación meramente técnica entre socios”. Simplemente magistral la forma de definir esta modificación sustancial en la concepción de la lucha de clases, pasando del predominio de la confrontación de intereses al de la colaboración, maniatando a la clase trabajadora. […]

  2. […] con sus políticas, sus directivas y sus libros de colores. Las autoridades europeas han jugado un papel fundamental en el debilitamiento del sindicalismo de clase y han reducido – aunque no eliminado – las competencias y posibilidades de los […]

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