En el futuro no cabe la precariedad: reflexiones en torno al conflicto del taxi

Es uno de los conflictos más intensos de la actualidad, y ocupa horas y horas de televisión y análisis. La mayoría de los comentaristas se dedican a atacar a los taxistas por activa y por pasiva, azuzando el enfrentamiento entre éstos y los trabajadores de VTCs. En la arena política, organizaciones como PP y Ciudadanos defienden abiertamente la liberalización del sector, mientras que Unidos Podemos se sitúa con firmeza del lado del taxi. Parece que, sea cual sea la solución, es inevitable que los trabajadores (taxistas o conductores de VTC) paguen el pato. ¿O no?

D. Fernández
D. Fernández
Ingeniero y marxista, convencido de que un mundo mejor es posible y está a nuestro alcance.

Cualquier ciudadano de Madrid o Barcelona ha oído hablar del conflicto del taxi, y es bastante probable que se haya visto afectado, de una u otra forma, por las movilizaciones que los taxistas están llevando a cabo en defensa de sus condiciones laborales. No se trata, no obstante, de un conflicto exclusivo de estas dos grandes ciudades: ha sido en Madrid o Barcelona, por ser las ciudades donde las empresas de VTCs (Uber o Cabify, principalmente) operan, donde ha prendido la mecha, pero si las VTCs consiguen imponer y legitimar su modelo de negocio, no tardarán en extenderse a cada rincón de España.

La lucha que se libra en estas dos ciudades, por tanto, afecta a todo el sector del taxi. Y es una lucha en la que hay mucho en juego: como todas las luchas en las que hay mucho en juego, abunda el ruido interesado y escasea el análisis de fondo. En este artículo vamos a intentar situar algunos elementos de reflexión sobre el carácter colectivo del conflicto y algunas claves de interés en el marco general en el que se inscribe todo conflicto social: la lucha de clases.

Disculpen las molestias, estamos en lucha

Una de las características más reconocibles de este conflicto está siendo la contundencia de los taxistas a la hora de plantear sus movilizaciones, una contundencia que, como no podía ser de otra manera, está teniendo consecuencias en la vida diaria de Madrid y Barcelona. Muchos periodistas mamporreros, y más de un político, han aprovechado esta circunstancia para justificar sus ataques indiscriminados al sector del taxi y su defensa de una liberalización salvaje que levante los diques al tsunami de la precarización.

Apelando a los ciudadanos y usuarios, señalan agresivamente a los trabajadores en lucha por atreverse a interrumpir la normalidad incuestionable de la rutina. Todo debe funcionar como un reloj: toleraremos las protestas, en tanto en cuanto no tengan ningún impacto. El espacio público es de todos y no puede ser secuestrado por una minoría. Los taxistas actúan como una mafia violenta que atenta contra el resto de ciudadanos, y, en especial, contra los conductores de VTC. Hemos oído declaraciones de este tipo, por activa y por pasiva, en todas las tertulias. Declaraciones interesadas que atentan contra el derecho mismo a la protesta, a la lucha, y que no son ningún análisis, sino propaganda abierta contra el sector del taxi, al servicio de Uber, Cabify y demás multinacionales.

Es inevitable recordar, cuando estalla un conflicto de estas características, cómo se repite el manual mediático de criminalización de la protesta. En España, sin ir más lejos, tenemos el caso de los mineros. Mismos argumentos, mismos razonamientos: los mineros son una mafia organizada que recurre a la violencia para mantener sus privilegios. Se oponen a la evolución técnica y están fuera de la realidad. Y si retrocedemos algo más en el tiempo, y echamos un vistazo a casos de otros países, es inevitable comentar los casos de Martin Luther King, acosado, perseguido y denunciado por los medios estadounidenses, jaleados por el FBI, y de Nelson Mandela, considerado oficialmente un terrorista hasta 2008. El caso de los taxistas no es más que el último episodio de la larga guerra que libran los capitalistas contra el derecho democrático a la protesta, siempre intentando criminalizarlo para acotarlo, limitarlo, y, en última instancia, despojarlo de todo sentido.

La protesta, si no tiene un impacto real, no es una protesta. El derecho a protestar no es el derecho a decir que no se está de acuerdo: ese derecho ya está amparado por la libertad de expresión. El derecho a protestar es el derecho a influir, a ejercer presión, a plantear una lucha de igual a igual a aquello contra lo que se protesta. Pretender que los taxistas luchen contra Uber y Cabify quedándose en casa es, en la práctica, arrebatarles el derecho a protestar. Las movilizaciones, bloqueos, cortes de carretera… que están llevando a cabo no sólo son justas, sino necesarias.

En cuanto a los supuestos casos de violencia, aireados y repetidos hasta la saciedad por los medios de comunicación, no son más que casos aislados que no representan para nada la tónica general de las protestas. Los taxistas no van por ahí disparando ni apedreando a los VTCs, por mucho que se intente vender esa imagen. Esa campaña de criminalización es parte de la propaganda contra la protesta, con la intención de plantear el conflicto del taxi como una lucha entre trabajadores (taxistas y conductores de VTC), cuando se trata de una lucha entre trabajadores y multinacionales.

Pero no son pocos los que compran ese discurso. No faltan los trabajadores que repiten el mismo argumentario para atacar a los taxistas, y, a través de ellos, intentar minar el derecho a la protesta. Es lo que en el primer editorial de esta revista denominábamos la Zona Cero.

La falta de conciencia de la clase trabajadora no se expresa solamente en la dificultad de plantear un programa alternativo al del gran capital, sino también en el abandono o el rechazo activo de herramientas de lucha como las que están empleando los taxistas. Mientras la conciencia de la clase trabajadora siga hundida en esa Zona Cero, en ese agujero negro de liberalismo, las campañas mediáticas de criminalización de las luchas obreras seguirán encontrando eco entre los propios trabajadores. La defensa de una política de clase no es sólo un asunto de fondo, sino también de forma: atraviesa a toda la clase y determina por completo su participación en la política, desde el contenido de sus propuestas hasta la forma en que estas se defienden.

De nuevo, la unidad

Otra de las claves del conflicto está siendo la unidad con la que se han movilizado los taxistas. Para empezar, raro es el que no ha secundado la huelga en una de las dos ciudades; pero, además, también hemos visto como los taxistas de Madrid y Barcelona se han coordinado para presentar un frente común, a pesar de tener realidades relativamente distintas y negociar con administraciones distintas1. Tanto es así que, incluso cuando los taxistas de Barcelona han bajado un peldaño en la intensidad de sus movilizaciones, debido al acuerdo alcanzado con la Generalitat, algunos de ellos se han desplazado hasta la capital para apoyar a sus compañeros madrileños.

Más aún, la unidad de acción de los taxistas ha alcanzado también escala europea, con reuniones entre taxistas españoles y franceses, y con participación de taxistas portugueses solidarizándose en Lisboa con sus compañeros españoles, e incluso desplazándose hasta Madrid para acompañarles en las protestas. Una de las asociaciones del taxi que está encabezando las protestas, Élite Taxi, se organiza a nivel europeo, con presencia en Italia, Francia o Bélgica. Es comprensible, dado que el conflicto entre Uber y el taxi tiene una dimensión europea innegable, situándose la batalla judicial entorno a los tribunales europeos. Esta maniobra, además, permite aglutinar una fuerza de trabajadores aún mayor para enfrentarse a las multinacionales, amplificando la capacidad de presión y aumentando el impacto de las protestas.

De forma cada vez más extensa, los colectivos de trabajadores en lucha demuestran como la unidad es clave a la hora de plantear las luchas. La unidad, primero, en el seno de la fábrica o centro de trabajo, como la que han presentado los compañeros de CocaCola en Lucha en la planta de Fuenlabrada o como la que están mostrando los taxistas en lucha de Madrid. La unidad, después, entre plantas o centros de trabajo, como la que mostraron los compañeros de Alcoa entre las plantas de Avilés y A Coruña o como la que han mostrado los taxistas de Madrid y Barcelona. Y la unidad, en última instancia, internacional, para presentar un frente común de trabajadores con intereses comunes frente a las multinacionales a las que nos enfrentemos, como hicieron, por ejemplo, los compañeros de Ryanair, los de Amazon, o los propios compañeros de CocaCola en Lucha, que nos contaban su experiencia en un artículo reciente, o como están haciendo los taxistas españoles y portugueses.

El movimiento sindical ya está dando pasos claros hacia la construcción de estructuras de coordinación a nivel trans-nacional. Es lógico, cuando se enfrentan a empresas que operan con estructuras que superan orgánica y funcionalmente las fronteras nacionales. Sin embargo, desde la rama política del movimiento obrero, aún estamos lejos de alcanzar ese grado de colaboración. La mayoría de las organizaciones políticas obreras se limitan a reunirse, firmar declaraciones conjuntas, y compartir programas mínimos muy básicos. Pero no hay una coordinación práctica que acompañe desde la política los movimientos que se realizan desde la esfera sindical. Eso limita las prometedoras posibilidades de estas experiencias de coordinación europea: el conflicto del taxi es el enésimo ejemplo de que una de las principales tareas pendientes para las organizaciones políticas obreras es plantear un frente común, como poco, a nivel europeo, para ser efectivas y útiles para los trabajadores a los que se supone que representan.

Una lucha contra la uberización del trabajo

Aunque ahora se ha extendido su modelo, Uber fue la primera empresa que puso en marcha, bajo la excusa de la «economía colaborativa», un modelo de empleo basado en la precariedad absoluta. Tanto es así que la palabra «uberización» se ha extendido como término recurrente en el lenguaje del mundo del trabajo para definir el proceso de flexibilización y precarización que estamos sufriendo. Lo que empezó, precisamente, por el sector de los VTCs se ha extendido al reparto de comida a domicilio (la empresa emplea extensivamente su servicio UberEats, y muchas otras empresas como Deliveroo o Glovo copian el modelo) y planea llevar su modelo de empleo al personal de cabina de las aerolíneas, a los camareros o a los guardias de seguridad.

La uberización no es un fenómeno técnico de progreso: es un fenómeno social de precarización. No se trata de ofrecer un mejor servicio a los usuarios, sino de ofrecer herramientas a los capitalistas para flexibilizar aún más sus plantillas y adecuarlas a la inestabilidad anárquica del mercado. Dicho de otro modo, es una herramienta para vincular nuestras vidas a esa misma inestabilidad. Convertirnos en esclavos de la temporalidad, pluriempleados, incapaces de tener un plan de vida porque es imposible saber cuántos ingresos vamos a tener a fin de mes. El elemento técnico no es más que el aderezo que usan para disimular sus verdaderas intenciones. Si nos atenemos al sector del taxi, de hecho, el uso de aplicaciones ni siquiera es una innovación: ya existen agrupaciones de taxistas que hacen uso de este tipo de herramientas. No hay nada nuevo ni nada positivo para usuarios y trabajadores en Uber o Cabify: no son más que un ensayo del gran capital para ver hasta donde pueden presionar los límites de la estabilidad laboral.

Por eso razón, el conflicto del taxi no es una lucha exclusiva del sector, ni se trata de una cuestión que afecte únicamente al transporte en vehículo tripulado, sea taxi o VTC. Ya hay planes concretos para reproducir ese modelo en otros empleos. No es descabellado pensar que el día de mañana, si Uber termina imponiendo su modelo de empleo, la mayoría de los trabajadores tengamos una app en el móvil en la que se nos diga de qué vamos a trabajar cada día: hoy, conduciendo un coche; mañana, en una cadena de montaje; pasado, sirviendo copas. Atomizados, aislados, enfrentándonos por solitario a grandes empresas que tienen nuestras vidas en sus manos.

La uberización no es más que la evolución de la ETT, el siguiente paso de la temporalidad. La evolución técnica, empleando una herramienta como una aplicación en lugar de tener que montar oficinas, con los gastos que eso conlleva. Pero, sobre todo, la evolución social, la culminación del proceso de liberalización iniciado por Thatcher y Reagan, destinado a destruir todo sentido colectivo de clase trabajadora, para después destruir nuestras organizaciones sindicales y políticas, y terminar acabando con la negociación colectiva. La empresa frente al trabajador, sólo, aislado, débil. El sueño de los capitalistas.

Por esa razón, todos los trabajadores deberíamos plantearnos el conflicto del taxi en términos más elaborados que una simple lucha particular en un sector que nos es ajeno. El proceso ha empezado por ahí, pero si no lo detenemos se extenderá. Haríamos bien, en primer lugar, en solidarizarnos con los taxistas en la lucha contra la precarización, y en seguir y analizar su conflicto para aprender, conocer al enemigo y estudiar las formas más efectivas de combatirlo, porque es muy probable que dentro de no mucho tiempo nos veamos en la misma situación.

¿Y ahora qué? Propuestas para salir del embrollo

En Barcelona, después del acuerdo alcanzado entre Generalitat y taxistas, quienes han salido a la calle han sido los conductores de VTC para denunciar que, si Uber y Cabify se marchan, perderán sus puestos de trabajo. No les falta razón: aunque los taxistas siempre han señalado que su lucha es contra las multinacionales, los trabajadores de las VTC están en medio de esa lucha, y no parece que nadie les esté teniendo en cuenta.

Esto se debe a que el conflicto se ha planteado en términos de competitividad, de competencia, entre colectivos de trabajadores. Las multinacionales como Uber y Cabify han «secuestrado» a sus trabajadores y los esgrimen como rehenes contra los taxistas. Presionan a las administraciones argumentando que no se trata de las empresas, sino de sus trabajadores, como si la única solución fuera permitir la actividad de las multinacionales o enviar a estos al paro. Esta falsa disyuntiva, como es lógico, enfrenta a los trabajadores de los VTC con los taxistas, incluso a pesar de que los últimos nunca han planteado el conflicto en estos términos. Pero, al asumirse ese marco, por ser, aparentemente, el único viable, algunos taxistas han terminado aceptando que, efectivamente, trabajadores de VTC y multinacionales son un mismo enemigo.

El conflicto no debería plantearse en esos términos. La legítima defensa de los derechos de los taxistas, la resistencia frente a la uberización, no debería suponer el abandono y pisoteo de otro colectivo de trabajadores, como son los conductores de VTC, que no tienen culpa ninguna. Como el resto de trabajadores, se ven obligados a vender su fuerza de trabajo, lo único que tienen, para ganarse un salario que les permita vivir. Las multinacionales como Uber o Cabify se aprovechan de esta situación, pero eso no convierte a sus trabajadores en cómplices. Salvando algunas distancias, la situación que se está viviendo en este conflicto con los trabajadores de VTCs es similar a la que sufren los trabajadores inmigrantes: las multinacionales y grandes empresas se aprovechan de ellos, y todavía hay quienes intentan culpabilizarlos y hacerles responsables del daño que causan los capitalistas al utilizarlos. Ni los inmigrantes ni los conductores de VTC son el enemigo: el enemigo son las multinacionales y los capitalistas interesados en promover la uberización del trabajo.

Llegados a este punto, la inactividad de las administraciones (cuando no su connivencia activa con las multinacionales) ha generado un problema mucho mayor: al permitir que estas multinacionales operaran abierta y extensivamente, saltándose la ley y las regulaciones, introduciéndose en un sector hasta entonces perfectamente regulado, han generado un nicho de trabajadores que están sufriendo el fuego cruzado del conflicto, y a los que no se puede abandonar a su suerte. Uber y Cabify deben ser expulsadas del negocio y obligadas a cumplir con la regulación de la actividad que realmente realizan (las VTCs tienen sus propias condiciones, distintas de las del taxi), y su modelo de empleo debe ser rechazado, pero no se pueden dejar a miles de trabajadores abandonados por el camino.

Sin embargo, tampoco es concebible plantear un futuro en el que los trabajadores nos repartamos las migajas en empleos precarios de sectores improductivos. España no puede ser una economía de repartidores de Glovo y conductores de Uber: no se trata de legislar y regularizar la precariedad, sino de combatirla y acabar con ella. La solución para los trabajadores de VTC no es forzar aún más un mercado limitado, como es el del taxi: no se trata de buscar las mejores condiciones en las que Uber y Cabify puedan convivir con los taxistas, por la sencilla razón de que eso es imposible. Lo que se ha producido en este sector es una OPA hostil por parte de unas multinacionales que presionan las condiciones de trabajo a la baja. Amazon ha llevado a cabo una política empresarial parecida en el sector de la logística, convirtiéndose prácticamente en un monopolio, devaluando las condiciones laborales y arrebatando derechos a los trabajadores: si se liberalizara y permitiera la entrada de empresas como Uber o Cabify en el sector, el futuro de los taxistas bien podría parecerse al de los compañeros de Amazon.

El problema resulta aún más grave si tenemos en cuenta que las instituciones han sido cómplices de esa OPA hostil, haciendo la vista gorda, hasta que los taxistas se han plantado y han dicho basta. Si terminan venciendo, miles de trabajadores de las VTC perderán su trabajo. Pero eso no es culpa de los taxistas: es culpa de las instituciones, que han permitido la actividad parasitaria y devoradora de las multinacionales. Y, por tanto, deben ser las instituciones las que ofrezcan una solución. Para los trabajadores de VTCs como Uber o Cabify, para los repartidores de Glovo o Deliveroo, y para todos los parados y jóvenes que se ven obligados a aceptar todo tipo de trabajos precarios. Esa solución debería basarse, en primer lugar, en la derogación de las reformas laborales que han creado el marco propicio para que la precariedad se extienda. Y, en segundo lugar, en un plan de empleo nacional, basado en la creación de un sector productivo de propiedad pública, que permita ofrecer una alternativa a estos trabajadores, al tiempo que reorientar su fuerza de trabajo hacia actividades que generen riqueza para el país.

Todo lo que sea asumir la precariedad como una especie de resultado inevitable del progreso técnico, e inhibirse del conflicto social que realmente se está produciendo entorno a la uberización, será una irresponsabilidad por parte de las autoridades. Inhibirse en este conflicto supone ponerse del lado de las multinacionales, del lado de la precariedad, y del lado del empobrecimiento del trabajo y de los trabajadores. Las instituciones no pueden mirar para otro lado, ni adoptar una posición de equidistancia: no pueden valer lo mismo la libertad de hacerse millonario y el derecho a vivir dignamente. Menos aún cuando la libertad hacerse millonario amenaza con su propia existencia el derecho a vivir dignamente. Quien pretenda que ambos elementos convivan, ya sea en el sector del taxi o en cualquier otro, está eligiendo bando: se está poniendo del lado del lado de los millonarios, y está enfrentándose a los trabajadores.

Notas

  1. Algo que, de hecho, ha permitido que el conflicto en la Ciudad Condal se haya estabilizado tras el acuerdo entre taxistas y Generalitat, mientras que el conflicto en Madrid parece cada vez más duro ante la falta de voluntad de las administraciones

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