Aunque no ocupen la primera página de los periódicos ni de los telediarios, los casos de represión anti-sindical son, por desgracia, un goteo incesante. Algunos son perfectamente conocidos, especialmente en las grandes empresas que sí reciben atención mediática: prácticamente todos sabemos la política anti-sindical que practican Mercadona, el Corte Inglés, e incluso Amazon.
Con valentía y organización, los trabajadores vamos consiguiendo avanzar espacios en todas estas empresas, pero en el proceso muchos compañeros y compañeras sufren situaciones totalmente intolerables, que vulneran sus derechos fundamentales. Abusos, malos tratos y actitudes represivas que se acentúan a medida que las organizaciones obreras se asientan, crecen y se desarrollan, y los jefecillos, dictadores y caciques empresariales ven amenazada su impunidad. Hace no mucho, por lo escandaloso del asunto, salio a la luz la gravísima situación que se está viviendo en la empresa gallega Sargadelos. El propietario, al más puro estilo mafioso de la España de comienzos del siglo XX, amenazó con despedir a la mitad de la plantilla si no revocaban la elección de la presidenta del comité de empresa.
Cuando los tribunales declararon nulos esos despidos, Segismundo García, que así se llama este individuo, redobló sus ataques contra la compañera, llegando a impedirle el acceso al puesto de trabajo, obligando a otros trabajadores a firmar un documento redactado por él mismo en el que exige la revocación, y despidiendo a algunos trabajadores que se negaban a hacerlo. En este caso, el hecho de que Segismundo García entrara como un elefante en una cacharrería provocó una sana reacción pública de denuncia de la situación.
Pero el problema es que, en la mayoría de los casos, los empresarios y sus capataces son más sutiles y disimulados: llevan a cabo la misma represión, con maniobras muy parecidas, pero lo esconden bajo una apariencia de legalidad. Son decisiones amparadas por la libertad del empresario para gestionar su empresa como mejor le parezca, sin ninguna contraparte democrática por parte de la plantilla. Se disfrazan de decisiones puramente técnicas, motivadas por un contexto de negocio particular, pero lo que se está produciendo en el fondo es pura represión: compañeros que se ven sometidos a desplazamientos forzosos, enviándoles a las tiendas o centros de trabajo más alejados de sus domicilios; compañeras que son enviadas a los puestos más duros dentro de una cadena de producción, los más aislados, para evitar que «agiten» al resto de la plantilla; compañeros que ven como sus contratos temporales no son renovados por haberse atrevido a denunciar alguna injusticia, o simplemente por no haber tragado con todo lo que les echaban encima… Y, por supuesto, compañeros y compañeras que directamente son despedidos, por las buenas o por las malas, cuando intentan organizar candidaturas sindicales.
Este modelo de funcionamiento atraviesa a todas las empresas. No es exclusivo, ni mucho menos, de las multinacionales ni de los grandes gigantes. En las empresas pequeñas, los abusos se producen directamente en el marco de las relaciones personales entre empresarios y trabajadores: jefes que por las malas intimidan, amenazan, coaccionan, o que por las buenas piden «favores» como echar horas extra o venir a trabajar cuando no toca «para que la empresa salga adelante». En las empresas intermedias los casos siguen la dinámica de las grandes empresas, pero llegan a ser más sangrantes: dado que no atraen a la atención pública, los empresarios y sus capataces se sienten «a salvo» para poder llevar a cabo esta guerra sucia contra el sindicalismo, que no es más que una guerra sucia contra la democracia. Es el caso, por ejemplo, de Telyco, una empresa de telefonía y telecomunicaciones de segunda línea vínculada a Telefónica, en la cual la represión sindical se está convirtiendo en una peligrosa costumbre.
El primero en sufrirla fue el secretario de la sección de CCOO, que fue transferido de su tienda habitual a otra a más de una hora de su domicilio. Y no sólo eso, sino que esta tienda está prácticamente abandonada, sin clientela, con lo cual la verdadera intención de la empresa era justificar su despido basándose en el hecho de que la tienda en la que trabajaba era improductiva y debía cerrar. Viene a ser lo mismo que pretendía hacer Segismundo García en Sargadelos, pero con más tacto: el resultado, en cualquier caso, es el mismo. Como el compañero se ha mantenido firme, han reanudado sus ataques contra la sección, despidiendo ahora a una compañera delegada sindical. En este caso ni siquiera se han molestado en disimular, protegidos por una cierta sensación de descrédito e indiferencia hacia los sindicatos, fruto de una campaña más o menos articulada que denunciábamos recientemente.
¿Hasta dónde va a llegar la represión anti-sindical? ¿Tiene que ocurrir una tragedia para que las instituciones se tomen este problema en serio? Una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil: la democracia española es tan fuerte como lo es la democracia en las empresas españolas. Y, teniendo en cuenta que ésta es prácticamente inexistente, podemos hacernos una idea de cuál es la calidad de nuestra democracia.
Pasamos ocho horas al día en nuestro puesto de trabajo, cuando no más. Su influencia va más allá de ese horario: lo tenemos en la cabeza constantemente, y lo que pasa en el trabajo nos acompaña fuera de él. Cuando algo sale bien, como cuando conseguimos una victoria sindical y defendemos nuestros derechos, la alegría nos acompaña a casa. Y cuando algo sale mal, como cuando se nos maltrata sistemáticamente, se nos acosa y se nos agrede, el estrés, el malestar, el agobio, también nos acompañan a casa. Por eso es fundamental para nuestra democracia que la cuestión de la represión sindical se ponga sobre la mesa. Y, asociada a ésta, que se plantee también la necesidad de extender las instituciones democráticas más allá de las puertas de los centros de trabajo: la represión sindical sólo es viable para los empresarios porque en las empresas son un poder absoluto y prácticamente incuestionado, que casi nunca tiene una contraparte democrática de los trabajadores.
Ese papel debe corresponder a los sindicatos, pero para que puedan ejercerlo es necesario que cuenten con herramientas para ello. En primer lugar, el Estado debe reforzar la inspección de trabajo: debe contratar más personal y dotarla de más financiación. Las inspecciones deben producirse de forma exhaustiva y constante para evitar normalizar las situaciones de abuso en los centros de trabajo. En lo relativo al papel de las propias organizaciones sindicales, es necesario que tengan mayor capacidad de decisión sobre la empresa: no basta con «supervisar» las decisiones del empresario. También deben tener la capacidad de revocarlas, y de aprobar sus propias decisiones. Las reestructuraciones y planes estratégicos, por ejemplo, deberían contar con el voto de los comités de empresa: si éste vota en contra, se acabó. Mandos intermedios, como capataces e incluso directivos, deberían ser elegidos democráticamente por la plantilla, y rendir cuentas ante ésta y no ante los accionistas. Y por supuesto, las secciones sindicales no sólo no deberían ser perseguidas, sino que deberían contar con los recursos económicos y logísticos necesarios para desempeñar adecuadamente sus funciones.
La cuestión de la represión sindical, unida a la cuestión de la preocupante falta de democracia en las empresas, es un asunto central para nuestra sociedad: mientras los centros de trabajo sigan siendo pequeñas tiranías casi impunes, la mayoría de la población española seguirá viviendo gran parte del día bajo una dictadura. Eso no puede permitirse en democracia.