Desde que sus efectos empezaron a hacerse notar y la comunidad científica lanzó las primeras advertencias, allá por los años 80, el cambio climático ha ido avanzando rápida e inexorablemente. La ausencia de una política eficiente para combatirlo, unida a los intereses de las grandes multinacionales que son, en gran medida, responsables directas del calentamiento global, nos ha arrebatado un tiempo precioso para poder ponerle remedio, minimizar sus efectos y empezar a revertirlo. Por suerte, a medida que se hace más evidente cuán grave es el impacto que está teniendo en nuestro entorno y en nuestras sociedades, cada vez más voces se alzan para exigir que el cambio climático sea combatido de una vez por todas. Y, en ese sentido, estamos consiguiendo avances.
La mayoría de los expertos y de las personas implicadas en la lucha medioambiental son conscientes de que éste es un problema grave, global y muy profundo. Durante muchos años, sus advertencias han sido ignoradas. Mientras los glaciares se derretían, aumentaban las temperaturas y las sequías empezaban a causar hambrunas, todas las propuestas que nos vendían los medios de comunicación y determinados políticos, financiados durante décadas por las petroleras y otras industrias interesadas, apenas servía para empezar a ponerle freno al problema. Cumbre tras cumbre se han firmado acuerdos que luego se han incumplido sistemáticamente, mientras se hacía recaer el ecologismo exclusivamente en los hombros de las personas corrientes, no sólo culpabilizándonos de causarlo, sino también haciéndonos responsables de detenerlo.
Esto está cambiando, y ahí es donde se están consiguiendo avances. Poco a poco, el ecologismo está evolucionando para conviertirse en una propuesta política de primer nivel. Se está señalando a los verdaderos culpables, y se está empezando a exigir responsabilidades a quien de verdad tiene que pagarlas. Y, lo que es más importante, se están empezando a poner sobre la mesa propuestas para empezar a cambiar las cosas. El ecologismo cosmético de los pequeños actos individuales se ha revelado como insuficiente, y se está tomando consciencia de la verdadera profundidad del fenómeno. Eso, inevitablemente, está sacando a la luz la verdadera profundidad de las soluciones a impulsar.
En ese terreno se está librando ahora la batalla: el cambio climático nos va a obligar a llevar a cabo cambios profundos, radicales, en la forma en que organizamos nuestra sociedad. Como siempre, habrá beneficiados y perjudicados. Cuando todo esto acabe, ¿quién ocupará qué lugar?
¿Vamos a dejar al zorro a cargo del gallinero?
Durante años, los grandes capitalistas han ignorado directamente el cambio climático. En un mercado que se mueve a corto plazo, no tiene cabida plantearse un problema como éste. No, al menos, hasta que empieza entra dentro del área del radar de los beneficios, interfiriendo en las cuentas de estas empresas. Ya estamos llegando a ese punto: aún quedan elementos recalcitrantes, negacionistas, especialmente en EEUU, que no están dispuestos a añadir un factor adicional de inestabilidad en sus cálculos. Pero desde el ámbito público se está empezando a generar conciencia en torno al problema, y se están empezando a tomar medidas.
El problema es que las medidas que se están tomando tienen como punto de partida la no interferencia del libre mercado. Aunque suene de locos, la solución que algunos proponen para el problema del cambio climático viene a ser, básicamente, dejar al zorro al cuidado del gallinero. El mismo mercado que con sus déficits de planificación y organización de la producción nos ha traído hasta aquí se supone que va a sacarnos del hoyo. Difícilmente puede afrontarse un cambio tan profundo dejándolo en las manos de la caótica producción capitalista.
Tengamos en cuenta que estamos hablando del mismo mercado que generó durante años una burbuja financiera, especulando con hipotecas basura, acrecentando el problema de la sobreproducción, sin pararse por un segundo a pensar en las consecuencias de sus actos. O lo que es peor, a lo mejor llegaron a pensarlas y decidieron que les valía la pena si por el camino se hacían ricos. ¿De verdad alguien se cree que en manos de JPMorgan, Goldman Sachs o Wells Fargo, se va a solucionar el cambio climático antes de que sea demasiado tarde? ¿Alguien cree capaces de arreglar semejante entuerto a los mismos tipos que han causado la crisis económica más grave desde 1929?
«Hay que apretarse el cinturón»
Suena absurdo, pero es lo que estamos haciendo. Se genera un marco regulatorio, un intento de «encaminar» a las fuerzas del libre mercado hacia el ámbito que nos interesa (una economía menos contaminante) y se le pone una velita a San Adam Smith a ver si la mano invisible tiene a bien echarnos un cable. Sin entrar ya a valorar la capacidad del capitalismo de resolver un problema que él mismo ha creado, lo problemático, mientras tanto, es quién está pagando los platos rotos.
Cómo si no hubiéramos visto ya la forma de actuar de las grandes empresas después de la crisis del 2008, hay algunos que todavía creen que se le pueden poner puertas al campo. Se dedican a legislar para favorecer la transición energética, pero confían en que los capitalistas de turno se encarguen de todo. Y cuando los capitalistas de turno se encargan de todo, los que pagamos somos los trabajadores. Es un fenómeno que tristemente estamos viendo ya en regiones de España, especialmente en Asturias. Durante años se han estado ofreciendo subvenciones a la minería del carbón… que han ido a parar a los bolsillos de un puñado de empresarios. Ese dinero, que debería haberse invertido en generar una alternativa económica y de empleo para las comarcas dependientes del carbón, en su lugar ha ido a engrosar las cuentas de dividendos de unos pocos.
Y ahora, cuando la situación del carbón es insostenible, y las minas van cerrando, estos accionistas y directivos se van a casa con la bolsa llena y dejan las comarcas desoladas y a centenares de miles de personas sin empleo ni alternativas. El mismo discurso sobre responsabilidad compartida que nos soltaron cuando estalló la crisis financiera es el que nos sueltan ahora, en mitad de la crisis medioambiental: «hay que apretarse el cinturón». «Todos tenemos que poner de nuestra parte». «Esto va a requerir sacrificios». Pero los que nos apretamos el cinturón, ponemos de nuestra parte, y nos sacrificamos somos, una vez más, los trabajadores.
¿Y si cambiamos de lógica?
Hay dos cosas claras, por lo tanto: primera, que el cambio climático difícilmente puede ser solucionado recurriendo a los mismos mecanismos y formas de actuar que lo causaron; segunda, que en el camino no sólo no estamos consiguiendo avances, sino que además estamos provocando graves daños a una mayoría social. Una transición energética gestionada en la práctica por la misma minoría que ha amasado fortunas a raíz del cambio climático tiene poco recorrido: si obligamos a los trabajadores a elegir entre una economía contaminante que genera empleo, y una economía verde que lo destruye, no nos extrañemos cuando el gobierno acaba en las manos de negacionistas como Trump.
La única transición energética posible es una transición que interese a la mayoría social. Una transición que no haga que paguemos los platos rotos los de siempre, que no regale dinero a las empresas privadas en forma de subvenciones, sino que aproveche el poder económico del Estado para redirigir la economía hacia sectores menos contaminantes y más sostenibles. Y que, en el camino, haga que los costes los paguen los que tienen más – que, además, son los responsables de que estemos donde estemos. Esa es la única transición energética justa. Todo lo demás es engañar a la gente con palabras bonitas, mientras se juega con su trabajo y con su futuro.
Aquí hay ya una idea clave para esa transición: va a ser cara, y va a ser difícil. Va a requerir de un gran esfuerzo, en muchos ámbitos, para transformar el modo en que producimos y organizamos nuestra economía: algo que el libre mercado no puede proveer. No hay ningún caso en la historia en el que la iniciativa privada haya llevado a cabo semejante tarea: desde la campaña para la erradicación de la viruela, hasta los grandes procesos de industrialización del siglo XX, como el de la Unión Soviética, pasando por el programa Apolo de los EEUU para llegar a la Luna, cuando la tarea ha sido excepcional, ha sido el Estado quien ha tenido que asumir el mando. ¿Hay acaso alguna tarea más excepcional que detener y revertir el cambio climático?
El Green New Deal, en boca de todos
En este sentido, una de las ideas que están sobre la mesa para empezar a darle la vuelta a la situación climática de nuestro planeta es el Green New Deal. Propuesto por la congresista americana Alexandria Ocasio-Cortez, y apoyado por un significativo número de políticos demócratas que incluye a dos candidatas a las primarias (Kamala Harris y Elizabeth Warren), se trata de un programa inspirado en el New Deal de Franklin Roosevelt.
Éste fue un programa de reactivación de la economía estadounidense para recuperar al país de la crisis de 1929, basado entre otras cosas, en otorgar un mayor papel al Estado americano, tanto a nivel regulador como mediante la intervención directa. Para eso se crearon entidades como la National Recovery Administration, que supervisaba las prácticas y el empleo en las industrias del país, y programas como la Federal Emergency Relief Administration, encargada de ofrecer subsidios a los parados en situaciones críticas, o la creación del Civilian Conservation Corps, un servicio público que creó directamente miles de empleos (500.000 en su punto álgido1).
Inspirándose en esa tradición de intervención democrática y dinamizadora de la economía, el Green New Deal transforma la amenaza en una oportunidad, situando la necesidad de afrontar el cambio climático mediante una profunda transformación de la economía estadounidense, impulsada por el Gobierno Federal, a través de programas de inversión y participación en sectores como la energía, la agricultura, el transporte. Aquí está la clave del programa: no se trata de inyectar dinero a fondo vacío en el sector privado, sino de que sea el Estado el que asuma el papel transformador:
- De forma que la sociedad reciba «participaciones apropiadas y recuperación de las inversiones»2
- «Dirigiendo las inversiones para estimular el desarrollo económico, la profundización y la diversificación de la industria (…) generando riqueza y propiedad colectiva»3
- «Asegurando el uso de procesos democráticos y de participación, inclusivos para las comunidades vulnerables y los trabajadores y liderados por estos para planificar, administrar y gestionar el Green New Deal a nivel local»4
Es un concepto que implica una importante transformación de la economía, con el fin de combatir el cambio climático sumando en el proceso a la mayoría social y asegurando que ésta es la que dirige la transformación económica y social, y que son las grandes corporaciones y multinacionales las que asumen los costes.
La versión descafeinada europea
Tratándose de un problema que está sobre la mesa gracias a la presión y a la movilización social de colectivos como Fridays for Future, no es de extrañar que ya haya quien se esté intentando anotar un tanto aprovechando el tirón del Green New Deal. Es el caso, por ejemplo, del PSOE, que recientemente afirmaba estar dispuesto a promover un modelo parecido en España. También los Verdes Europeos incluyen ideas similares en su manifiesto. Las mismas ideas están sobre la mesa: «descarbonización», «empleos verdes», «regulaciones medioambientales»… Sin embargo, apenas hay referencias a cómo se va a financiar o impulsar ese programa.
¿De donde va a salir el dinero? ¿Se va a continuar con la política de subvenciones a fondo vacío, de exenciones fiscales, y de todo tipo de prebendas para las grandes empresas, confiando en que sean ellas quienes hagan el trabajo? Debemos exigir clarificación en ese sentido. El Green New Deal promovido por el ala izquierda de los demócratas americanos es claro al respecto: sitúa en el Estado la responsabilidad y el papel dirigente del proceso. Nada de «generar un marco» y dejar que actúe el libre mercado mientras nos quedamos mirando. Nada de poner en manos de una minoría de accionistas y directivos la transición energética. Será el Gobierno, y no ningún Consejo de Administración, quien impulse un cambio profundo y radical que tendrá a las comunidades y a los trabajadores como eje central.
Ni el PSOE ni los Verdes Europeos parecen por la labor de asumir esos aspectos del Green New Deal: prefieren quedarse con el nombre e intentar engañar a unos cuantos incautos. Más que un New Deal 2.0, lo que el PSOE nos pone sobre la mesa es una reconversión industrial 2.0: miles de puestos de trabajo perdidos, una economía lastrada por la falta de industria, comarcas enteras destruidas…
Aprovechemos la ocasión (porque puede ser la última)
No todas las fuerzas políticas europeas están comprometidas con esa transición energética al servicio de la minoría. Podemos, por ejemplo, ha recogido el guante y ha lanzado una propuesta denominada «Plan Horizonte Verde«. Los objetivos son similares (economía de cero emisión, erradicación de los combustibles fósiles, creación de empleo), pero, a diferencia del PSOE y los Verdes, aquí se reconoce explícitamente el papel del Estado, como parte de una «inversión público-privada anual del 2.5% del PIB», en la dirección e impulso del programa. Se vincula, además, con la recuperación de la industria, un elemento clave para reactivar la economía española.
Aunque el plan está por desarrollar, los mimbres parecen positivos. El Estado es la única fuerza de llevar a cabo de forma exitosa un plan que permita frenar y revertir el cambio climático; y es, desde luego, el único agente capaz de hacerlo garantizando un beneficio social y evitando que paguemos los de siempre, y se enriquezcan los de siempre. Debemos reivindicar su papel central, por tanto, en la transición energética. Pero, acompañando a esta intervención estatal, debemos promover también un cambio de lógica económica.
De nada sirve que el Estado dirija la economía, si lo hace en base a los mismos criterios y las mismas ideas que funciona el libre mercado. Si cambiamos gestores privados por gestores públicos, pero ambos provienen de escuelas privadas, han sido educados en los mismos principios, y creen en los mismos mecanismos, a la hora de la verdad no habremos cambiado nada. Introducir al Estado en la ecuación no supone un simple cambio de cromos: supone un cambio de lógica. Supone introducir un elemento democrático en la economía: que las decisiones no se tomen pensando en la competitividad y el máximo beneficio, sino en la cobertura de las necesidades sociales, en la creación de un dividendo social que permita mantener nuestros servicios públicos, en la transformación del entorno de trabajo, con más participación de los trabajadores, reduciendo la jornada sin reducir el salario.
El cambio climático ha venido para cambiarlo todo: necesitamos una sociedad nueva si queremos que el planeta, y nosotros con él, sobreviva. Necesitamos una economía que planifique a largo plazo con criterio social, y no en lo inmediato, de forma deprededadora, buscando los máximos beneficios en el mínimo tiempo posible. Sólo sobre un modelo de producción distinto podremos construir una sociedad distinta, sostenible, viable y social. Nos enfrentamos a un reto inmenso, a una grave amenaza. Tenemos dos opciones: o nos escondemos hasta que sea demasiado tarde, o somos valientes y convertimos esto en una oportunidad para poner en marcha una transformación profunda.
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