Tu parada del metro puede determinar tu esperanza de vida: la historia de Jubilee Line

Los muertes atribuibles a males como la guerra, los bloqueos comerciales o las sanciones "internacionales" son más o menos conocidos. Pero hay otro genocidio en marcha, uno que quizá ignoramos, o al menos no conocemos con tanto detalle: desigualdades sociales, perfectamente evitables, condicionan y reducen nuestra esperanza de vida.

Hace unos años, el Observatorio Londinense de Salud publicaba, a partir de datos recogidos entre 2002 y 2006, un retrato escalofriante que nadie podía intuir a simple vista. A medida que un trabajador medio de Londres avanzaba por la línea de metro de Jubilee, podría observar cómo quienes viven en cada parada iban reduciendo en un año su esperanza de vida. Así, una persona que viva en el barrio privilegiado de Westminster llegaría a vivir de media 78.6 años. Sin embargo, quien se bajase en la parada del humilde Canning Town probablemente no vivirá más de 72 años.

Pero no, no se trata de vender a la ciudad de Londres como un organismo monstruoso que devora la vida a sus habitantes: de hecho, lo frívolo de la estadística es que no ocurre como caso aislado. Nosotros no somos londinenses, pero quizás tomemos el tren en Sevilla o Madrid, donde estadísticas similares1 demuestran razones de mortalidad estandarizadas en la línea C4 de cercanías que varían proporcionalmente entre el 0,69 en Tres Cantos hasta el 2 en Villaverde Bajo. Es decir, mientras que en Villaverde Bajo se encontraron el doble de muertes que le correspondía haber, en Tres Cantos había un 30% menos de las muertes esperadas.

Se dijo hace décadas que el capitalismo es el genocida más respetado, y sin duda a día de hoy sigue siéndolo, llevando a cabo un genocidio silencioso contra la mayoría de la población trabajadora, que no despierta la indignación ni es blanco de las airadas denuncias que deben acompañar a semejante acto criminal. Este modo de producción es una máquina de explotar seres humanos que lleva más de un siglo refinando y perfeccionando a través del tiempo sus métodos. Las masacres que llevaba a cabo con total normalidad hace apenas unas décadas ya no son aceptables para la opinión pública de Occidente: hambrunas criminales como las que provocó el Imperio Británico en Irlanda (1845-1848) o Bengala (1943), instigadas por liberales como Charles Trevelyan o Winston Churchill. Pero eso no quiere decir que el capitalismo haya abandonado su esencia criminal.

Sus crímenes y asesinatos en masa a través de la guerra, las sanciones y los bloqueos comerciales son más o menos conocidos. Lo que quizá ignoramos, o al menos no conocemos con tanto detalle, es como las desigualdades sociales perfectamente evitables se ceban con las vidas de los trabajadores en los barrios obreros de nuestras ciudades. Hay diferencias, por supuesto: el hambre ha sido sustituida en Londres, Madrid o Sevilla por la vorágine psiquiátrica que son las sociedades modernas de hoy en día, en las que a los trabajadores no se les permite planificar su vida a más de unos pocos meses vista o lo poco que les permita sus contratos temporales, generando estrés, ansiedad, miedo… El capitalismo sigue matando de hambre en otras regiones del mundo, pero no pensemos que por vivir en una ciudad avanzada de Europa estamos a salvo de sus balas.

Todas esas condiciones de vida, más o menos dramáticas, que sufrimos muchos en la actualidad dejan una huella en nuestro cuerpo, a nivel de las células. Actualmente hay, de hecho, toda una ciencia en desarrollo, denominada epigenética, encargada de describir la imprenta que deja en el ADN nuestro entorno, desde ese estrés que diariamente sufrimos para cuadrar todos los pagos, la ansiedad por la pérdida de un trabajo o el aire contaminado que respiramos en muchos barrios obreros, masificados y con pocas o ninguna zona verde.

El lenguaje que tiene la genética para traducir esas exposiciones nocivas que sufrimos o no en función de donde hayamos nacido es la metilación del ADN, que es una biblioteca de todos los ingredientes necesarios para fabricar todas las proteínas y componentes del cuerpo. Estas metilaciones químicas alteran la formación de las proteínas, que si no realizan bien su función te hacen más vulnerable a ciertas enfermedades2. Todo esto puede sonarnos de entrada ciencia ficción, o incluso a brujería y cuentos de astrólogos, pero si lo llevamos a un ejemplo práctico podemos comprender mejor el alcance de esto:3 probemos, por ejemplo, a explicar por qué en los barrios pobres existe mayor frecuencia (en términos sanitarios, incidencia) de cáncer de cuello de útero o de linfoma gástrico.

Mapas de riesgo de mortalidad en septiles por causa en mujeres.
Nótense los dos factores de riesgo: «entorno físico» y «entorno social», dos elementos de las condiciones de vida, determinadas principalmente por la clase social, y dentro de ésta, condicionada por las particularidades de cada segmento.

Puede parecer más o menos comprensible que en barrios donde no se llevan a cabo programas de salud sexual, o donde la precariedad convierte los preservativos en un gasto que puede intentar evitarse, la incidencia de enfermedades de transmisión sexual sea más alta. Esto no sólo lleva al estigma y sienta las bases para la discriminación social, razones más que suficientes para tomar en cuenta el problema, sino que resulta además un problema de salud pública de por sí. Uno de estos virus que se transmite a través de fluidos sexuales es el HPV o virus del papiloma humano, que en un porcentaje de expuestos acaba generando un cáncer de cuello uterino, principalmente en aquellas pacientes que fuman, toman anticonceptivos de manera prolongada o han tenido ya hijos. Todo se trata de comprar unas papeletas que vienen a vender donde tú vives: el «vendedor» pasa una vez por Tres Cantos, y treinta por Villaverde.

Paralelamente, esta perspectiva social de las enfermedades nos ayuda a entender mejor por qué el gran mal de Occidente, la enfermedad cardiovascular, sucede a perfiles concretos de personas. Un trabajador sin apenas tiempo libre no puede realizar el ejercicio suficiente para considerar que su vida es saludable, menos aún si en su barrio no hay apenas inversión en infraestructuras deportivas públicas y no puede permitirse, por tiempo o por dinero, una dieta sana. Si hablamos de un trabajador manual, el esfuerzo físico que realiza durante su jornada es además intensivo y altamente repetitivo, lo que hace que no sólo no sea una actividad «saludable» sino que se convierte en un factor de riesgo que termina derivando en enfermedades profesionales.

El estrés crónico provocado por la precariedad, los altos ritmos de trabajo, la exigencia militar en la cadena de producción o en una de esas salas en las que se amontonan decenas de operadores de telemarketing… Todo eso imprime en su ADN metilaciones en regiones cromosómicas que le suponen un estado inflamatorio crónico con implicaciones negativas para su salud como aumento de tensión arterial, alteraciones del metabolismo del azúcar, aumento de colesterol y lípidos en sangre, respuesta alterada al estrés… Más papeletas que compramos, queramos o no, para que nos acabe tocando «el gordo»: una enfermedad cardiovascular que va a tener difícil control y perspectivas poco prometedoras, si tenemos en cuenta que el mejor tratamiento (después de la prevención) es mantener un estilo de vida cardiosaludable. Es decir, hacer deporte, comer sano y todas esas cosas cuya ausencia en el estilo de vida (impuesto por el modo de producción capitalista) de un trabajador normal le llevan precisamente a tener un riesgo elevado de padecer estas dolencias.

Todo ese maltrato que sufrimos deja una huella irreversible en nuestro ADN y en nuestro cuerpo, que sufrimos por haber nacido donde lo hemos hecho. Quizá no muramos en un bombardeo de la OTAN, o no seamos víctimas del hambre causado por un bloqueo criminal, ni suframos la escasez de medicinas que conllevan las sanciones «internacionales», pero eso no quiere decir que estemos a salvo del genocida más respetable de la historia. Además de robarnos la gran mayoría de la riqueza que producimos, también nos roba años de vida: y al final, seremos víctimas de esta máquina a la que alimentamos para que un puñado de ricos vivan a cuerpo de rey. Todos los trabajadores, tarde o temprano, pagamos el precio más alto por ser explotados: formas diferentes de morir, pero todas ellas evitables.

Notas

  1. Véase «Un viaje en tren por las desigualdades en mortalidad en la Comunidad de Madrid», de Javier Segura
  2. N. Borghol et al. Associations with early-life socio-economic position in adult DNA methylationen International Journal of Epidemiology, Volume 41, Issue 1, February 2012, Pages 62–74

  3. Cofiño R, Hernández R, Natal C, Towards a comprehensive framework for cervix cancer prevention

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