La Fábrica de Nada surge inspirada por la experiencia de autogestión colectiva que llevaron a cabo los trabajadores portugueses de Fateleva -elevadores OTIS- entre 1975 y 2012. A través de un relato complejo, pero sencillo en las formas, se nos muestran distintas realidades que día a día vivimos, determinadas en mayor o menor medida – pero siempre como factor presente – por la posición que ocupamos en nuestras modernas sociedades capitalistas. Una trama que gira sobre un eje muy claro: la descentralización de la producción industrial en el viejo mundo. A partir de este eje, surgen diversas ramas para terminar ayudando a crear un buen reflejo de lo que es la vida para aquellos que no poseen más que sus manos, sus cabezas y sus propias energías para salir adelante en este mundo.
El gran elemento crítico, el eje de conflicto de esta historia – y de muchos centros de trabajo – es la descentralización de la industria. Las primeras escenas de la película dibujan la impotencia de los obreros ante la deslocalización: la empresa se está llevando las máquinas y herramientas necesarias para la producción. Es Portugal, pero bien podría ser Fuenlabrada. Difícil es, por desgracia, que muchos trabajadores no nos veamos representados por estas imágenes. La historia podría acabar ahí: otra fábrica que cierra, otra deslocalización favorecida por la lógica de competitividad interna de la Unión Europea, otra vez familias obligadas a empezar de cero… La historia de CocaCola en Lucha también podría haber acabado igual: pero en Fuenlabrada, como en La Fábrica de Nada, la historia sigue.
Porque los trabajadores deciden luchar. En este momento, en el que quedan claros los propósitos de la empresa, deciden poner manos al asunto, actuar desde ahora hasta el final con la unidad como única opción de victoria frente a aquellos directivos que pensaban cerrar la fábrica y borrar de un plumazo el plan de vida de tantas y tantas familias. A partir de este punto, empieza la larga travesía por el desierto: la empresa comienza a poner en marcha su maquinaria de propaganda (“no es un despido, es abrirte nuevas oportunidades”) con el fin de evitar que los trabajadores se organicen de forma colectiva, planteen alternativas a la dirección y dificulten el proceso de despidos sobre la plantilla. Las maniobras de siempre salen a la luz: conscientes de que la fuerza de los trabajadores está en su unidad, los directivos intentan azuzar la división ofreciendo indemnizaciones mayores para los dirigentes de los trabajadores.
Lo más interesante de esta historia es la evolución de sus protagonistas, José, Herminio y compañía pasan de la resignación inicial, las cabezas gachas y las miradas bajas, a plantar cara a las amenazas de la dirección para convertir una idea, la de la solidaridad de clase, en un realidad, hasta el punto de que son ellos, finalmente, quienes terminan dirigiendo la fábrica y controlando la producción. Entre estas dos actitudes, sólo hay una pequeña chispa, una diferencia mínima: la convicción de que sí se puede. Los trabajadores somos los que movemos y construimos el mundo: el desarrollo de los acontecimientos depende de nosotros, en mayor o menor escala. Y José, Herminio y compañía, como los espartanos y espartanas, deciden que sí se puede, que los puestos de trabajo se van a mantener pase lo que pase, que no se puede jugar con el futuro de sus familias, de sus comarcas.
Que los obreros, la clase trabajadora, tomen cartas en este tipo de asuntos, y puedan incluso hacerse con las riendas, no es por tanto nuevo ni descabellado: en España tenemos muy reciente el caso de la planta de Fuenlabrada, pero ya hace treinta años los trabajadores de John Deere se organizaban y actuaban con unidad y convicción para enfrentarse a las mentiras y fanfarronadas de los empresarios.
Pero, al igual que hay semejanzas, también hay diferencias: hemos retrocedido en la lucha de clases. La autogestión que proponen y practican los trabajadores de La Fábrica de Nada hoy parece inviable en muchos centros de trabajo. La resistencia, la defensa del puesto de trabajo, casi siempre pasa por una continuidad con la gestión y el orden capitalistas: podemos vencer, pero no estamos quebrando la rueda. Y el conflicto de Fuenlabrada se repite, años después, en Alcoa, en Vestas, en Navantia… Por cada victoria que conseguimos, sumamos otras tantas derrotas: el saldo nos sale a pagar. Pagamos en puestos de trabajo, pagamos en derechos laborales, pagamos en derechos civiles…
El elemento clave que nos falta es el papel dirigente de los trabajadores: no se trata de buscar nuevos inversores, de conseguir nuevos jefes, de que aparezcan compradores milagrosos cuando parece que todo está perdido. La empresa pasa por nuestras manos, funciona a través de nosotros: lo mismo ocurre con nuestro futuro. Las herramientas están ahí: la SEPI puede servir para cambiar la lógica, para impulsar el control democrático de la economía, la autogestión obrera de las empresas. Podemos organizar la actividad para impedir las deslocalizaciones, para impulsar el cambio verde que necesita nuestro planeta, para mantener la vida y la actividad en las comarcas, para reducir la jornada laboral y repartir el empleo… El dinero público que hoy regalamos a fondo perdido en forma de subvenciones puede servir para adquirir acciones, para tomar el control. Lo que necesitamos, en ese caso, es voluntad política: una voluntad que difícilmente van a mostrar gobiernos conservadores o social-liberales, para quienes el libre mercado está por encima de todo.
Sólo la decidida acción y presión de los trabajadores puede actuar como contrapeso al poder de los capitalistas, a su legalidad. Y cuando una, dos, cinco empresas de propiedad nacional, con control democrático, demuestren que hay otra manera de hacer las cosas, empezaremos a hacer ver al conjunto de la sociedad la necesidad de que los trabajadores, a través de estos mecanismos de gestión y participación democráticas, dirijamos la economía. Las herramientas existen: queda la organización activa de la clase obrera para luchar por la mejora de nuestras condiciones de vida y de las de las futuras generaciones. José, Herminio y compañía decidieron que sí se podía: en nuestra mano está compartir su decisión y actuar en consecuencia.