La precariedad es un fenómeno laboral que no es, ni mucho menos, reciente. Hace poco más de un siglo, no había contratos indefinidos, ni indemnizaciones por despido, ni derechos reconocidos de ningún tipo. A través de la organización sindical y política, los trabajadores nos lanzamos a una lucha de clases en la que conseguimos que nuestras reivindicaciones fueran implantándose en mayor o menor medida; en el caso de Europa occidental, este proceso llegó a un punto de equilibrio en el que se nos garantizaron una serie de derechos que nos permitían, entre otras cosas, tener más seguridad en el trabajo y mejor calidad de vida. Diversos factores permitieron que esa situación de estabilidad se mantuviera, no sin esfuerzo, lucha y presión por nuestra parte para defenderla, durante años… pero no indefinidamente.
El trabajo precario y los obstáculos para la organización y la lucha
Los acontecimientos que tuvieron lugar a principios de la década de los 90, que legitimaron el discurso oficial según el cual el capitalismo no tiene alternativa viable, fueron la culminación de un proceso de debilitamiento y división de la clase trabajadora, que ofreció al capitalismo el contexto político ideal para recuperar el terreno perdido y revertir las conquistas sociales y democráticas del movimiento obrero. Entre otros muchos efectos, la vuelta de la precariedad es uno de los indicadores más claros del retroceso experimentado durante estas últimas décadas: nuestros padres, y quizá incluso nuestros abuelos, entraban a trabajar en una fábrica y sabían que, si querían, tendrían ese puesto asegurado para muchos años.
Nuestra situación, por desgracia, se parece cada vez más a la de nuestros bisabuelos: la seguridad laboral, y es algo que reconocen abiertamente la patronal y sus agentes políticos, es «cosa del pasado». Muchos trabajadores, sobre todo los más jóvenes, vivimos siempre pendientes de que nos renueven el contrato, o de que nos salga un curro temporal en temporada alta, como la campaña navideña o el verano. Nada nos garantiza que vayamos a tener la oportunidad de seguir. Y si ya es difícil mantener un trabajo siendo eficiente, productivo y hasta servicial, la cosa se pone imposible si encima decidimos enfrentarnos de alguna manera a los jefes: estas personas tienen un poder fuera de toda lógica sobre nuestras vidas, y lo usan para chantajearnos, amenazarnos y ponernos a competir a diarios, unos con otros, en una especie de Juegos del Hambre laborales.
Por tanto, a medida que avanza la precariedad, se dificultan las posibilidades de organización y respuesta por parte de los trabajadores. No es casualidad que los datos de afiliación sindical entre los trabajadores indefinidos doblen los de los trabajadores temporales. Tampoco es casualidad que estas dinámicas se repitan en sectores en los que tiene más incidencia el empleo temporal, y en los que los centros de trabajo son pequeños y el control de los empresarios es más estrecho y asfixiante, registrando tasas de afiliación sindical menores que otros sectores donde aún perviven grupos de trabajadores con cierta estabilidad, en centros de trabajo que agrupan a centenares o miles de personas y donde, por tanto, es más fácil encontrar apoyos y protegerse mutuamente. Aún así, que sea más difícil no quiere decir que sea imposible.
De la Revolución de las Escaleras a Telepizza Explota
Eso es lo que nos están demostrando las últimas movilizaciones de trabajadores precarios que, a pesar de enfrentarse a situaciones laborales poco favorables para la organización y la lucha, están dando un paso al frente y construyendo espacios de movilización. Como siempre, la realidad precedió a la teoría: la precariedad y la uberización empezaron a hacerse notar en el mundo del trabajo mucho antes de que se escribieran artículos y se hablara de ello en ninguna tertulia. E incluso antes de que tomáramos conciencia de la profundidad y extensión del problema, ya tuvieron lugar las primeras movilizaciones de trabajadores denunciando sus efectos, como el célebre conflicto que llegó a conocerse como «Revolución de las Escaleras», en el que miles de trabajadores contratados fraudulentamente por Telefónica como falsos autónomos exigieron que se reconociera su verdadera situación laboral y se les garantizaran los correspondientes derechos.

Hoy, cuando muchos analistas hablan ya sin tapujos de los problemas sociales que entraña la precarización, la lucha de muchos colectivos de trabajadores reproduce varias de las dinámicas que vimos durante las movilizaciones de trabajadores de Movistar. A pesar de su situación, trabajadores de Telepizza, con el apoyo de raiders de UberEats y Glovo, convocaron una huelga el día 29 de junio en Zaragoza para denunciar las situaciones extremas que viven a diario en sus puestos de trabajo: salarios de miseria, precariedad extrema, inseguridad laboral en los repartos (a causa de los ritmos de reparto intensivos que obligan, por ejemplo, a saltarse semáforos)… El seguimiento de un 75%, según reivindica CGT, ha convertido la convocatoria en un auténtico éxito. No era la primera vez: ya el día 31 de mayo se había convocado otra huelga, seguida por entre el 50 y 60% de los trabajadores.
También ha habido movilizaciones en una de las principales competidoras de Telepizza, Domino’s, cuyos trabajadores forman parte de la plantilla del Grupo Zena Alsea, la empresa de restauración más grande del territorio español. Después de decretarse el aumento del salario mínimo, el Grupo Zena decidió bajar el pago por pedido a cada trabajador, pagar los atrasos sin contar las vacaciones o las horas extras y eliminar quito pluses, como el plus servicios. El 8M, con motivo de la huelga convocada por el día de la mujer trabajadora, la plantilla de una de las tiendas madrileñas de la cadena hizo huelga en bloque… a lo que la empresa respondió enviando trabajadores de otros centros para abrir y ofrecer el servicio, violando claramente el derecho a huelga.
Más allá del movimiento: ampliar el foco de la lucha de clases
Existen ciertos elementos en la izquierda que contemplan estos movimientos entre los sectores más precarios como un signo de avance en la lucha de clases. Esta teoría se resumen en la idea tradicional de «cuanto peor, mejor»: condiciones extremas de explotación, opresión y miseria generarían espontáneamente una predisposición a la lucha, una reacción natural de resistencia. La clase obrera avanzaría entonces a través de la unión de estos colectivos de trabajadores, como una suma de luchas particulares que, mediante la solidaridad, forjarían la conciencia de clase.
Es evidente que nadie soporta ascéticamente este tipo de condiciones: los casos de los que hablamos en este artículo son la prueba fehaciente de que, tarde o temprano, los trabajadores responden a situaciones de opresión extrema con reacciones defensivas. El problema son los supuestos posteriores. La explotación no genera, necesariamente, conciencia. Las movilizaciones de trabajadores precarios, aunque deban contar con nuestra solidaridad y apoyo, no pueden ser el eje a partir del cual la clase obrera construya conciencia de clase para sí y avance en su reconstitución como sujeto político. Ni siquiera tienen condiciones para ser el eje principal: estos colectivos de trabajadores son el resultado de un largo proceso de degradación laboral e ideológica. No es frecuente que trabajadores precarios, muy dependientes de puestos de trabajo inestables y siempre amenazados de despido (directo o encubierto en la forma de una no renovación), convoquen huelgas ni manifestaciones: estos casos son excepciones, que se producen como respuesta a unas condiciones laborales tan negativas que se convierten en insoportables.
Por mucho que nos alegren las movilizaciones y éxitos potenciales de estos compañeros, no podemos limitarnos a jalearlas y aplaudirlas sin criterio. La lucha de los compañeros de Telepizza, de Domino’s y de los raiders, es una lucha por su propia supervivencia, una lucha que ellos no han elegido, a la que se han visto empujados. No es una lucha que surja de un alto nivel de conciencia, de un impulso transformador de la clase trabajadora, por lo que su recorrido estará limitado, como lo estuvo en su momento el de los compañeros de la «Revolución de las Escaleras»: en cuanto las empresas hagan pequeñas concesiones, las necesarias para que las condiciones insoportables se conviertan en llevaderas, probablemente se desactive la lucha. Y entonces vienen las frustraciones y las críticas demenciales de los que esperaban de ellos poco menos que la revolución. Muchas veces, eso se traduce en discursos destructivos, nihilistas, que terminan resultando en un desprecio hacia los trabajadores y sus organizaciones sindicales por considerarlos «traidores».
¿Qué papel pueden jugar entonces estos colectivos en la lucha obrera? Hay, por supuesto, espacio para la difusión de ideas socialistas. Estos compañeros experimentan algunas de las consecuencias negativas del capitalismo con una claridad aplastante, y también es fundamental escuchar y aprender de esas circunstancias. Pero no debemos engañarnos: precisamente por sus circunstancias, sus objetivos en la lucha son mucho más inmediatos y elementales que la superación (o incluso la crítica) del capitalismo. Es lógico: exigen derechos básicos, que para muchos se dan por sentados. Por eso, lo que puede ser una victoria para ellos, como colectivos, no tiene por qué serlo para la clase trabajadora en su conjunto. Si todas las mejoras, todo el programa, de estos colectivos, se limita al cumplimiento de derechos básicos y elementales, no tendremos sobre la mesa ninguna propuesta que permita avanzar al conjunto de la clase.
Si de verdad queremos hacer avanzar a la clase en su conjunto, no podemos depositar las esperanzas de todos los trabajadores en los sectores más precarizados, más oprimidos y más ahogados, ni podemos exigirles que carguen con el peso económico e ideológico del conflicto. Es injusto e irreal esperar que ellos, partiendo de situaciones de precariedad extrema, no sólo levanten sus conflictos, sino los de toda la sociedad. Ese esfuerzo no les corresponde a los trabajadores de Telepizza o Domino’s, ni a los raiders de Glovo o UberEats, sino a los centenares de miles de trabajadores, especialmente de la industria, que aún mantienen empleos más o menos estables y tienen organizaciones sindicales fuertes y reconocidas. No deberían olvidar que ha sido a través de la lucha y la organización como han conseguido mantener esa estabilidad diferencial en comparación con otros sectores de la clase obrera.
El capitalismo pone a competir a los trabajadores entre sí, para presionar a la baja las condiciones laborales: cuanto más bajo sea el mínimo, más podrán bajar el resto. Antes de vernos empujados a situaciones críticas como las que viven los trabajadores precarios, en las que luchar no sea una opción sino una necesidad, todos deberíamos tener en cuenta el viejo refrán español: cuando las barbas de tu vecino veas cortar…