La cuarta revolución industrial es un proceso en marcha que está teniendo consecuencias claras y directas sobre la realidad de la clase trabajadora en todo el mundo, pero especialmente en economías desarrolladas como la nuestra. Las consecuencias inmediatas están siendo la destrucción y la precarización de empleo, por lo que hay un cierto estado de alarma entre los trabajadores, especialmente entre el movimiento sindical. Con la progresiva introducción de estas tecnologías, sus efectos se han ido incrementando en profundidad y gravedad, y la alarma ha dado paso a un intenso debate en los sindicatos y la izquierda sobre la naturaleza y consecuencias de este nuevo salto tecnológico en el que nos hallamos inmersos.
Desde entonces, hemos podido ver como todo tipo de posiciones iban aflorando. Desde el neoludismo, que directamente niega el carácter progresista de la evolución tecnológica, hasta el habitual social-liberalismo, dispuesto a asumir como inevitables las consecuencias negativas que le infiere al proceso la dirección del gran capital como si fuera inherentes al propio progreso tecnológico. Es decir, como si forzosamente la introducción de nuevas tecnologías en el entorno laboral, en lugar de facilitar y simplificar el trabajo, tuviera que hacerlo más difícil, más competitivo y más escaso. Que estas sean las implicaciones actuales de la cuarta revolución industrial no quiere decir que sean las únicas posibles: más bien son las que genera un sistema basado en el aumento constante de los beneficios gracias a una carrera a la baja de las condiciones laborales alimentada, precisamente, por la competitividad.
El problema es que en el discurso general del sindicalismo y de gran parte de la izquierda, este fenómeno parece un problema técnico al que tenemos que adaptarnos sí o sí. No se cuestionan las implicaciones negativas derivadas del carácter de clase que tiene hoy en día la tecnología, sino que se entiende que estas implicaciones son consecuencia natural de la propia tecnología y, por lo tanto, el reto que afronta la sociedad se reduce, simple y llanamente, a gestionarlas y amortiguarlas de la forma más llevadera posible. Así, en la agenda sindical se repiten ciertas ideas, algunas mejor encaminadas que otras, pero ninguna que de verdad confronte con la raíz del problema: el hecho de que la tecnología sirva directamente a los intereses del gran capital, y la necesidad de plantear un modelo alternativo de introducción de la tecnología en el mundo laboral basado en los intereses de la mayoría social trabajadora.
Una de las más frecuentes es la adaptación de la fuerza de trabajo mediante planes de formación que garantizarían una mejor empleabilidad: la simplificación del trabajo que genera la tecnología nos va acercando a todos a un perfil de «empleado universal» que puede pasar de clasificar paquetes para Amazon a montar coches para Peugeot de forma rápida y sencilla. Ante ese proceso de simplificación técnica del trabajo, que no hace sino acentuar la competitividad entre trabajadores (más personas que pueden optar a un mismo puesto, con menor coste de formación y por tanto un salario inferior), la respuesta no debería ser buscar la forma de que los trabajadores estén mejor preparados para competir, sino poner en cuestión la propia competitividad.
Otra idea que ya ha salido a la luz más de una vez es la de los impuestos a los robots: que las empresas con mayores ratios de automatización paguen impuestos para compensar el empleo destruido. Es una idea nefasta. Aparte de obviar todas las implicaciones sociales del trabajo y su importancia para la integración y formación del ciudadano, considerándolo únicamente como una fuente de ingresos (que podría sustituirse por una Renta Básica llegado el caso), hace oídos sordos a los efectos que la automatización dirigida por los capitalistas tiene en los centros de trabajo, como el aumento de ritmos que se convierte en un auténtico riesgo para la salud física de los trabajadores o la mayor presión a la que se ven sometidos los trabajadores a causa de la inestabilidad laboral (menos puestos, más candidatos), que puede provocar estrés, ansiedad y otros trastornos mentales. Se acepta (y lo que es peor, se llega incluso a considerar positivo) que los trabajadores «privilegiados» que mantengan sus puestos tienen que sufrir enfermedades físicas y mentales, y que una gran masa de inadaptados se vea obligada a sobrevivir gracias a una pensión que tienen concedida sólo por existir, sin ninguna opción de realizarse personal o profesionalmente, condenados a alimentar con esa pensión la rueda del consumo para cerrar el ciclo del valor.
Unai Sordo, secretario general de CCOO, ha participado hoy en un debate precisamente sobre esta temática, bajo el título «Los sindicatos ante los retos tecnológicos». En la presentación de las jornadas, Sordo ha situado como idea central la frase que encabeza este artículo. «Para perder el miedo a las máquinas, ganemos el debate de las ideas». Se trata de una máxima apropiada, y en la que debemos profundizar: el debate de las ideas no puede limitarse a buscar el mejor modelo de gestión para minimizar los impactos negativos de los retos tecnológicos. Es necesaria mucha más ambición: el debate de las ideas va mucho más allá. Plantea, en el fondo, dos modelos de sociedad: uno en que sea el capital quien se sitúa en el eje de la sociedad, a nivel económico y por tanto a nivel social, cultural y político, y otro en el que sea el trabajo el que ocupe esa posición central. Aquí es donde de verdad se libra ese debate.
Los sindicatos y demás organizaciones del campo obrero deberíamos situarnos claramente dentro de la segunda opción. Eso quiere decir que debemos concebir un modelo de producción alternativo en el que la tecnología no endurezca y haga más salvaje el trabajo, sino que lo dignifique; en el que las innovaciones técnicas no sirvan para fomentar la competitividad, sino para aliviar la carga de trabajo, racionalizar la producción, y liberar al hombre de las tareas más pesadas para que pueda realizarse como tal, como algo más que una simple máquina de huesos y tendones que funciona al mismo ritmo y bajo los mismos criterios que las de acero y tornillos.
Ganar el debate de las ideas significa ser capaces de imaginar ese modelo distinto, y de convertirlo en una realidad. La primera medida que debería conllevar la cuarta revolución industrial, de carácter inmediato, es la Reducción Colectiva del Tiempo de Trabajo: 35 horas de forma inmediata, con una reducción progresiva hasta las 30, sin pérdida de salario. Esta medida no nos va a llevar a ganar ese debate, pero al menos nos sitúa en el marco del mismo, con un proyecto y unas ideas propias. Todo lo demás, supone no comparecer al debate, y así difícilmente podremos ganarlo. Perdamos el miedo a las máquinas: si los trabajadores dirigiéramos la economía, la tecnología debería suponer más vacaciones.