Las elecciones del pasado día 28 de abril dieron como resultado un escenario inesperado: frente a las tres derechas, que venían de ganar en Andalucía, parecía posible un gobierno de progreso. Con un Parlamento mucho más fragmentado que hace una década, parecía lógico que España tendría que acomodarse a los estándares europeos, en los que los Gobiernos monocolor suelen ser excepciones, mientras que la norma son las coaliciones. Con dos fuerzas capaces de constituir ese Gobierno de coalición y números para sumar los apoyos que permitieran sacar la investidura adelante, nadie esperaba que a mediados de julio estuviéramos más cerca de tener una repetición electoral que de tener un ejecutivo capaz de afrontar los grandes retos del país: la derogación de las reformas laborales y la lucha contra la precarización del empleo, la transición energética y la lucha contra el cambio climático, la reindustrialización y la reactivación económica…
Y sin embargo, eso es lo que parece a día de hoy. Los resultados del 28A, unas elecciones en las que el miedo a un gobierno en el que entrara la extrema derecha provocó una gran movilización de voto, permitieron maquillar otra realidad, o que al menos pasara a un segundo plano: el batacazo de Podemos. La formación morada, a pesar de que logró amortiguar un golpe que prometía ser más duro, se dejó 29 escaños y 1.300.000 votos. El retroceso se hizo aún más patente después de las elecciones autonómicas y municipales del 26M: las alcaldías del cambio, que debían convertirse, según la hoja de ruta de la formación morada, en la prueba de una forma diferente de gestionar y hacer política, cayeron una tras otra.
El PSOE – probablemente, el partido con más capacidad de control e influencia entre las masas – había estado esperando desde las generales, probablemente con la esperanza de que sucediera lo que finalmente sucedió. Y en cuanto olió la sangre, atacó. Un gobierno de coalición con Unidas Podemos ataría de manos a Pedro Sánchez y a los suyos a la hora de afrontar determinadas reformas, como la mochila austríaca, que tienen en agenda porque así lo ordenan y esperan el IBEX35 y los capitalistas españoles y europeos. A pesar de que los concentrados en Ferraz la noche electoral dejaron claro que no querían un gobierno con Rivera, los vínculos del aparato del PSOE con los superricos son demasiado estrechos como para que ese rechazo a un pacto PSOE-Ciudadanos se tradujera, inmediatamente, en una defensa del pacto PSOE-Podemos. A ese clavo ardiendo se agarró el Gobierno en funciones para empezar a construir un relato por el cual el Gobierno de coalición sería inviable por no sumar suficiente entre ambas fuerzas: la única opción era un ejecutivo en solitario que, eso sí, se comprometía muy fuertemente a cumplir con las medidas acordadas.
Desde entonces, el tira y afloja entre ambas formaciones ha continuado: el PSOE, con más experiencia y habilidad en estos asuntos, ha tensionado constantemente la situación, de forma que pareciera que hacían todo lo posible para llegar a un acuerdo y que era Podemos quien rechazaba propuesta tras propuesta. En ese relato, la incapacidad de formar un Gobierno de coalición, que es en el fondo el resultado de las intensas contradicciones programáticas y de proyecto entre el bloque popular-democrático (Podemos, sindicatos e incluso ciertos sectores socialistas) y el ala «izquierda» del bloque oligárquico (la gran mayoría de la estructura del PSOE) se achaca a una cuestión de sillones, y, durante estas últimas fases de la negociación, incluso a una supuesta ambición personal de Pablo Iglesias por hacerse con un cargo.
La respuesta ante ese posible cuestionamiento no se hace esperar: igual que sucedió con el asunto del chalet, desde la dirección de Podemos se convoca una consulta que aspira a dotar de legitimación la postura y la gestión de las negociaciones que ha hecho la dirección morada. Hace no mucho, publicamos en esta revista una traducción de un excelente análisis de la revista socialista americana Jacobin Magazine, titulado «El partido ha iniciado sesión», en el que, entre otras muchas cosas, se hablaba de Podemos y su particular estructura organizativa «líquida». En ese artículo se situaban elementos fundamentales de análisis para entender la función de las consultas en este tipo de organizaciones, y por qué, en lugar de ofrecer la legitimación que supuestamente debe conseguirse después de un proceso de votación interna, en realidad la posición del dirigente parece más débil y cuestionada.
Y es que el problema es que, al eliminar todos los estratos intermedios de organización, los partidos digitales sustituyen las estructuras verticales de cesión de poder, rendición de cuentas y evaluación de resultados, propias de un sistema democrático, por una lógica que en el artículo antes mencionado se clasifica como hiperlider-superbases. Es inevitable, releyéndolo, no pensar en Podemos.
Todos los nuevos partidos digitales están íntimamente asociados con la figura de un líder carismático cuyo nombre es, virtualmente, sinónimo de la propia organización. Como defiende Gerbaudo, estos partidos están definidos por una dinámica de organización característica que él llama «centralización distribuída»: un «hiperlíder» rodeado por una pequeña camarilla en la cima, y una «superbase» muy implicada pero ampliamente reactiva en la base.
Lo que aparentemente es un modelo democrático más «puro», que elimina las posibles interferencias intermedias, las familias, las negociaciones encubiertas y otros males menores asociados a una estructura más compleja, en realidad demuestra ser un modelo democrático «fallido», en el cual la superbase, con su carácter reactivo, no juega ningún papel decisivo de control de los elementos dirigentes. Estos rinden cuentas cuando quieren, y cómo quieren. Definen las temáticas sobre las cuales van a producirse consultas, y plantean las preguntas de formas poco sutiles.
Por si fuera poco, el problema se acentúa cuando, además, un posible resultado negativo para los intereses del hiperlíder conllevaría un cuestionamiento tan remarcado que sería muy difícil, cuando no inviable, que su posición dirigente no se pusiera en duda. Y, dado que no hay una estructura estable, extensa, con cuadros y militantes capacitados para asumir tareas de dirección más allá de la «camarilla» que rodea al hiperlíder, su dimisión o retirada de la primera línea puede suponer fácilmente la muerte del partido. La superbase se ve obligada así, a grandes rasgos, a elegir entre lo malo y lo peor: o tragas con lo que ofrezco, o a ver como te apañas sin mí. De este modo, lo que pretendía ser un mecanismo de reafirmación del liderazgo termina erosionándolo: puede que de puertas para adentro, la superbase se vea de alguna forma reafirmada en su proyecto, pero la imagen que se da al exterior es la una verticalidad máxima casi incuestionable.
Este estilo de dirección gaullista1 actúa por tanto como un vector de inestabilidad interno, haciendo el papel justamente contrario del que se esperaba de él. Cuantas más consultas se plantean, más se acentúa la imagen del monarca absoluto que sólo busca la opinión de las bases como mecanismo de autolegitimación. Si la consulta sobre el chalet dio pie a las primeras críticas a este estilo de dirección, la situación interna del partido, algo más calmada por entonces, permitió suavizarlas. Hoy, sin embargo, el movimiento de Iglesias ha ofrecido munición a sus críticos, tanto internos como externos, y ha vuelto a poner en riesgo la crebilidad de su formación.
Inmediatamente después del anuncio de la consulta, Pedro Sánchez aprovechaba la bocanada de oxígeno para hablar de una ruptura unilateral de las negociaciones por parte de Unidas Podemos, cuando apenas unos días antes las últimas noticias apuntaban que el PSOE cedía finalmente y aceptaba la entrada en el ejecutivo de militantes de la coalición de izquierda alternativa. Todo lo que se había aguantado, todo el desgaste y esfuerzo para conseguir la entrada en el Gobierno – una posición ya de por sí cuestionada – se pone ahora en tela de juicio por la decisión de la dirección morada de someter a consulta la oferta de Sánchez, de tal forma además que parece evidente que busca obtener un «no» por respuesta. Que al presidente en funciones le bastaba el pelo de un calvo para encontrar un excusa que le permitiera tumbar por tierra toda posibilidad de un gobierno de coalición era algo que a muchos nos resultaba evidente: el error de Podemos, resultado de su dinámica de trabajo y funcionamiento interno, ha sido ofrecerle la excusa perfecta.
En ese difícil equilibrio en el que se ha movido siempre, con dificultades para definir con claridad el espacio interno y el externo – es normal que sea difícil distinguirlos cuando el espacio interno es prácticamente inexistente -, han vuelto a jugar con fuego y a dañar tanto interna como externamente a la organización. El PSOE no ha sido el único que se ha amparado en la consulta: las voces discordantes internas, encabezadas por Teresa Rodríguez en Andalucía, también han encontrado en ella un filón para legitimar la ruptura que ya están preparando. Destacados dirigentes del espacio de Podemos, con la propia Rodríguez a la cabeza, ya han anunciado que no votarán, y han cuestionado tanto la consulta en sí como a la dirección encabezada por Pablo Iglesias. Con Íñigo Errejón al acecho, llamando ya a la puerta de algunas de las cabezas visibles de Podemos en los distintos territorios, no parece que el movimiento haya sido demasiado inteligente.
Por suerte, parece que la propia dirección morada ha identificado ya algunas de estas dinámicas como parte del problema, y no de la solución. Los resultados de las autonómicas y municipales se achacaron en gran medida a la falta de estructura organizativa territorial y, aunque no fue ni de lejos el único factor, si fue uno a tener muy en cuenta. Los cambios dentro de la propia dirección, que han visto a Alberto Rodríguez convertirse en secretario de organización con la misión, precisamente, de reforzar y ampliar las estructuras territoriales, parecen confirmarlo. No se detiene ahí el movimiento: según El Confidencial, los planes de Pablo Iglesias para construir estas estructuras pasarían también por estrechar los lazos con Izquierda Unida, dando lugar a una coalición formal en la que cada organización mantendría cierta independencia al tiempo que se estrecharía la colaboración entre ellas y se avanzaría en la construcción de un espacio organizativo propio.
La hoja de ruta parece acertada: uno de los grandes problemas de Podemos ha sido su incapacidad de articular a la mayoría social (sindicatos, asociaciones vecinales, movimientos sociales…) en torno a su organización, estableciendo correas de transmisión mediante cuadros y militantes que redujeran la dependencia de los medios de comunicación y permitieran tanto transmitir con más claridad el discurso y el programa propios – sin una interpretación subjetiva externa de por medio – como defenderse de los ataques ajenos. Hoy en día, el PSOE, con sus decenas de miles de militantes ocupando muchas veces puestos clave en las organizaciones populares y democráticas, introduce constantemente su línea en la sociedad, minando y deslegitimando la posición de la izquierda alternativa.
El primer paso para poder disputarle la dirección de la izquierda, que es al final el verdadero trasfondo, es que la izquierda alternativa construya también esas redes, cree esas correas de transmisión, y empiece a introducir línea y a ganarle espacios a Sánchez y los suyos. Los sindicatos, que dentro de su neutralidad han mantenido una posición más próxima a la de Unidas Podemos, parecen el espacio ideal para dar inicio a ese trabajo de acumulación. Entre UGT y CCOO suman casi dos millones de afiliados: es difícil pensar en un espacio más favorable para la intervención de la izquierda alternativa de cara a construir una línea capaz de disputar la dirección de las grandes masas al social-liberalismo encabezado por el PSOE que es, a día de hoy, casi hegemónico.
Lo que parece evidente, teniendo en cuenta estas decisiones de la dirección de Podemos, es que el modelo de partido digital está viviendo sus últimos días. La cuestión, la duda que queda en el aire, es hasta qué punto están preparados Pablo Iglesias y los suyos para asumir una forma diferente de organización, más regular, más estricta, después de cinco años de un poder casi absoluto. Ramalazos como los de las consultas gaullianas son impensables en organizaciones más serias y políticamente eficientes como el PSOE, pero hasta ahora han sido una herramienta preferencial en el arsenal del ‘pablismo’. ¿Serán capaces Izquierda Unida y Podemos de ceder en este proceso y construir un espacio que supere las evidentes deficiencias de ambos? Es fundamental que ambos tengan claro, a la hora de iniciar este proceso, que el resultado no debería ser ni una Izquierda Unida 2.0, ni un Podemos 2.0: el objetivo debe ser algo distinto, algo superador, una síntesis de todos los agentes implicados capaz de asumir lo bueno y desechar lo malo. Por el bien del futuro de la izquierda alternativa y de la mayoría social de nuestro país, más vale que lo sea.