¿Son compatibles el (neo)liberalismo y los servicios sociales?

D. Fernández
D. Fernández
Ingeniero y marxista, convencido de que un mundo mejor es posible y está a nuestro alcance.

Existe una especie de consenso general en el espacio de la izquierda sobre la respuesta a esta pregunta, por el cual un proyecto neoliberal sería antagónicamente incompatible con un sistema de servicios sociales. La posición más asumida es que el neoliberalismo tiene como último objetivo el desmantelamiento de los servicios públicos, de todo tipo de asistencia social financiada por el Estado, y su sustitución por una red de empresas privadas que oferten estos mismos servicios siguiendo una lógica de mercado – con todas las desastrosas consecuencias que se desprenderían de ello.

¿Es correcta esa respuesta? ¿Realmente el programa del neoliberalismo se encuentra en esas coordenadas? Hay, evidentemente, elementos dentro del campo liberal que sí apuestan, sin ningún tapujo, por este modelo, ¿pero hasta qué punto lo defienden realmente, y hasta qué punto es un discurso, una línea ideológica, destinada en realidad a legitimar y defender otro programa político? Al situar como eje del debate la total privatización de los servicios públicos, el desmantelamiento absoluto de todo sistema de protección social estatal, toda medida que ataque duramente, degrade y cuestione el actual modelo de Estado del Bienestar, sin llegar a desmantelarlo, parecerá menos mala – quizá hasta aceptable – en comparación con el marco discursivo de desaparición de todo servicio social.

Para el neoliberalismo, podrá venderse como una cesión, y para la izquierda, como una victoria. Así, discursivamente, la impresión es que es la izquierda la que sale triunfante de la lucha, la que ha conseguido proteger esos servicios públicos mediante una resistencia numantina frente a las hordas especuladoras y privatizadoras. La realidad, sin embargo, es que en ese proceso, poco a poco, se está operando un cambio de lógica profundo, con grandes implicaciones políticas, sobre lo que son y lo que deben ser los servicios públicos.

¿El programa del neoliberalismo pasa realmente por desmantelar los servicios públicos y el Estado del Bienestar? ¿O se está produciendo, en realidad, una lucha ideológica sobre la concepción que tenemos acerca de esas dos ideas? Clarificar la confusión política en torno a estas cuestiones es de vital importancia, para evitar que la izquierda crea que está combatiendo contra gigantes cuando en realidad está siendo vapuleada por molinos.

Una aproximación a la lógica de la asistencia social en Europa

Es innegable que el Estado del Bienestar, tal y como lo hemos conocido hasta ahora, fue una conquista del movimiento obrero, una increíble estructura de protección social que permitió una calidad de vida, una seguridad y unos derechos que para la gran mayoría de la población habían sido, hasta entonces, totalmente inalcanzables. El Estado del Bienestar, en su génesis, se concebió como un sistema de socialización de una serie de servicios, de forma que todos los ciudadanos tuvieran acceso a un mismo sistema educativo, a un mismo sistema sanitario, y a un mismo sistema de pensiones. Una estructura así garantizaría, o al menos facilitaría, la igualdad de oportunidades. Este fue el elemento diferencial del Estado del Bienestar, fruto de la evolución histórica y política de la clase obrera durante la primera mitad del siglo XX; antes que él, sin embargo, hubo otros modelos de asistencia social.

El más inmediato que nos viene a la mente es la asistencia social ofrecida por la Iglesia desde su misma fundación como institución. Los evangelios y el discurso cristiano están plagados de ciertos matices sociales, de empatía, de ayuda mutua. Se critica la avaricia, la acumulación de riqueza, y se exalta el sacrificio propio en pos de la comunidad – si bien ese sacrificio no tiene un carácter social, sino individual: no se valora el servicio público prestado, sino la abnegación al hacerlo, la renuncia a una vida de comodidad por una vida de sufrimiento y trabajo. Con esa filosofía, la Iglesia construyó el primer sistema social de la historia, que incluía y aún hoy incluye hospitales, comedores sociales, escuelas, residencias… Cuanto más miserable fuera el beneficiario, cuanta más ayuda necesitara, cuanto más difícil fuera su salvación, más interesaba a la doctrina social cristiana.

Entender el principio del asistencialismo cristiano es fundamental, porque marca el desarrollo ideológico, teórico y por tanto práctico de las concepciones sociales de los Estados europeos antes de la irrupción del movimiento obrero. Hasta la llegada del Estado del Bienestar, con su lógica de socialización, la asistencia social en el mundo occidental era percibida como un deber moral, como un sacrificio que toda la nación hacía, en buen cumplimiento de sus preceptos religiosos, para con los más miserables. El eje central no era el propio beneficiario, sino el donante, aquel que se sacrificaba para demostrar que era digno de la salvación, que cumplía con los mandamientos.

Posteriormente, la evolución histórica de las naciones europeas llevó a una profesionalización de estas labores: aunque el trasfondo ideológico o filosófico se mantuviera, el velo romántico del ascetismo cristiano fue arrancado por el Estado capitalista en formación. En la lógica de la lucha de clases, y en un contexto en el que la miseria crecía a un ritmo mayor que la capacidad de los misioneros sociales de sacrificarse para paliarla, era necesario, de alguna manera, evitar que el descontento social desbordara los diques del altruismo y pudiera traducirse en altercados o, aún peor, conciencia política. De ese modo, en algunas naciones la iniciativa privada fue sustituida por un sistema estatal que entroncaba con la tradición social cristiana al dirigirse a los sectores más miserables de la sociedad, pero que sumaba un elemento de control, de protección política, por parte del propio Estado. En muchas ocasiones, las instituciones cristianas (hospicios, hospitales, residencias, escuelas…) se mantuvieron, pero fueron incorporadas en mayor o menor medida a la estructura estatal, al tiempo que la propia administración creaba nuevos espacios de «asistencia social» que gestionaba directamente, o que bien cedía a los misioneros sociales para su gestión.

Uno de los más infames en la historia reciente del capitalismo fueron las casas de trabajo anglosajonas, que proliferaron especialmente en Inglaterra. La idea inicial era crear centros en los cuales los vagabundos recibieran techo y comida a cambio de un empleo, para así buscar su reinserción en sociedad. La realidad fue bien distinta: las casas de trabajo se convirtieron en auténticos infiernos, centros de trabajo esclavo constantemente necesitados de mano de obra, que se alimentaban de hombres, mujeres y niños por igual, detenidos en redadas policiales y enviados a estas cárceles en las que las familias eran separadas, maltratadas y obligadas a trabajar hasta la extenuación. Los paralelismos con los campos de concentración nazis son espeluznantes, y lo peor es que no hace falta mirar atrás en la historia para encontrar ejemplos similares: en Estados Unidos, miles de presos son enviados aún hoy en día a cárceles privadas en las que son utilizados de la misma manera, como mano de obra casi esclava. Estas cárceles, además, exigen cuotas mínimas de ocupación, por lo que los cuerpos represivos estadounidenses, al igual que los ingleses del siglo XIX o las infames SS del siglo XX, funcionan en la práctica como cazadores de esclavos. La mano de obra que antes se conseguía en África mediante el secuestro se consigue ahora en los barrios trabajadores mediante la detención.

La asistencia social ha existido de forma paralela al capitalismo, e incluso antes que este. El Estado del Bienestar, por tanto, si únicamente lo entendemos como un conjunto de instituciones encargadas de ofrecer un servicio social, no es una excepción histórica. El elemento diferencial, en realidad, no es la cobertura social, sino la naturaleza de esta, la forma en que se concibe. Esa es la verdadera innovación que aporta el movimiento obrero, que se formaliza políticamente por primera vez bajo el gobierno laborista de Clement Attlee en el Reino Unido de posguerra: no se trata de paliar la miseria, de ofrecer una red de seguridad mínima a los que no tienen nada, sino de crear un instrumento de socialización que permita combatir la desigualdad de raíz.

El debate, por tanto, no es si servicios públicos sí o no, sino servicios públicos cómo.

¿Impedir la miseria, o combatir la desigualdad?

La concepción general que la izquierda tiene sobre el liberalismo y su versión contemporánea no se corresponde con demasiada exactitud a la realidad ideológica y política de los proyectos neoliberales. Con demasiada frecuencia, nos instalamos en posiciones genéricas, cómodas y fáciles tanto de entender como de explicar, pero que terminan teniendo como consecuencia un desfase entre lo que la izquierda cree que quiere y defiende el liberalismo, y lo que éste quiere y defiende en realidad. La reivindicación de la renta básica, que por suerte parece haberse enfriado, es un ejemplo perfecto. El origen de esta idea, por sorprendente que pueda parecernos, se remonta a Milton Friedman (1912-2006), economista ultraliberal, y su idea de un impuesto negativo sobre la renta como una vía para fomentar el consumo, que a su vez confronta con otras propuestas como el salario mínimo o los servicios sociales, que pueden emplearse para luchar contra la desigualdad.

Pero es que, como hemos visto, algunas de estas ideas provienen también de una tradición liberal. El salario mínimo, sin ir más lejos, se inspira en la obra del también economista liberal David Ricardo (1772-1823), que habló de un salario de subsistencia que permitiera a los trabajadores tener lo justo para sobrevivir sin permitirles ahorrar, de forma que quedaran «atados» a sus puestos de trabajo. La propia asistencia social, a través de la tradición cristiana, tiene también una inspiración liberal. La verdadera lucha, por tanto, gira en torno al enfoque y el uso que se le da a estas propuestas: un salario mínimo que esté por encima del de subsistencia permite el ahorro y la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores, pero ese giro sólo ha sido posible mediante la organización política de los propios trabajadores en base a un programa y una ideología propios. Ocurre lo mismo con los servicios públicos: el proyecto neoliberal no los niega, sino que plantea un enfoque diferente de los mismos. Y el problema es que, al asumir que los neoliberales niegan los servicios públicos, y establecer la lucha en términos de negación o supervivencia, estamos pasando por alto el elemento fundamental: el sentido de los servicios públicos.

Para los neoliberales, los servicios públicos cumplen ese papel de asistencialismo social, de red mínima de seguridad para impedir que la gente muera de hambre o por enfermedades tratables. Quien crea que en Europa es posible, a día de hoy, un escenario parecido al de Estados Unidos, no está teniendo en cuenta el desarrollo histórico de unos y otros: no es viable, en los países europeos, que contamos con sistemas públicos de asistencia social – más o menos desarrollados, con mayor o menor cobertura – desde hace casi un siglo, desmantelar por completo estas estructuras. Lo que sí puede ocurrir, y de hecho ya está produciéndose, es que se le de la vuelta por completo a su papel. Y ahí es donde debe plantearse la lucha: la izquierda debe reivindicar los servicios públicos como una herramienta de socialización, y no como una red de asistencia social.

No es raro escuchar a políticos liberales defendiendo los servicios públicos. En España, tanto Ciudadanos como el PSOE afirman que este es uno de sus objetivos políticos. Incluso el Partido Popular tiene la desfachatez, en ocasiones, de subirse al barco. Es fácil limitarse a decir que son unos hipócritas y unos mentirosos, cuando aprobaron, por ejemplo, el famoso artículo 135 que prioriza el pago de la deuda antes que la financiación, entre otras cosas, de los servicios públicos. Pero eso nos lleva, casi inmediatamente, a preguntarnos por qué reciben tantos votos, cuando una gran mayoría social depende de los servicios públicos para educar a sus hijos o para recibir atención médica. Y la (decepcionante) respuesta que suele salir a relucir, tarde o temprano, es la culpabilización del votante. Partiendo de posiciones tan simples, es lógico que lleguemos a respuestas tan pobres.

Si los liberales de todo pelaje, naranjas, azules o rosados, no pagan un precio político – o el precio que pagan es ínfimo para el daño que causan – por su gestión de los servicios sociales, y la consecuente y progresiva degradación que éstos experimentan, es porque en realidad ni son mentirosos, ni son hipócritas. Todo lo contrario, son extremadamente consecuentes con sus ideas; unas ideas que, por otra parte, son las que asume la gran mayoría social que, precisamente, es usuaria de los servicios sociales. Por eso no hay apenas precio político: lo que para la izquierda se percibe como una evidente «traición», para mucha gente es, precisamente, lo esperado.

Y es que la concepción actual que se ha ido abriendo paso en la sociedad, fuera de nuestros limitados espacios de autoafirmación militante, es que los servicios sociales públicos están ahí para quien no puede permitirse algo mejor. No hay una connotación negativa, de desprecio – al menos, no todavía1 – pero sí se asume que en cuanto se tiene la capacidad para ello, lo mejor es recurrir a la iniciativa privada, y que, por supuesto, es perfectamente legítimo que quien tiene más dinero se pueda permitir una mejor educación o una mejor atención médica. Las políticas de estrangulamiento de los servicios sociales públicos, que repercuten directamente en la calidad del servicio ofrecido, refuerzan esta línea política, que a su vez sirve de justificación para ahondar aún más en los recortes y limitaciones constantes de la oferta pública. Porque, al final, de lo que se trata es de que los servicios sociales públicos no sean más que una red de protección para una minoría ultramiserable. Dar lo justo, a la menor cantidad de gente posible, y que el mercado, incuestionable fuerza económica sin rival, provea al resto.

Dejando a un lado las evidentes bases para una futura estigmatización de los beneficiarios de los servicios sociales públicos – si la idea de que el mercado y la iniciativa privada proveen óptimamente no tiene oposición, aquellos que inevitablemente se vean empobrecidos y desposeídos por el propio mercado serán señalados como «inadaptados», «inútiles», que no han sabido, como el resto, amoldarse -, la verdadera batalla que se libra aquí, por tanto, es el objetivo de los servicios sociales: ¿están ahí para impedir la miseria? ¿O deben cumplir una función de socialización, expulsando al mercado y su consecuente desigualdad de determinados ámbitos? Y si es así, ¿por qué permitir que el mercado y su consecuente desigualdad sigan gestionando otros espacios?

Derechos humanos vs Derechos sociales: caridad frente a salario

Que todo el mundo tiene derecho a recibir atención médica o educación es, prácticamente, un consenso en las sociedades europeas occidentales. Muchas veces se exacerban las posiciones del contrario con fines agitativos, pero parece que a veces olvidamos reubicarnos posteriormente a la hora de hacer análisis y construir discurso y programa: incluso los liberales – al menos en Europa occidental – están de acuerdo con este principio. No son malvados hombres del saco que disfrutan viendo sufrir a la gente, psicópatas que quieren hacer el mal sin más motivación. Creen, honestamente, que la iniciativa privada va a ser capaz de cubrir mejor ese servicio social que la iniciativa pública, por lo que, en todo caso, de lo que se trata es de buscar fórmulas que permitan que todo el mundo pueda acceder al mercado. Volvemos aquí, por ejemplo, a la renta negativa propuesta por Milton Friedman. La evolución histórica y política de nuestras sociedades ha logrado, incluso, que determinados sectores del liberalismo lleguen a aceptar una cierta estructura de servicios sociales públicos como red de seguridad.

El problema es la lógica sobre la cual se levanta este consenso. ¿Tenemos derecho a recibir atención médica o educación porque todos los individuos tienen ese derecho, porque lo contrario sería inmoral? ¿O tenemos ese derecho porque, como trabajadores, producimos la riqueza social y movemos la economía, y por tanto estos servicios sociales no son más que una forma indirecta de redistribución de la riqueza? He ahí la clave del debate. La situación actual de los servicios sociales se explica porque la lógica que sigue gran parte de la izquierda – o al menos sus elementos dirigentes – se acerca más a la primera posición que a la segunda.

Si nos limitamos a hablar de derechos humanos, derechos que nos corresponden como individuos por el mero hecho de serlo, entonces legitimamos el debate sobre la forma más eficiente de garantizarlos, cuando esa no es la cuestión. El verdadero debate tras la cuestión de los servicios públicos es si estos deben tener, precisamente, una lógica individual o una lógica social.

Si es asumible y aceptable que alguien tenga acceso a mejores tratamientos médicos porque tiene más dinero, o que las mismas familias acomodadas ocupen desde hace siglos las instituciones académicas, perpetuando su dominio a través del clasismo académico. Si aceptamos esto, si de verdad creemos que es justo y legítimo que haya diferencias de esperanza de vida de veinte años entre barrios ricos y barrios trabajadores, si de verdad nos parece bien que la pobreza se cronifique y sea hereditaria; si aceptamos, en suma, la desigualdad y nos limitamos a combatir la miseria, entonces podemos comulgar con ruedas de molino y aceptar los servicios públicos, unos servicios sociales mínimos diseñados y promovidos por el neoliberalismo. Pero si entendemos que esto es injusto, que los servicios sociales se basan en preceptos sociales, y que por tanto son herramientas de socialización que podemos emplear para expulsar al mercado y eliminar a la desigualdad en determinados espacios, entonces no hay debate, y, lógicamente, el neoliberalismo no es compatible con los servicios sociales.

Pero para eso, es imprescindible situar en primer lugar un cambio de perspectiva: los servicios sociales no son una asistencia social caritativa, sino una conquista colectiva, parte de la riqueza que generamos los trabajadores y que recuperamos de esta forma para mejorar nuestra calidad de vida. Son, por tanto, parte de nuestro salario, lo que podríamos denominar salario indirecto: igual que conseguimos a través de la lucha que aumenten las nóminas, los trabajadores conseguimos en su momento que nos pagaran, indirectamente a través de los impuestos, la educación y la sanidad, para tenerlos garantizados. Si ahora hay problemas de financiación, ¡que paguen más los superricos!

Sólo así es posible garantizar que los servicios sociales cumplen una función socializante, de redistribución de la riqueza. Para muestra, un botón: desde 2011, el número de superricos ha aumentado un 74%. Sólo ellos suman (al menos)2 18.330.000 millones, una cantidad que permitiría, por ejemplo, revertir en su totalidad los recortes presupuestarios en la sanidad pública, estimados en más de 15.000 millones de euros. Y, sin embargo, ¿sobre quién recaen los impuestos que mantienen esos servicios públicos? Sobre los propios trabajadores: sus usuarios. ¿Qué carácter social, de redistribución, tienen los servicios públicos, si somos nosotros los que pagamos por ellos?

Esa forma de funcionar obedece más bien a una lógica de mercado: paga por el servicio que recibes. Partiendo de ese punto, resulta mucho más fácil comprender el debate acerca de la gestión: la crítica que muchos liberales hacen a los servicios públicos se remite precisamente a un carácter supuestamente deficitario o inapropiado de la gestión del Estado, argumentando que la iniciativa privada gestionará mejor esos recursos según la propia lógica de mercado porque, al fin y al cabo, está más adaptada a ésta. Ciertos sectores de la izquierda caen en la trampa entrando a debatir sobre elementos técnicos de gestión, asumiendo el marco del mercado, y abandonando la revolución histórica que aportó el movimiento obrero a los servicios públicos: su carácter social. Los servicios sociales, tal y como los entendemos los socialistas, no son un servicio de mercado, sino parte de nuestro salario. Tampoco son una red mínima de seguridad para un sector de la población que no tiene nada mejor, sino una herramienta de lucha contra la desigualdad, con vocación de mayoría.

Reconstruir los servicios sociales para construir una alternativa al mercado capitalista

No es necesario reseñar la grave situación de crisis ideológica, y por tanto programática, en la que se encuentra la izquierda en la actualidad. Faltan ideas, proyectos, medidas concretas, que sirvan para mejorar las condiciones de vida de la mayoría social trabajadora. En ese sentido, los servicios públicos no son una excepción: la lucha quijotesca por la supervivencia de una sanidad o una educación públicas, en los términos actuales, aúna a los trabajadores de estos servicios, conscientes del peligro que supondría la privatización para sus condiciones laborales, con una pequeña minoría de activistas atomizados que intentan encontrar un sentido a su militancia desorientada. Las denominadas «mareas» – los movimientos sociales que en el momento álgido de los recortes se movilizaron en defensa de los servicios públicos – se han ido deshinchando irremediablemente.

Todo lo que queda es un poso abstracto, que pueden asumir partidos tan dispares como el PSOE o Podemos, de rechazo a la privatización. Se reivindica una mejor calidad de estos servicios – hospitales repletos de cucarachas, escasez de camas, listas de espera de meses… – y poco más. Todas esas exigencias no dejan de ser cuestiones técnicas, de gestión. No hay una confrontación abierta con la derecha. Los servicios sociales se conciben únicamente como servicios públicos: servicios que, dentro de la lógica de mercado, tienen la particularidad de estar gestionados por el Estado.

Apenas quedan rastros de la «propiedad social» de la que habla Daniel Zamora, a partir del sociólogo francés Robert Casel. Los servicios públicos no confrontan con el mercado, no plantean una alternativa de gestión democrática, de socialización. Aceptan el marco del intercambio mercantil en los campos de la sanidad o la educación, y no digamos ya de la vivienda o el transporte público. Los servicios sociales, que ponían límites a la mercantilización, que protegían determinados sectores de la actividad económica del mercado con el objetivo de que algún día nuestra propia fuerza de trabajo dejara de ser una mercancía, han sido desnaturalizados bajo la forma de servicios públicos. Después de los avances de los trabajadores durante el siglo XX, el mercado ha contraatacado, ha avanzado posiciones y ha impuesto su lógica de desigualdad en muchos espacios que habíamos logrado «proteger».

Ese no es el problema. Ningún movimiento avanza linealmente: el retroceso es una posibilidad tan real como el progreso. En una fase de repliegue de la lucha de clases, es comprensible que el mercado avance y los trabajadores cedamos terreno. El verdadero problema es la falta de claridad, la falta de ideas. Uno puede no tener fuerzas suficientes como para determinar la dirección de un proceso: lo que no puede permitirse es carecer de dirección, porque entonces queda totalmente a merced de las fuerzas contrarias. Y eso es, por desgracia, lo que le ha ocurrido a la izquierda. En ese contexto, urge recuperar la perspectiva social para disponer de nuevo de espacios «protegidos» del mercado, a partir de los cuales podamos concentrar fuerzas y empezar a construir una alternativa al mercado capitalista.

Los servicios sociales, en ese sentido, deben ejercer como punta de lanza. Ya lo fueron, en su momento, dando pie a las experiencias de socialización más avanzadas en la Europa occidental, como el primer Estado del Bienestar británico. Hoy, vemos avances interesantes como la reivindicación del transporte público gratuito en Europa o el movimiento americano Medicare for All. Defender los servicios públicos no es suficiente: es hora de recuperar los servicios sociales. Cuando más golpea la desigualdad, cuando más se acentúan las diferencias entre clases, cuando la situación económica se vuelve más crítica, es más necesario que nunca tener una alternativa a la locura del mercado capitalista.

Notas

  1. Este fenómeno si ha aparecido en algunos países con Estados del Bienestar, como Reino Unido, epicentro de la revolución neoconservadora durante la época de Thatcher. En su libro Chavs. La demonización de la clase obrera, Owen Jones explica como, en lo relativo a la vivienda social, si que se ha desarrollado ya un elemento de marginalización, de estigmatización, de aquellos que alquilan viviendas públicas.
  2. En España, se consideran superricos a aquellas personas que declaran un patrimonio superior a los 30 millones. Tomando esa cifra como referencia podemos obtener un cálculo aproximado de la riqueza que concentran estas personas – aunque en realidad es aún mayor

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