El pasado lunes 7 de octubre, organizaciones ecologistas de todo el mundo organizaron actos de protesta contra la grave situación medioambiental del planeta, que han calificado de emergencia climática. Desde Berlín hasta Nueva York, y desde Londres hasta Madrid, los activistas cortaron el tráfico en algunos puntos y llevaron a cabo performances para llamar la atención sobre la crisis ecológica, vestidos de rojo por los incendios, azul por las inundaciones y marrón por la desertificación.
El impacto mediático fue inmediato. En la capital de nuestro país, la protesta tuvo lugar en el puente de Joaquín Costa, cerca de Nuevos Ministerios, una zona crítica para el tráfico, y fue respondida con dureza por parte de la policía, con más de treinta detenidos y algunos heridos. En un momento de relativa calma, una de los activistas ejercía de portavoz improvisada y enunciaba las reivindicaciones que habían llevado a la movilización:
- La declaración de emergencia climática, con políticas acordes a lo indicado por la ciencia y recursos suficientes para aplicarlas
- Que se reconozca de forma oficial la crítica situación climática y ecológica del planeta y la responsabilidad del crecimiento ecológico en ese proceso
- Actuación inmediata, con reducciones drásticas en las emisiones
- Democracia real, con puesta en marcha de mecanismos ciudadanos de seguimiento, supervisión y cumplimiento de todas las medidas
- Justicia climática, para evitar que sean los sectores más vulnerables los que paguen el precio de la transición ecológica
Estas exigencias son, a grandes rasgos, justas. El problema es que son demasiado genéricas. Desde hace años, el cambio climático – y la necesidad de luchar contra él – ha ocupado un papel fundamental en el discurso político. No es cierto que no se reconozcan la situación crítica del planeta: en muchas ocasiones, de hecho, esa misma situación crítica es advertida y denunciada por organismos oficiales como el IPCC de la ONU. Se han firmado acuerdo tras acuerdo con compromisos muy parecidos a los que ayer demandaban los activistas que bloqueaban el tráfico en algunas de las ciudades más importantes del mundo. El problema, digamos, no es qué hacer: ahí ya hay un cierto consenso. El problema es cómo hacerlo.
Y ahí, el activismo muestra sus limitaciones. Ayer, quitando el elemento mediático, la performance, la actuación, no se aportó nada nuevo a la lucha contra el cambio climático, en un momento crítico en el que precisamente lo que necesitamos desesperadamente es algo nuevo, porque lo que hemos venido haciendo hasta ahora ha fallado. Acciones como las de ayer, o como el discurso de Greta Thunberg ante la ONU, sirven para llamar la atención sobre el problema. Para visibilizarlo. Pero, una vez ya está visibilizado, una vez ya está reconocido, no tienen más recorrido. Es la historia de nunca acabar: denunciamos la situación crítica para generar alarma social que aumente la presión para denunciar la situación crítica.
La rebelión, la acción, son necesarias. No se trata de negar los aportes del activismo a la lucha contra el cambio climático: los compañeros y compañeras que ayer cortaron el tráfico y se expusieron a multas, detenciones y porrazos son merecedores de nuestra admiración y reconocimiento. El problema no está en los movimientos sociales. El problema está en la izquierda, y su relación con ellos.
El síndrome de Peter Pan
En la psicología popular, la idea del síndrome de Peter Pan es más o menos frecuente. Es un concepto que prácticamente se explica por sí solo, haciendo referencia al famoso personaje del País de Nunca Jamás, que no crece y sigue siendo un niño a pesar de que pasen los años. Del mismo modo, el síndrome se utiliza para referirse a aquellas personas que muestra un comportamiento similar y que, por mucho que pase el tiempo, siguen manteniendo una personalidad y un comportamiento más propios de la juventud.
Hay un sector nada despreciable de la izquierda contemporánea fuertemente aquejado de este síndrome de Peter Pan, que vive permanentemente atrapado en la lógica de la protesta, de la queja, de la rebeldía juvenil, pero no se atreve – o no es capaz – de dar un paso adelante y empezar a proponer soluciones. La raíz del problema es muy profunda: un idealismo frustrado por la imperfección de la realidad, por los inevitables errores que se cometen a la hora de hacer política, de tomar medidas prácticas y concretas, de transformar el mundo que nos rodea.
Ese idealismo no es, ni mucho menos, nuevo. Ya en 1968 tuvo lugar un primer brote, en el Mayo francés que hacía una grotesca tabula rasa para meter a la Unión Soviética en el mismo saco que a los países capitalistas, como si el hecho de que el socialismo real cometiera errores lo pusiera automáticamente al mismo nivel que todo lo demás. En 1991, el colapso del bloque en Europa del Este dio un nuevo impulso a estas posiciones. La conclusión era que el socialismo había fracasado, que debía descartarse. Eso implicaba que o bien se asumía el capitalismo como el mejor de los mundos posibles, y entonces debíamos dedicarnos a gestionarlo como mejor pudiéramos, o bien la crítica al capitalismo degeneraba en un enroque nihilista en el que la izquierda iba encerrándose en sí misma, denunciando las injusticias del mundo sin ser capaz de proponer gran cosa para solucionarlas.
Los movimientos sociales, espontáneos, motivados por una necesidad inmediata de las masas, no tienen por qué tener un programa. De hecho, es difícil que lo tengan. No podemos exigirle a la gente corriente ese nivel de claridad política. El problema es, precisamente, que sea la izquierda la que carezca de programa, y que se limite a jalear los movimientos sociales de forma acrítica, sin ser capaz de aportar nada. Las acciones a nivel internacional que tuvieron lugar ayer para exigir soluciones a la emergencia climática ofrecen un contexto ideal para promover un programa de transformación ecológica y social; pero claro, si no hay un programa, es difícil aprovechar estos estallidos sociales para avanzar posiciones.
El programa o la anti-política
No es raro, para cualquiera que haya trabajado en los movimientos sociales, encontrar caras conocidas en casi cualquier convocatoria. El problema no es encontrar a compañeros del curro, de clase, a amigos o familiares; al contrario, eso suele ser un indicador positivo. Quiere decir que la convocatoria, sea la que sea, ha roto los estrechos límites del rollo y ha llegado a la gente corriente, a la mayoría social. Tal vez no se compartan en su totalidad las reivindicaciones o el programa de esa convocatoria. Pero siempre que esté presente la gente corriente – eso que llamamos habitualmente «las masas» en la jerga militante – es una convocatoria en la que merece la pensa estar presentes, para tener la oportunidad de interactuar con esa mayoría silenciosa en un entorno propicio para la discusión política.
El problema viene cuando las caras familiares que nos encontramos en esa convocatoria nos suenan de otras treinta, cuarenta, cincuenta o cien convocatorias anteriores. Ciertas personas convierten los movimientos sociales en su único espacio de trabajo político, y van saltando de uno en otro. Normalmente, suelen buscar la oportunidad de convertirse en portavoces o líderes del movimiento de turno. Aprovechan su experiencia y el conocimiento que han adquirido después de rebotar de espacio en espacio para sobresalir por encima del resto y hacerse con esa posición de liderazgo. Con mucha frecuencia, lo que suele ocurrir a continuación es que tarde o temprano los intereses prosaicos de estos individuos impiden cualquier posible desarrollo político de los movimientos que capitalizan, y terminan espantando a la gente corriente que pudiera haberse acercado. Esa forma de trabajar alimenta la imagen negativa que los reaccionarios intentan generar de cualquier movimiento social, desacreditándolos como espacios donde tipos sin oficio ni beneficio hacen su agosto.
Sería erróneo, no obstante, limitar el análisis a este breve esbozo psicológico de un perfil particular en un movimiento colectivo mucho más amplio. El problema son las ideas subyacentes. Oportunistas ha habido toda la vida, ¿pero por qué son ahora tan preponderantes? ¿Por qué parece que es tan sencillo para algunos adquirir la suficiente influencia en los movimientos sociales como para cortocircuitarlos? Es otro síntoma del síndrome de Peter Pan. El nihilismo se ceba especialmente con la organización, contraponiéndola con la espontaneidad de los movimientos sociales como un espacio corrupto, arcaico y rígido. Organizarse parece autoritario o artificial, una especie de contaminación externa que viene a pervertir la pureza de la gente… con programas y propuestas.
El problema es más grave de lo que parece. No sólo falta un programa de transformación social, con propuestas capaces de vincularse con las demandas o exigencias de la gente corriente: es que, encima, hay cierta parte de la izquierda que directamente rechaza la idea misma del programa y de las propuestas. Las rechaza porque obligan a comprometerse, y el compromiso suele conllevar un sacrificio que realmente no están dispuestos a asumir. El movimiento social espontáneo es, por naturaleza, un espacio cómodo para los que padecen la expresión política del síndrome Peter Pan: si sólo se plantean una serie de reivindicaciones o exigencias muy genéricas, pero no se hace un verdadero seguimiento ni se intentan definir las vías prácticas para ponerlas en marcha, se puede vivir permanentemente instalado en la protesta sin llegar a dar el salto a la política.
Renegar del programa es renegar de la política. Tanto los que acusan gratuitamente de traición para esconder sus propios defectos como los verdaderos traidores viven cómodamente en la ausencia de un programa. Ambos se realimentan mutua e inconscientemente, cruzándose acusaciones abstractas. Un programa concreto obliga a dar explicaciones. A retratarse, a unos y a otros. Los que están en contra tienen que justificar por qué. ¿Por qué se opone el PSOE a que salvaguardemos los puestos de trabajo y la actividad económica utilizando la SEPI 2.0 para nacionalizar y promover un modelo económico alternativo? Por su parte, los que lo proponen tienen que estar dispuestos a llevarlo a cabo, lo que muchas veces exige un trabajo y un compromiso demasiado grande para lo que algunos están dispuestos ofrecer. Unos y otros viven más cómodamente dando brochazos de trazo grueso.
Pero elaborar un programa no es una tarea sencilla: es, de hecho, uno de los principales retos de la izquierda alternativa. Hoy en día no somos capaces de articular una serie de medidas que permitan transformar el mundo que nos rodea, y al mismo tiempo puedan ser aceptadas y asumidas por la gente corriente. Nuestra actitud ante la partida política que se está librando lastra nuestras posibilidades de impulsar una transformación social profunda: o participamos en el juego como uno más, incapaces de distinguirnos entre los demás jugadores, o nos limitamos a quedarnos fuera, enfurruñados, sin jugar.
Medidas para una transición ecológica justa
Las cinco reivindicaciones que plantearon los activistas medioambientales el día 7 no son erróneas. De hecho, en artículos redactados previamente hemos apuntado en esa misma dirección. La cuestión es cómo convertir esas reivindicaciones, esas ideas abstractas, en medidas concretas, en políticas factibles. El verdadero problema es cómo garantizar que se reducen drásticamente las emisiones de CO2. Cómo garantizar que son la ciencia y el interés común los que dirigen la política de sostenibilidad, y no el beneficio de unos pocos. Cómo asegurar que haya mecanismos de supervisión y rendición de cuentas en la transición ecológica, cuando no los hay ni siquiera en otros muchos espacios de nuestra vida diaria, como los centros de trabajo. Y, sobre todo, cómo garantizar que toda esta lucha contra el cambio climático no terminamos pagandola los trabajadores, la mayoría social.
El ecologismo no nació ayer. No lo inventaron el 7 de octubre. Tampoco lo inventó Greta Thunberg. El ecologismo lleva jugando un papel más o menos relevante, con altas y bajas, desde hace casi treinta años. Hay un ecologismo social, un ecologismo que piensa en la sostenibilidad en términos de transformación social. Pero también hay un ecologismo de mercado, un ecologismo que sólo piensa en cambiar lo justo para que nada cambie.
El problema es que hasta ahora ese ecologismo de mercado ha sido hegemónico en el movimiento. Quienes han diseñado, dirigido y practicado las políticas verdes han sido los capitalistas. Y los capitalistas, por ejemplo, han convertido la limitación de emisiones en un auténtico mercado especulativo en el que lo que menos importa es, precisamente, reducir las emisiones. Los capitalistas, en su lógica del máximo beneficio en el menor tiempo posible, han rechazado cualquier opción tecnológica, como la utilización de motores de hidrógeno. Nunca han rendido cuentas ni ha habido transparencia con sus decisiones: los gobiernos han firmado acuerdo tras acuerdo, y los Consejos de Administración los han convertido en papel mojado uno tras otro, sin que nadie les obligara a nada. Los trabajadores, por desgracia, hemos sido los que hemos pagado, viendo como en pro de la sostenibilidad se cerraban fábricas sin garantizar ninguna alternativa de empleo ni de actividad económica para las comarcas afectadas.
El fracaso permanente en el que vive instalado el ecologismo de mercado nos debería llevar a plantearnos otras alternativas, a dotar al ecologismo social de verdadera entidad política. Un auténtico avance sería, por ejemplo, empezar a reconocer el papel fundamental que va a tener que jugar la iniciativa pública – el Estado – en este proceso. Por desgracia, parece que la línea del nuevo ecologismo sigue confiando más en los viejos mecanismos – regulación, fiscalidad y libre mercado – a pesar de la inutilidad demostrada que estas herramientas, por sí solas, han tenido desde finales del siglo XX.
Urge elaborar un programa de transición ecológica que realmente afronte los retos planteados por los activistas del 7 de octubre, y ese programa tiene que superar de una vez la lógica de mercado y la absurda confianza en una iniciativa privada que no ha hecho más que fallar. Einstein definió la locura como hacer una y otra vez lo mismo esperando resultados diferentes: el ecologismo, lejos de ser una cosa de locos, debería dar pie a las reflexiones más profundas y a las propuestas más rupturistas e innovadoras, porque el precio a pagar en caso de fallar es demasiado alto. Por mucho que podamos compartir el espíritu de la rebelión climática, elaborar ese programa no se va a conseguir acampando frente al Ministerio. Es un trabajo que requiere construir una organización extensa, profunda, capaz de representar verdaderamente los intereses de la mayoría social y de traducirlos a un programa efectivo. Una organización que no existe a día de hoy.
Seguro que muchos de nosotros tenemos algunas ideas en la cabeza sobre qué podría hacerse. Otros a lo mejor aún no lo han pensado, pero basta con que el tema salga a la luz para que se les encienda la bombilla. Cuantos más participemos en ese proceso, más propuestas podremos generar y más acertadas serán. Construir una organización capaz de elaborar e impulsar un verdadero programa de cambio social no es la tarea más inmediata, pero sí la más urgente. Vivimos en el mundo real, no en el País de Nunca Jamás: necesitamos ponernos manos a la obra, porque el tiempo sí pasa por nosotros. Y cada vez nos queda menos como para andar gastándolo en algaradas.