Europa es un continente con una rica historia revolucionaria pero, si pensamos en cambios sociales profundos y repentinos en la historia occidental, pocos son comparables con la Revolución Francesa. Nunca antes un movimiento político y social impulsado desde abajo, desde la gran mayoría social, había logrado transformar tan radicalmente el mundo: en 1789 no sólo cayó la monarquía absoluta francesa, sino que todo el Antiguo Régimen se vio sacudido desde sus cimientos. Las ideas y lecciones de la Francia revolucionaria se extendieron mucho más allá de las fronteras del país galo, y permearon profundamente la sociedad. Tanto los historiadores reaccionarios como los revolucionarios echan la mirada atrás y fijan en 1789 un antes y un después, un evento de tal magnitud que se considera el fin de la Edad Moderna y el inicio de la Contemporánea. El mundo que conocemos, el mundo en el que vivimos, fue concebido en la Revolución Francesa: conceptos tan interiorizados como izquierda y derecha se remontan, ni más ni menos, a la posición que ocupaba cada grupo en las reuniones de la Convención Nacional
Sin embargo, sería erróneo hablar de una única Revolución Francesa. En los años posteriores a la caída de Luis XVI se vivió una auténtica vorágine política, una sucesión de ensayos teóricos y prácticos sobre cómo debían construir el mundo los que nunca antes habían tenido la oportunidad de hacerlo. Reaccionarios y monárquicos se opusieron al nuevo régimen y combatieron contra la Revolución, mientras los propios revolucionarios se enfrentaban entre sí, divididos en familias, en un país que, por primera vez, tenía su destino en sus manos. No existían doctrinas ni manuales políticos: los revolucionarios, fueran de la familia que fueran, definían la forma que tenían de entender el mundo al transformarlo. En esa lucha por construir la nueva Francia se alternaron unos y otros en repetidas ocasiones, hasta que Napoleón Bonaparte sustituyó la depuesta corona real por un cetro imperial. Por el camino, la intensa experiencia de una década revolucionaria legó ideas y ejemplos a la Europa contemporánea que empezaba a configurarse.
Louis Antoine de Saint-Just fue uno de los protagonistas de esa Revolución, uno de esos hombres que cambiaron la historia. Se alistó en la Guardia Nacional nada más estallar la revolución, ascendiendo rápidamente. Fue elegido diputado de la Convención Nacional en 1792, convirtiéndose en el más joven en ganar un escaño, con tan sólo 25 años. Cuando el parlamento revolucionario debatía cuál debía ser la suerte de Luis XVI después de su intento de fuga, Saint-Just tomó la palabra para condenarlo a muerte: el rey sería guillotinado apenas dos meses después. Redactó la Constitución de 1793, se convirtió en la mano derecha de Robespierre, dirigió al ejército revolucionario a la victoria en el Rin y en Bélgica, y fue elegido presidente de la Convención Nacional. Famoso por su firmeza y lealtad con la causa revolucionaria, y por su dureza contra los enemigos de la Convención, recibió el sobrenombre de Arcángel del Terror. Cuando los jacobinos cayeron, tuvo la opción de colaborar con el nuevo gobierno, pero prefirió acompañar a Robespierre a la guillotina: tenía 27 años cuando fue decapitado.
Pocas personas jugaron un papel más importante en la Revolución Francesa que Louis Antoine de Saint-Just, y pocas revoluciones han tenido un eco mayor en la historia que la que protagonizaron los franceses en 1789. Para todos los que aspiramos a transformar el mundo, para todos los que compartimos su motivación de ser dueños de nuestro propio destino, los revolucionarios franceses son una de las referencias inexcusables. Más aún en tiempos como los que corren, en los que la base teórica de las revoluciones ha perdido peso frente a la pura acción, y se califica abiertamente de revoluciones movimientos reaccionarios como el que protagonizaron los ultranacionalistas ucranianos en 2014 o el que está protagonizando el neocolonialismo en Hong Kong. Tiempos en los que el Procès, una causa insolidaria e injusta, se convierte en el paradigma de una cierta parte de la izquierda que encuentra en los disturbios, en el enfrentamiento con la policía, el único criterio de un proceso revolucionario.
Hace muchos años que en la izquierda española que aspira a ser revolucionaria se ha instalado, de forma casi incuestionable, la doctrina de la ruptura democrática. La idea de que el denominado «Régimen del 78» es una especie de dictadura fascista encubierta. La tarea a cumplir, la revolución pendiente, sería en ese caso la lucha por los derechos democráticos: contra la represión, por la república… y por la autodeterminación de unos pueblos supuestamente oprimidos. Esa parte de la izquierda española, nada despreciable en número e influencia, se ha mostrado dispuesta y encantada de colaborar con los nacionalismos periféricos convencida de que serían la piedra de toque, el campo de batalla, en el que se jugaría la partida de todo el país. No ha sido un fenónemo exclusivo de «radicales»: la propia Izquierda Unida bajo la dirección de Gaspar Llamazares adoptó la lógica de la geometría variable para aliarse con fuerzas nacionalistas allí donde coincidieran ambas organizaciones. En su momento, la mayor combatividad, organización e influencia del nacionalismo vasco convirtió a Euskadi en la referencia; hoy, el conflicto catalán ha desplazado el eje de Bilbao a Barcelona.
La izquierda de la ruptura democrática se encuentra ahora ante el contexto por el que tanto ha trabajado: media Cataluña se encuentra, en la práctica, sublevada. Barcelona está en manos de los independentistas, y noche tras noche se extienden los disturbios en una dimensión nunca antes vista, tal y como reconoce la propia policía. En esta situación de bloqueo, parece difícil pensar en un proceso de desescalada: ambos bandos están instalados en una retórica bélica y parecen estar buscando la tragedia que legitime, precisamente, un fenómeno contrario de endurecimiento del conflicto. Por el lado catalán, se denuncian las graves lesiones que está provocando la represión policial, desde pérdidas de visión parciales a causa del uso de pelotas de goma hasta el atropello que sufrió un joven por parte de un furgón de los Mossos. Por el lado español, se sigue atentamente la situación crítica de un policía que permanece en la UVI, mientras se magnifican y distorsionan las lecciones que han sufrido otros agentes. Ambos bandos parecen estar más preocupados por buscar un mártir que por encontrar una solución a la crisis.
La realidad es que el conflicto catalán no está sirviendo para debilitar al Estado, como prometía la izquierda de la ruptura democrática. De hecho, a falta de apenas tres semanas para las elecciones del día 10 de noviembre, está por ver si el resultado de todo esto no es, por el contrario, un fortalecimiento de los sectores más duros del bloque reaccionario con un eventual gobierno del llamado Trifachito. Más allá de los círculos habituales de convencidos y militantes, el conflicto catalán no sólo no ha «desenmascarado» la represión, sino que ha acrecentado el apoyo que tiene entre un porcentaje importante de la población. El estallido social ha llevado a unos niveles de confrontación abierta con las fuerzas de seguridad del Estado que, fuera del contexto particular catalán, no se entienden. La gente corriente del resto del país no se ve representada por esos disturbios, y se sienten más próximos a la policía que a los manifestantes.
Ha habido, eso sí, manifestaciones de apoyo y solidaridad en Madrid, Sevilla, Santander o Valencia, y en algunos casos han sido manifestaciones con un considerable número de participantes, pero la movilización y el apoyo popular no se han acercado ni remotamente a la magnitud de los enfrentamientos en Cataluña. En ese contexto que la izquierda de la ruptura democrática llevaba años vendiendo como un gran salto adelante para el campo popular y democrático, se ha producido un endurecimiento de las posiciones de ambas partes y se ha ahondado en la fractura social de una Cataluña partida en dos, pero no se ha minado demasiado la posición del bloque hegemónico del «Régimen del 78».
«Aquellos que hacen revoluciones a medias no hacen más que cavar sus propias tumbas» , afirmó Louis Antoine de Saint-Just en 1793, en pleno ascenso de su carrera política. Un año después, el gobierno de los jacobinos llegaba a su fin: Robespierre era detenido, y él y muchos de sus colaboradores eran pasados por la misma guillotina que había decapitado al rey Luis XVI. La advertencia de Saint-Just se volvía contra él: la izquierda jacobina había ido demasiado lejos, demasiado pronto. La sociedad libre de explotación y opresión con la que habían soñado sería posible, pero aún habría que esperar más de un siglo para que naciera el agente social capaz de hacerla realidad: la clase obrera.
Para los jacobinos como Robespierre o Saint-Just, la Revolución Francesa fue una revolución a medias, que terminó costándoles la vida. La aventura del nacionalismo catalán no es más que una farsa, un sainete organizado por un sector intermedio de la burguesía que no merece el calificativo de revolución: a la hora de la verdad, el nacionalismo terminará llegando a un acuerdo e integrándose de nuevo en la lógica del Estado. Esquerra Republicana, que encabeza las encuestas, ya está buscándolo desesperadamente. El proceso en el que se haya inmersa la izquierda de la ruptura democrática, por el contrario, está condenado a convertirse en una revolución a medias: o empezamos a construir un proyecto capaz de llevar la revolución hasta el final, de sumar a una mayoría social de todo el país dispuesta a cambiar profundamente toda España en coordinación con las fuerzas progresistas del resto de Europa, o la ruptura democrática nos terminará costando muy cara.