- Publicación original: La gauche authentique face au néoracisme et au néocolonialisme au 21e siècle – lavamedia.be – David Pestieau – 25 de julio de 2018
- Traducción: La Mayoría
A nivel mundial, la correlación de fuerzas ha cambiado de forma considerable en los treinta años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, con un poderoso movimiento de decolonización y un profundo movimiento antirracista que llegó hasta los Estados Unidos. Así lo certifica, por ejemplo, la adopción por parte de la Asamblea General de la ONU de la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial. Este texto subraya la igualdad fundamental de todos los individuos y reafirma que la discriminación entre seres humanos por motivos de raza, de color de piel o de origen étnico es un atentado contra los derechos fundamentales de la persona. Este documento muestra que las clases dominantes ya no podían difundir y proclamar abiertamente el racismo, como lo habían hecho entre 1850 y la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a partir de los años 80, el racismo – en ocasiones con nuevas apariencias – y el neocolonialismo han recobrado fuerza, prácticamente de forma paralela a la ofensiva neoliberal. ¿Por qué? La descolonización defendida por los movimientos de liberación nacional no ha traído la emancipación prometida. Las antiguas potencias coloniales, especialmente unos Estados Unidos que, después de la guerra, se apoderaron de la hegemonía, saben que, aunque hayan perdido el control político directo de sus imperios coloniales, aún conservan muchos instrumentos para controlar la evolución económica de las ex-colonias e incluso, de forma indirecta, su evolución política (golpes de Estado, desestabilización mediante los servicios secretos…). «Modernizan» su dominación. Es así como pasamos, desde luego en el caso del continente africano, de un régimen colonial a un régimen neocolonial. Mehdi Ben Barka, un reconocido opositor marroquí, vinculó la evolución de las formas de dominación del imperialismo a la evolución económica.
«Esta orientación [neocolonial] no es una simple elección en materia de política exterior: es la expresión de un cambio profundo en las estructuras del capitalismo occidental. Desde el momento en que después de la Segunda Guerra Mundial, mediante la ayuda del plan Marshall y una interpenetración cada vez mayor con la economía americana, Europa Occidental se alejó de la estructura del siglo XIX para adaptarse al capitalismo americano, era normal que también adoptara la forma de relacionarse de Estados Unidos con el mundo: en una palabra, tener también su propia ‘América Latina'».1
El marxista egipcio Samir Amin señala esta nueva dependencia que «moderniza» el colonialismo:
«Eso que llamamos la ayuda occidental, eso que conocemos como donantes, los Estados Unidos, los países europeos, la Unión Europea, Japón y sus instrumentos internacionales imponen a los países africanos ciertas condiciones; es decir, que no pueden acceder al mercado mundial si no cumplen la condición de aceptar que su política nacional se someta a los principios del liberalismo, a saber, la privatización de todas las actividades económicas, de los servicios sociales, la apertura incontrolada al capital, etc… Los occidentales pretenden que los países que acepten sus reglas se beneficiarán de la llegada de grandes capitales que permitirán su desarrollo; no es cierto. En realidad, esto da lugar a un pillaje de los recursos naturales del continente africano, no solamente su petróleo y su gas, sino también los nuevos recursos naturales como la tierra agrícola e, incluso, el agua y el aire»2
Este desarrollo del neocolonialismo se conjuga con la magnificación de la deuda exterior, de los intercambios desiguales, de la falta de desarrollo de una industria propia y con el estallido de guerras imperialistas neocoloniales (Iraq, Afganistán, Libia, Mali, Costa de Marfil…)
La crisis del capitalismo, la globalización y la inmigración
Con el neocolonialismo y el desarrollo de la globalización capitalista, se desarrollaron las migraciones modernas. Si bien las migraciones no son un fenómeno nuevo en la historia de la Humanidad, la migración provenientes del tercer mundo a Europa tiene una profunda conexión con la globalización de la economía. «De un lado, la inmigración es el resultado del desarrollo desigual del capitalismo, y del otro, también provoxa su expansión», escribió Samir Amin. En suma, es el síntoma y el producto de una dependencia mutua entre las metrópolis europeas y las neocolonias.
En Europa, si la inmigración intraeuropea se desarrolla justo hasta el final de la Segunda Guerra – en particular desde los países del sur de Europa como Italia, España, Grecia o Portugal hacia los centros industriales del norte de Europa -, la inmigración extraeuropea se desarrolla en la segunda mitad del siglo XX. A medida que el capitalismo se globaliza (pero también a medida que la descolonización progresa), la clase obrera de las metrópolis se internacionaliza: en Francia, con una población llegada de las antiguas colonias africanas del Maghreb y de África Subsahariana, pero también de las colonias de ultramar (Antillas); en Gran Bretaña, con una inmigración proveniente de los países del ex-imperio británico de las Indias (Paquistán, Bangladesh, India) y de las colonias de África; en Alemania, con trabajadores que llegan, sobre todo, de Turquía. En Bélgica, es de la antigua colonia del Congo pero sobre todo del Maghreb y de Turquía de donde llega la inmigración.
En Europa del Norte se asientan, a partir de los años 90, poblaciones venidas de Europa del Este. Y desde los años 2000, se unieron a ellas refugiados que huían de las guerras en Oriente Medio y la miseria en África.
Esta inmigración hacia Bélgica, como a otras partes de Europa, se produce por fases: al principio, es fomentada por la patronal en función del desarrollo del capitalismo de posguerra, y posteriormente evoluciona con la crisis del capitalismo. El sindicalista Julien Dohet lo describe:
«Con la liberación en 1945, el país debe ganar la ‘batalla del carbón’ para relanzar su economía. Para salvar la situación, se decidió aplicar a una escala aún mayor el reclutamiento de contingentes que se produjo durante los años 20 y 30: fue el protocolo de acuerdo del 20 de junio de 1946 con Italia. Habiendo mucha agitación social en Bélgica por aquel entonces, la patronal (y el gobierno) no asumieron riesgos: una primera clasificación fue realizada por el clero italiano, una segunda por parte de la policía belga al embarcar en Italia. Y a la primera discusión, se les enviaba de vuelta. El contingente, la clasificación, los bajos salarios, las condiciones sociales desastrosas, los permisos de trabajo precarios… Todo esta pensado que para que la inmigración fuera un freno para la lucha de clases, un ‘ejército de reserva’ como lo definía Marx. No se trata, para nada, de la idea tan recurrente entre la extrema derecha del inmigrante que viene a aprovecharse de nuestra seguridad social. La catástrofe del Bois du Cazier, el 8 de agosto de 1956,3, supuso un punto y aparte. Puso en relieve el rol y la importancia de los inmigrantes en la economía belga. Permitió, igualmente, que todo el mundo conociera sus penosas condiciones de trabajo. Finalmente, provocó la reacción del gobierno Italiano, que rompió el acuerdo de 1946 obligando a Bélgica a buscar trabajadores en otros países, inicialmente europeos (Grecia, España…), y posteriormente (Túnez, Marruecos…). Hace falta ser muy claro aquí. Si Bélgica se dirige a países cada vez más lejanos, es porque la patronal, justificándose como siempre en la competencia extranjera, se niega a mejorar las condiciones de trabajo y renovar el tejido industrial»4

La globalización capitalista lleva por tanto a la aparición de ciudades «majority-minority«
La segunda fase comienza con la crisis económica mundial de 1973. De un lado, el desarrollo desigual del capitalismo lleva a la amplificación de las migraciones en el tercer mundo. De los campos, donde los campesinos huían de la miseria, hacia las ciudades en algunos países de África y Asia, y después de las ciudades hacia Europa. Del otro lado, los países noreuropeos endurecen sus políticas de inmigración. El 1 de agosto de 1974, el gobierno belga decide limitar la inmigración y adopta la doctrina de «inmigración cero», y en 1980 adopta la primera ley sobre estancia, establecimiento y alejamiento de extranjeros.

A una inmigración fomentada, seleccionada por la patronal en pleno desarrollo económico, se suma así durante los años 80 y 90 una inmigración producida por el desarrollo desigual. Mientras que los primeros pueden instalarse de forma legal, con derechos políticos y sociales reducidos, los segundos no tienen papeles y se sirven directamente del desarrollo de una economía subterránea, como una especie de segundo ejército de reserva de trabajo junto al que conforman los parados «legales».
A partir de los años 90 y hasta hoy, se suman dos fenómenos migratorios adicionales en Europa del Norte: una migración extraeuropea provocada por los conflictos del Medio Oriente y de África, y una migración intraeuropea, especialmente con la llegada de trabajadores de recambio que llegaban mayoritariamente de Europa del Este, trabajando en la construcción y el transporte.
Hoy en día, en Bélgica, 1.8 millones de habitantes (que constituyen el 16% de la población) han nacido en el extranjero, lo que supone que su número se duplicó en apenas un cuarto de siglo5. Entre la población activa, tres de cada diez personas son de origen extranjero (ya sean no belgas o no belgas de nacimiento), de las cuales la mitad son originarias de países de fuera de la Unión Europea6 En la región de Bruselas-Capital, dos tercios de la población provienen de la inmigración y en Anvers, cerca de la mitad.
La globalización capitalista lleva por tanto a la aparición de «ciudades majority-minority»: ciudades donde la mayoría de sus habitantes provienen de un abanico de minorías. Hemos visto cómo esta evolución se ha instalado en dos generaciones en ciudades como Birmingham, Stuttgart, Bruselas o Marsella. Las grandes ciudades experimentan una diversidad considerable, con habitantes de todos los orígenes.
Esta inmigración no cae del cielo, sino que es el resultado directo de una importante divergencia en el desarrollo del capitalismo, que opone a las naciones imperialistas y a las naciones oprimidas.
Normalmente proveniente del campesinado, esta inmigración se va a enfrentar a otra divergencia considerable del capitalismo: la polarización social entre el Capital y el Trabajo. En su inmensa mayoría, los inmigrantes se suman a las filas de la clase obrera, asumiendo frecuentemente los trabajos más precarios y con peores condiciones: las minas, la construcción, la limpieza… Asistimos así a una competencia y a la aparición de tensiones multiples en el mercado de trabajo, con fenómenos de deslocalización internos y externos, con la generalización de empresas subcontratadas que contratan mayoritariamente a trabajadores de orígen extranjero, y fábricas de empresas matriz que emplean a una mayoría de trabajadores belgas.
En suma, en este comienzo del siglo XXI, la inmigración trae al corazón de las metrópolis imperialistas la realidad de la opresión neocolonial, así como una intensigicación de un racismo renovado y exacerbado por el contexto de guerras en este comienzo del siglo.
Después de 1989, la aparición de la nueva derecha, del racismo diferencialista y del choque de civilizaciones
La posguerra marca de inicio un retroceso del racismo, ya que la victoria contra el fascismo y la descolonización conllevan el aislamiento político de las fuerzas que defienden abiertamente el racismo biológico. Después de la crisis de 1973, poco antes del comienzo de los años 80, hay un resurgimiento de los partidos de extrema derecha que hacen referencia, de forma abierta, al pasado colonial y fascista. Se puede observar con el auge del Frente Nacional en Francia y del Vlaams Blok en Flandes. Pero más allá de las fuerzas nostálgicas del fascismo, algunos preparan un contra-ataque modernizándose.
Ya no se trata de jerarquizar según «razas superiores e inferiores», sino de distinguir entre «culturas» diferentes
La nueva derecha, esta extrema derecha «civilizada» que ha recuperado hoy en día el nacionalismo identitario en toda Europa, vio la luz en los años 60 en torno a Alain de Benoist y el GIECE (Grupo de Investigación y Estudio por la Civilización Europea). Se ha consagrado a la tarea de desarrollar una estrategia metapolítica, una lucha cultural, un «gramscismo de derechas», como lo llamó el propio Benoit. Se trata de reemplazar el debate ideológico izquierda-derecha por un discurso sobre valores e identidad nacional. Cuanto más se distancia formalmente del racismo «biológico», jerarquizado «científicamente», más va a defender el derecho de diferenciarse en estructuras culturales homogéneas. Ya no se trata de jerarquizar entre «razas superiores e inferiores», sino de distinguir «culturas» diferentes, en una especie de racismo cultural, diferencialista. El investigador Ico Maly declaró:
«Esta definición cultural de la nación y de la desigualdad reemplazó el antiguo y agotado racismo biológico por un racismo cultural. Esta redefinición permitió a los nuevos pensadores y políticos de derecha rechazar toda acusación de racismo biológico y de superioridad intrínseca. Trump utiliza este discurso de la misma forma. El racismo cultural se dirige contra la invasión de «culturas extranjeras», y rápidamente superó los límites de la nueva derecha. Thatcher lo retomó en 1979 cuando, al mismo tiempo que denigraba al partido fascista británico Frente Nacional, asumía que Gran Bretaña estaba inundada de extranjeros. Esta retórica fue asumida por la corriente dominante a partir de los años 90, también en Francia»7
En realidad, la caída de un socialismo enfermo en el bloque del este en 1989 no significa «el fin de la historia» (la famosa consigna de Francis Fukuyama), pero sí un retroceso gigantesco en la historia. A la caída del Muro de Berlín le sucede, dos años más tarde, la primera Guerra del Golfo, desencadenada por George Bush padre contra el Iraq de Saddam Hussein, una guerra cuyas consecuencias fueron terribles. Los Estados Unidos se convirtieron en la potencia mundial indiscutible que espera instaurar una Pax Americana que dure 100 años. Ebrio de poder por la nueva correlación de fuerzas a nivel mundial, el suplemento del New York Times del 18 de abril de 1993 titulaba: «El colonialismo está de vuelta – no es demasiado temprano».
En 1996, Samuel Huntington, el hombre que asesoró al presidente Johnson en la época de la ocupación americana de Vietnam, publicó El Choque de Civilizaciones. Este libro, que conoció una gran repercusión mundial, saludado por la extrema derecha pero difundido mucho más allá de ésta, desarrolla y populariza las ideas esenciales de la nueva derecha en esta nueva situación. Para empezar, Huntington afirma que la época de la oposición de ideologías, esa que opone el capitalismo al comunismo, ha terminado: en suma, la lucha de clases ha terminado. Se trata de «culturizar» los conflictos, de adoptar un nuevo paradigma.
Para hacer olvidar la contradicción entre Trabajo y Capital, entre liberación nacional e imperialismo, Huntington afirma que la contradicción se encuentra entre la civilización del «mundo occidental» de un lado, y las civilizaciones «del islam» («el militarismo musulmán») y el «confucianismo» por otro («el asentamiento de China»). Situándose en el terreno cultural, olvida la dominación económica, la explotación, las alianzas más allá de los «bloques culturales» (como la que une a los Estados Unidos con Arabia Saudí…). Por otra parte, Huntington afirma que la civilización occidental tiene valores, como la democracia política, la libertad individual o los derechos del hombre, que no son universales, sino que le son propios y que otras civilizaciones no pueden adoptar. Esta articulación «cultural» justificando el colonialismo y el racismo no es nueva. Desde el siglo XIX, el colonialismo se apoyó en una justificación cultural de superioridad, opuesta al marxismo. Así, en 1883, año de la muerte de Marx, ve la luz en Austria Der Rassenkampf (La lucha de razas), de Ludwig Gumplowicz, un libro que se opone a la lucha de clases como clave para comprender la historia. El célebre liberal francés Tocqueville escribía al mismo tiempo: «La raza europea ha recibido del cielo o ha adquirido por sus esfuerzos una superioridad tan incontestable sobre todas las demás razas que componen la gran familia humana, que el hombre que podemos colocar, por sus vicios y su ignorancia, en el último escalón de la escala social sigue siendo mejor que el primero entre los salvajes»8. En Gran Bretaña, Benjamin Disraeli, escritor, Primer Ministro británico e ideólogo del Partido Conservador, defendía a mitad del siglo XIX que la raza era «la clave de la historia», que «todo es raza: no hay otra verdad», y que lo que constituye la raza «es una sola cosa: la sangre»9. Encuentra ahí la explicación del ciclo histórico que comienza con la conquista de América, pasando por la guerra del opio en China, hasta el triunfo del Imperio Británico. No falta mucho para llegar a lo que Huntington denominará «el choque de civilizaciones».
Como en el siglo XIX, la revolución cultural de la nueva derecha es concebida y propagada a partir de objetivos estratégicos. Para preparar el espíritu de cara a nuevas guerras y ocupaciones en el Oriente Medio, Huntington defiende pretendidas grandes diferencias «identitarias» entre «Occidente» y «el Islam». Para preparar al mundo para un ataque estratégico contra China, ya se está abriendo el camino al anunciar supuestas diferencias «culturales» entre «Occidente» y «el confucianismo chino». Con este análisis, ya no se trata de una cuestión de intereses económicos fundamentales, de clases sociales, del control de materias primas, de la conquista de nuevos mercados o de la expansión estratégica.
Cinco años después de la aparición del libro de Huntington , los atendados del 11 de septiembre de 2001 se convirtieron en el pretexto para las guerras americanas en Oriente Medio
Este concepto del «choque de civilizaciones» conduce, en el caso de Huntington, al desarrollo de un racismo «cultural», «civilizacional», particularmente focalizado en Europa contra las poblaciones de origen maghrebí, turco, paquistaní de confesión musulmana. Huntington afirma así que la inmigración es una «fuente de vigor» para Occidente si se trata de «individuos cualificados y enérgicos», y si los nuevos inmigrantes son asimilados culturalmente por la civilización occidental10. Y desde luego, mucho mñas que las cuestiones económicas, señala como peligro para las sociedades los problemas de «declive moral» y «suicidio cultural». Lanza una advertencia: «la cultura occidental es cuestionada por algunos grupos en el interior mismo de las sociedades del Oeste», algo que «es particularmente claro en el caso de los musulmanes instalados en Europa»11
Huntington avanza también los temas esenciales retomados hoy en día por Trump, Baudet, Waucquiez, de Wever… De entrada la cultura reemplaza a la ideologúa, en una batalla que tiene por objetivo erradicar cualquier lucha social común. Seguidamente, el racismo biológico desacreditado es reemplazado por un neorracismo, un racismo cultural, diferencialista, de superioridad de la cultura occidental. De hecho, el objetivo es dividir a la población en el interior y hacer la guerra en el exterior.
Cinco años antes de la publicación del libro de Huntington, los atentados del 11 de septiembre de 2001 se convirtieron en el pretexto para las guerras americanas en el Oriente Medio (Afghanistán, Iraq, Libia) y para un racismo desatado que penetró el mundo político occidental mucho más allá de los circulos habituales de la extrema derecha.
La izquierda, el antirracismo y el anticapitalismo
Neocolonialismo y guerras imperialistas, inmigración, neorracismo y nueva derecha son los enormes desafíos a los cuales debe hacer frente la verdadera izquierda. Particularmente en el contexto actual de la Unión Europea, que se encuentra inmersa en una crisis económica profunda desde 2008, pero que también sufre una crisis política de las fuerzas tradicionales. La cólera contra una Unión Europea autoritaria que impone austeridad, desregulación y bajos salarios se manifiesta en efecto de forma contradictoria.
Asistimos por un lado al retorno de los nacionalismos y a un racismo cada vez más abierto con la aparición de la derecha identitaria de la AfD, de la Liga Norte, de Le Pen, de Baudet y Wilders… Las ideas de la nueva derecha también penetran en los partidos neoconservadores como la N-VA de Bart de Wever, los tories de Gran Bretaña o Los Republicanos en Francia, con Laurent Waucquiez.
Por otra parte, las corrientes de izquierda radical (de naturaleza frecuentemente diferente) aparecen a la izquierda de la social-democracia tradicional con el auge de Unidos Podemos en España, de la Francia Insumisa en Francia, de Corbyn en Gran Bretaña o del PTB en Bélgica. Estas corrientes se enfrentan a desafíos cruciales en la carrera contrarreloj contra la extrema derecha y no pueden ponerse de perfil en la lucha frontal contra el racismo.
La izquierda radical debe hacer una crítica consecuente de la vía seguida desde hace más de un siglo por el socialismo imperialista, la social-democracia. Ésta no ha hecho recular el capitalismo ni contrarrestado el racismo. Y esta crítica no puede limitarse únicamente a su giro social-liberal. Como durante todos los períodos de desarrollo del capitalismo, limitar la cvrítica del mismo a un eje binario capital-trabajo en un marco nacional sería no solamente una estrechez política, sino que colocaría a la izquierda a remolque de las clases dominantes.
El fracaso ideológico de la social-democracia no se produce únicamente en el terreno social, sino también en el terreno de la guerra y del chovinismo. Para el asentamiento del colonialismo antes de las dos guerras mundiales ha sido necesario entre los social-demócratas el apoyo a las aventuras neocoloniales y a las guerras imperialistas, desde el apoyo del social-demócrata Guy Mollet a la guerra de Argelia hasta la guerra de Iraq apoyada por Tony Blair, pasando por la Francoáfrica perseguida por Mitterrand y el apoyo a la OTAN, de Paul-Henri Spaak a Willy Claes. Y a la llegada de los inmigrantes, vistos únicamente por los social-demócratas como competidores salariales para los trabajadores autóctonos, le ha sucedido una política gubernamental que ha estado lejos de ser emancipadora.
Para la izquierda marxista, se trata de aglutinar las luchas sociales y la lucha contra el racismo y por la igualdad de derechos. Esto es lo que ha hecho el movimiento social en nuestro país, que consiguió que los trabajadores extranjeros tuvieran el derecho a voto en las elecciones sociales de 1971, que luchó por la regularización colectiva sucesiva de sin-papeles desde 1974 a 1999, que luchó por la igualdad de derechos (Objetivo 479 917) que llevaron a una nueva ley que facilitaba el acceso a la nacionalidad al comienzo de los años 2000. Se trata también de incorporar una visión internacionalista, capaz de desarrollar movimientos que luchen contra la guerra y el neocolonialismo así como contra el racismo, como lo vimos, por ejemplo, en 2002 y 2003 en Gran Bretaña, donde el movimiento contra la guerra en Iraq se combinó con una lucha contra la islamofobia.
Esta lucha contra el racismo se libra en todos los ámbitos – económico, político e ideológico – porque el racismo no es extraño al capitalismo. Económicamente, es utilizado para azuzar la competencia entre trabajadores (subcontratados, dumping social, economía subterránea…). Políticamente, permite a las clases dominantes dividir a la clase trabajadores en las metrópolis y justificar las guerras coloniales y neocoloniales. Ideológicamente, permite colocar a la clase trabajadora a remolque de la visión del mundo que tiene el establishment.
La política social-demócrata desvinculada de la lucha de clases abre la puerta a la nueva derecha
La lucha contra el racismo pasa por una lucha llevada a cabo por todos los componentes de las clases populares, contra las discriminaciones en derechos y en práctica. Los trabajadores atravesados por la cuestión de la inmigración se enfrentan a dos opresiones. Al igual que las injusticias y la explotación comunes a todos los trabajadores, viven una discriminación basada en el color de la piel, en el orígen o en la religión. Si los colectivos discriminados luchan solos, serán aislados y derrotados. Y si los colectivos de clase obrera no discriminados permanecen indiferentes a estas opresiones, serán presas fáciles para el establishment. En suma, la clase obrera debe permanecer unida para ganar, pero no puede estar unida si no se toma en serio la lucha contra el racismo.
La lucha contra el racismo debe llevarse a cabo en paralelo con una lucha en el terreno social. No puede separarse de ella. Cuando la social-democracia, estilo Clinton u Hollande, participa mano a mano con la derecha en la ofensiva neoliberal o en las guerras neocoloniales, las diferencias entre la derecha conservadora quedan reducidas al terreno ético y cultural, desvinculadas de la lucha de clases. Es imposible para estos partidos luchar contra las discriminaciones en el trabajo, en la enseñanza, la vivienda social y tener un apoyo popular si ellos mismos participan en la reducción considerable de la oferta de empleo y de las viviendas sociales, y a recortar los presupuestos de la educación pública. Es la política social-demócrata la que abre la puerta a esta nueva derecha, y la que lleva a Bannon, ideológo de la corriente alt-right y asesor de campaña de Trump, a afirmar que «si la izquierda se centra en la raza y la identidad y nosotros nos centramos en el nacionalismo económico, aplastaremos a los demócratas»12.

De los liberales defensores de la esclavitud a los partidarios de la nueva derecha, todos han querido desplazar la lucha del terreno social al terreno del conflicto «cultural e identitario» para ganar para su bando a una pequeña parte de la clase obrera. Quieren dividir a los de abajo para que no apunten a los de arriba.
La verdadera izquierda debe librar la batalla para imponer los términos del debate, y llevarlos a las cuestiones sociales cruciales, medioambientales y democráticas, que unen a la gran clase trabajadora sin importar los orígenes. Debe perseguir la unidad de esta clase y luchar contra el racismo. Es un desafío cada vez más urgente, teniendo en cuenta que más de la mitad de la población de las grandes ciudades tiene sus raíces en la inmigración.
Frente a la mezcla paradójica de la globalización capitalista y el nacionalismo reaccionario, la clase trabajadora no puede permitirse el lujo del chovinismo o de replegarse. Sabe, porque así se lo enseña la Historia, que la guerra y el neocolonialismo han sido poderosos vectores para «corromper la conciencia política de las clases populares», para expresarlo en las palabras de Lenin. La lucha contra las guerras, la lucha por la solidaridad internacional, son tan indispensables como la lucha contra el racismo.
Notas
- Mehdi Ben Barka, « Option révolutionnaire au Maroc », Écrits politiques 1957-1965, Syllepse, Paris, 1999, p. 229-230.
- Samir Amin, « Le colonialisme, c’est l’abolition formelle de la souveraineté nationale », interview RFI, 13 mars 2017, http://www.rfi.fr/emission/20170313-samir-amin-france-anticolonial-tiers-monde-ua-independances-colonisation-imperiali.
- NdT: El Bois du Cazier hace referencia a una mina de carbón, propiedad de la Sociedad Anónima de Minas de Carbón de Bois du Cazier, situada en la región de Charleroi, en Bélgica. En la fecha indicada, un incendio en las instalaciones terminó con la muerte de 262 trabajadores
- Julien Dohet, « Les immigrés et le syndicalisme », Territoires de la mémoire, no 9, avril-juin 1999, http://www.territoires-memoire.be/am09/674-les-immigres-et-le-syndicalisme.
- Migratieland Belgïe », De Standaard, 3 février 2018.
- Tweede generatie, tweede rang », De Standaard, 5 février 2018.
- Ico Maly, Nieuw Rechts, EPO, 2018, p. 103.
- Cité dans Losurdo, La lutte des classes, Delga, 2016, p. 40.
- Cité dans Losurdo, id., p. 39.
- Samuel Huntington, Le choc des civilisations, Odile Jacob, 2015, p. 457.
- Samuel Huntington, id., p. 458.
- Interview de Stephen Bannon par Robert Kuttner, « Steve Bannon, Unrepentant », The American Prospect, 16 août 2017, http://prospect.org/article/steve-bannon-unrepentant. Cité dans De Tijd, 18 août 2017, https://www.tijd.be/politiek-economie/internationaal-vs/Hoe-Bannons-positie-onhoudbaar-werd/9924133.