Política, miedo y la política del miedo

El discurso del odio de Vox se abre paso en las instituciones, y con él la necesidad de hacerle frente. Hasta ahora, hemos intentado jugar la carta del miedo para movilizar a la gente, sin que haya funcionado demasiado bien. ¿No es hora ya de probar algo nuevo?

D. Fernández
D. Fernández
Ingeniero y marxista, convencido de que un mundo mejor es posible y está a nuestro alcance.

El miedo es una de las emociones más básicas y primarias del ser humano. Fisiológicamente, es gestionado por el sistema límbico, un conjunto de estructuras del sistema nervioso cuyo orígen se encuentra en la aparición de los primeros mamíferos, y por regiones del cerebro, como el encéfalo o el cerebelo, relacionadas con tareas de supervivencia como la respiración o el control motor. Hablar del miedo es, por tanto, hablar de una emoción básica, primitiva, irracional, que se remonta a las primeras etapas de la evolución. Aunque el cerebro humano es el culmen de un proceso de desarrollo de millones de años, desde un punto de vista puramente biológico, hablar del miedo supone hablar de esos mecanismos primitivos de supervivencia básica, animal, que aún perviven en las regiones más antiguas de nuestro sistema nervioso. Es hablar de pura reacción instintiva ante el peligro, de situaciones de vida o muerte que activan la famosa respuesta fight or fly: pelea (fight) o huye (fly).

La política, en cambio, es una ciencia social que, en comparación con la larga historia evolutiva del ser humano, apenas tiene segundos de vida. Cientos de millones de años separan la formación de las estructuras cerebrales que regulan el miedo, en organismos que aún estaban lejos de asimilarse siquiera a los primates, de la ciencia política. Si hablar de miedo es hablar de lo primitivo, de lo elemental, hablar de política supone irse al extremo contrario, a un desarrollo no sólo social – las hormigas también construyen, a su manera, sociedades, pero nadie hablaría de política para referirse a un hormiguero – sino también psicológico y cultural. La política, entendida como una actividad colectiva en la que todos, de una u otra forma, participamos, no podría entenderse sin la filosofía, sin el derecho y sin otras áreas de la ciencia social que la precedieron – al menos formalmente – y sentaron las bases para que se desarrollara. A primera vista, una emoción primitiva, básica y antigua, y una de las ciencias sociales más avanzadas tienen poco en común. A primera vista.

Hace once meses, la ultraderecha española, representada por Vox, entraba por primera vez en las instituciones, con doce diputados en el Parlamento autonómico andaluz. Hace seis meses, entraba al Congreso con veinticuatro escaños. Y ayer, en las elecciones generales a las que nos llevó el PSOE en su intento de desembarazarse de cualquier compromiso por la izquierda, duplicó esa cantidad de diputados hasta llegar a cincuenta y dos. Estos once meses han bastado para que la izquierda española haya borrado de un plumazo los millones de años de desarrollo que separan el miedo de la política, difuminando las fronteras entre ambas y dejando que una emoción primitiva, básica y antigua se convierta en el principio rector de una de las ciencias sociales más avanzadas.

Es necesario hacer un inciso aquí, en relación a la política como ciencia social y al papel de las emociones en el trabajo político. Sería absurdo negar la potencialidad de las emociones para agitar conciencias, movilizar a la gente y, por tanto, cumplir una función política. La ciencia – y en especial la ciencia social – no puede separarse del carácter humano. Al investigar, al reflexionar, al plantearse preguntas, es inevitable que las ideas y preguntas que nos vienen a la mente estén determinadas – e, incluso, podríamos decir que limitadas – por nuestras experiencias personales, que a su vez están directamente influenciadas por las sociedades en las que vivimos. No se trata, por tanto, de plantear que la política deba huir de las emociones. De lo que se trata es de en política se deben elegir con inteligencia las emociones a las que quiere apelar y de las que quiere hacer uso para sus fines y objetivos.

Que la respuesta a este auge o irrupción de la extrema derecha sea el miedo es muy significativo. Si es una respuesta visceral, inmediata – es decir, si es un miedo genuino y auténtico – refleja una dinámica preocupante en la izquierda: que la desvinculación con la realidad a la que nos ha llevado la deriva identitaria es más profunda de lo que pensábamos. Esa deriva identitaria ha convertido la mayoría de las organizaciones políticas de izquierda en espacios en los que, más que organizarnos para cambiar el mundo, buscábamos la seguridad y la comodidad de la autoafirmación. Ante un mundo que nos era hostil, en lugar de reaccionar con valentía y afrontarlo, hemos preferido negarlo y despreciarlo refugiándonos en la tribu: gente con la que podíamos disentir puntualmente, pero que en mayor o menor grado compartía nuestro esquema de valores y nuestra forma de ver el mundo. Al reaccionar así, no sólo no hemos revertido las tendencias reaccionarias que llevan décadas operando, sino que hemos dejado que camparan a sus anchas.

Popularmente, esas tendencias se han condensado, por ejemplo, en la figura del cuñado, ese familiar que ponía en duda, con argumentos chusqueros, los consensos sociales de los que tan orgullosos estábamos. Si nos paramos a pensarlo, el hecho de que se haya creado un personaje así indica que en un amplio e importante porcentaje de las familias existía ese perfil, que estaba presente. La extrema derecha de Vox, lo que en términos técnicos se conoce como franquismo sociológico, siempre ha estado ahí, y ha representado a un amplio porcentaje de la sociedad.

Esa forma de entender el mundo, ese esquema de valores completamente diferente al de la izquierda, encontró acomodo en el Partido Popular a principios de siglo. Era una época en la que el capitalismo, después de la caída del bloque del Este, era una balsa de aceite en la que la única diferencia política eran detalles técnicos de gestión. En aquella época en la que el modelo del gran capital internacional parecía funcionar, todos lo asumían en mayor o menor medida. Ahora que la crisis del capitalismo se ha agudizado, y la política se ha vuelto más compleja – ya no se trata sólo de detalles técnicos – es lógico que las fuerzas sociales en disputa se organicen políticamente, y se cuestionen los consensos que nos han traído hasta aquí. La clase trabajadora debe empujar para que se cuestionen los consensos relativos al libre mercado como modelo económico único, a la concentración de riqueza y poder en manos de unos pocos, a la falta de democracia en las empresas… Pero otras clases, con otros intereses, intentarán poner en duda otros consensos. El marxismo nos enseña que, mientras perviva la sociedad de clases, todos los avances políticos y sociales estarán sujetos a la correlación de fuerzas entre dichas clases.

Ahora bien, si el miedo es la emoción que se ha elegido potenciar, si forma parte de una estrategia destinada a enfrentar precisamente a estas fuerzas reaccionarias, entonces estamos hablando de un problema aún mayor. El miedo, siendo como es una emoción primaria, es una reacción desesperada, de pura supervivencia. Es el último recurso, la última opción, cuando no hay más margen de maniobra. ¿Realmente nos ha llevado Vox a una situación tan crítica en tan sólo once meses? ¿Tan débil era (y es) nuestra posición? ¿Tan fuerte es la suya? Responder a esta irrupción de la extrema derecha con miedo supone dar una preocupante – y, lo que es peor, falsa – imagen de debilidad. La izquierda sigue teniendo capital político y fuerza social no sólo para frenar a la extrema derecha, sino para imponer su propio programa. Sólo tiene sentido ceder la iniciativa y adoptar una posición defensiva cuando no se tiene confianza en las fuerzas propias, o capacidad para hacer uso de las mismas. En ambos casos, se trataría de un problema político que ya va siendo hora de afrontar.

Y es que, más aún, el miedo es en esencia una relación de poder: aquello a lo que tenemos miedo tiene poder sobre nosotros, porque nos está empujando a una situación crítica, obligándonos a luchar en sus términos… o a huir. De entre todas las emociones a las que se puede recurrir para afrontar la irrupción de la extrema derecha, el miedo es la última que deberíamos emplear. Y, sin embargo, nos ha faltado tiempo para lanzar alertas, encender alarmas y anticipar la catástrofe: es sólo una muestra más del retroceso de una izquierda acomodada que ha vivido demasiado tiempo de las rentas y que, ahora que empiezan a acabarse, no sabe muy bien como reaccionar.

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