El día 25 de noviembre, fecha en la que se recuerda y homenajea a las hermanas Mirabal – opositoras de la dictadura dominicana de Rafael Trujillo, que fueron asesinadas por esta – se ha convertido en un día cargado de simbolismo para el movimiento feminista. Denunciando el asesinato de estas activistas dominicanas, se denunciaba un fenómeno mucho más amplio y estructural: el de la violencia contra la mujer. El clamor social llegó a tal punto que la ONU inauguraba el siglo XXI con la resolución 54/134, que convertía el 25 de noviembre en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Desde entonces, el compromiso en la lucha contra esta violencia estructural se ha afirmado y recogido en leyes y políticas diversas, generando un amplio consenso social en gran parte del mundo basado en el reconocimiento y la denuncia.
O así era, al menos, hasta hace poco. La irrupción de la nueva extrema derecha ha puesto en duda muchos de los consensos heredados de la época social-liberal, los años del reinado casi indiscutido de la Tercera Vía, y uno de ellos ha sido el relativo a la violencia de género. Hasta ahora, se habían asumido las tesis defendidas por el feminismo y por un amplio número de intelectuales y expertos, por las cuales la mujer está expuesta a una violencia estructural, que de alguna manera impregna a todo el sistema, y que es ejercida de forma sistemática. En cuanto al orígen de esa violencia, o a cómo superarla definitivamente, las interpretaciones y propuestas eran mucho más abiertas, pero al menos existía la sensibilización y el reconocimiento expreso de que el fenómeno estaba ahí y estaba costándole la vida a cientos de mujeres. Hasta ahora.
El pasado 25 de noviembre, por primera vez en muchos años, muchos ayuntamientos – entre ellos el de la capital, Madrid – no pudieron sacar adelante una declaración institucional de denuncia de la violencia contra la mujer y compromiso en su erradicación. Una declaración de este tipo requiere el voto favorable de todos los grupos de la corporación, y Vox se opuso y bloqueó cualquier iniciativa de estas características. No contentos con ello, aún tuvieron la ocasión de ofrecer un bochornoso espectáculo faltando al respeto a las víctimas y a sus familias al reventar el acto institucional en el Ayuntamiento de Madrid con una intervención exaltada y fuera de lugar cortesía de Javier Ortega Smith, secretario general de la formación y concejal de la ciudad.
Las imágenes posteriores de Nadia Otmani, víctima de la violencia contra la mujer que se vio postrada a una silla de ruedas después de recibir tres disparos de su cuñado, han corrido como la pólvora. Incluso los socios de Vox, el Partido Popular y Ciudadanos, se vieron obligados a afear la conducta de Ortega Smith. No era la primera vez: ya en una concentración institucional contra la violencia de género a mediados de septiembre, la formación ultraderechista rompía la imagen de unidad trayendo su propia pancarta y separándose del resto del consistorio. Martínez Almeida, el alcalde conservador, le reprochaba de forma poco creíble la decisión. Pero al igual que entonces, los hechos del día 25 de noviembre no han provocado ninguna acción de rechazo o condena real del discurso y acciones de Vox por parte de sus compañeros de gobierno.
Distintas fuerzas sociales y políticas, desde sindicatos a partidos, pasando por supuesto por el movimiento feminista, sí vienen denunciando todos estos episodios. La condena del discurso y actitudes de los ultraderechistas es una condición fundamental para la defensa de los valores democráticos: no se puede ceder ni un ápice, ni se puede aceptar la normalización de este tipo de actitudes y proclamas. Sin embargo, adoptar esa dinámica defensiva y ceder ante la extrema derecha la capacidad de marcar la actualidad es una estrategia que debe replantearse con la mayor urgencia. Ya hemos visto la importancia que tiene el marco del debate a la hora de movilizar a la sociedad: a finales del verano, las encuestas indicaban un fuerte retroceso de Vox. Apenas tres meses después, la extrema derecha no sólo revalidaba su resultado, sino que lo duplicaba haciéndose con 52 escaños. Una campaña que giraba alrededor de dos ejes favorables para la derecha – la incapacidad de la izquierda para llegar a un acuerdo después del 28A, y el conflicto catalán – impulsaron a Abascal y los suyos a unos resultados que ni siquiera ellos se esperaban. Prueba de ello es, por ejemplo, la dimisión en bloque de la ejecutiva de Vox en Murcia – región en la que fueron primera fuerza – a causa de la sobrecarga de trabajo.
Romper el consenso permite marcar la agenda, diferenciarse del resto, en una época política en la que las divisiones entre izquierda y derecha, entre los diferentes partidos, se han difuminado hasta prácticamente desaparecer. Esta es otra de las herencias del social-liberalismo que debemos superar. El 15M reflejó esa idea en sus consignas y en su discurso general: los políticos del sistema comparten, en el fondo, un mismo proyecto, un mismo principio fundamental, y sólo difieren en la forma de gestionarlo y llevarlo a cabo.
Al diferenciarse de los demás, quienes rompen el consenso marcan el ritmo: ponen a todos los demás a la defensiva, y, a su vez, les obligan a diferenciarse entre ellos. Esa tarea implica desarrollar una línea, un discurso y una agenda propios, pero no por iniciativa, sino por necesidad. Implica jugar en campo contrario, con las reglas que te define el rival. Y muchas veces, en asuntos tan categóricos como la violencia de género, dan poco margen de diferenciación. El resultado es que la extrema derecha aparece como una fuerza rupturista, una fuerza de cambio, y el resto aparecen como fuerzas rígidas, fuerzas del establishment.
Hasta ahora, ese establishment era más bien una categoría social, que englobaba a los grandes poderes – grandes empresarios, barones mediáticos y políticos a su servicio – interesados en mantener el sistema económico actual. La extrema derecha ha roto con esa lógica y está consiguiendo definir el establishment como una categoría cultural. La izquierda, al asumir la defensa de los consensos como su tarea principal, se acomoda a esa definición. Cede la iniciativa y, lo que es más importante, el espacio del cambio, a la extrema derecha. Y en una época caracterizada por la frustración, la inseguridad y la incertidumbre, ser el espacio del cambio supone tener un capital político arrollador. Bien lo sabe Podemos, que consiguió sus mejores resultados cuando trabajó en esa línea.
La mejor forma de defender el consenso sobre la violencia de género es apartando el foco mediático y discursivo de la propia violencia de género, llevándolo a otro terreno en el que sea la izquierda la que aparezca como fuerza rupturista, la que obligue a la derecha a defender los consensos. El terreno idóneo para eso ha sido siempre el económico. Y no se trata de remitirse a los libros o a la teoría: es que hay ejemplos claros y concretos de que es la mejor opción para la izquierda. Sanders, en Estados Unidos, ha convertido el derecho a la sanidad universal en la punta de lanza de su campaña, obligando a otros candidatos a asumir parte de sus propuestas. En estados como Kentucky, donde Trump arrasó con el 60% de los votos en 2016, los movimientos de base que apoyan al veterano senador crecen en número e influencia. A una semana de que se celebren las elecciones en Reino Unido, Corbyn sigue creciendo en las encuestas después de presentar su programa – calificado como el «más radical» en la historia contemporánea del laborismo -, y Johnson podría perder la mayoría absoluta.
Ni Sanders ni Corbyn han renegado del feminismo, de los derechos LGTB ni mucho menos de la ecología: todos ellos son aspectos fundamentales de su programa. Lo que ocurre es que han comprendido que la mejor manera de defenderlos es que los temas principales sean aquellos que pueden hacer daño a la derecha: aquellos que les obligan a retratarse y a demostrar de qué lado están. Aquellos que les empujan a ponerse en contra de sus votantes trabajadores. Al igual que ellos, debemos ampliar el foco, más allá de lo inmediato, de lo visceral: estamos librando una guerra, y la guerra se compone de muchas batallas. Algunas se ganan, y otras se pierden, pero hay batallas que pueden cambiar el curso de la guerra. Para la derecha, sobre todo para la extrema derecha, esas batallas son culturales. Bannon, asesor de Trump y director de su campaña en 2016, lo reconoció abiertamente.
«Quiero que hablen de racismo todo el día. Si la izquierda se centra en la raza y la identidad, y nos deja a nosotros el nacionalismo económico, aplastaremos a los demócratas.«
Para la izquierda, las batallas que pueden cambiar el curso de la guerra son económicas. Para ganar la guerra, debemos librarla en esos términos. Para luchar realmente contra la violencia de género, lo más apropiado no es defender ese consenso a capa y espada, sino romper otros consensos, polarizar con otras realidades, más favorables a nuestra agenda. Lo que de verdad debería hacer la izquierda si quiere recuperar la iniciativa, si no quiere verse constantemente obligada a discutir de lo que quiere la extrema derecha y en los términos que le interesan a la extrema derecha, es cuestionar de una vez por todas la hegemonía ultraliberal, el discurso único económico (limitar las medidas económicas a «ayudas para los más desfavorecidos» también es discurso único y social-liberal), las políticas de la desigualdad que dividen a la sociedad entre una mayoría cada vez más amplia que vive de su trabajo y una minoría cada vez más estrecha que acumula cantidades obscenas de riqueza a costa del trabajo ajeno.