Hace poco más de un año, cuando la moción de censura consiguió desalojar – al fin – al Partido Popular de La Moncloa acabando con el gobierno de Mariano Rajoy, fue Pedro Sánchez quien, al frente del PSOE, procedió a nombrar un nuevo ejecutivo. Junto a algunos halcones, personas de confianza del nuevo presidente que le habían acompañado en su largo y agitado viaje a la presidencia – como Carmen Calvo o José Luis Ábalos – formaron parte de su gobierno viejas glorias del aparato – como Josep Borell o Luis Planas – y, sobre todo, un buen número de independientes – Pedro Duque, Máxim Huerta, Grande-Marlaska, Margarita Robles…
Todos ellos presentaban unos currículums envidiables, unas hojas de servicios repletas de títulos, cursos y responsabilidades previas. Al frente del Ministerio de Ciencia estaba un ingeniero aeronáutico, el primer astronauta español, con experiencia en la Agencia Espacial Europea; al frente del Ministerio del Interior, un juez de relumbrón, una estrella de la toga que había ocupado la primera fila en la lucha contra ETA; al frente del Ministerio de Cultura, un experto en arte, director del Museo Reina Sofía y de la Fundación Montemadrid… después de que su candidato anterior, un periodista y escritor, afamado presentador de televisión, tuviera que dimitir por un asunto de evasión de impuestos; la cartera de Economía fue asignada a una economista de carrera, funcionaria de la Unión Europea y posteriormente miembro de la Comisión…
Y así con todo el gobierno. Halcones, viejas glorias e independientes, todos respondían a un perfil profesional de élite. Ninguno destacaba por una trayectoria política firme, por ser líderes sociales, por representar a determinados sectores de la sociedad, sino por los títulos conseguidos, las oposiciones aprobadas y la experiencia laboral. Sánchez se vanaglorabia de haber creado un auténtico comité de expertos para dirigir la nación, un grupo de hombres y mujeres excepcionales, brillantes y referentes en cada uno de sus campos; un gobierno de fuerte inspiración platónica, en el que la dirección del estado recae sobre un selecto grupo de guardianes, de expertos, de hombres (y mujeres) iluminados que se sitúan por encima de la mediocridad de las masas.
Hoy, cuando Sánchez se enfrenta a la tarea de nombrar un nuevo gobierno en coalición con Unidas Podemos, resurge ese mismo debate, esa misma idea: que la política no es apta para cualquiera, y que si alguien va a ocupar un puesto de responsabilidad, un cargo dirigente, debe tener una formación técnica excelente. Los nombres de todos los posibles ministros de la izquierda alternativa se están sometiendo a escrutinio, y lo que es peor, en lugar de confrontar con esa concepción tecnocrática de la política, la propia izquierda alternativa asume el marco y legitima sus candidaturas no en base a los intereses de la mayoría social, ni en base a una larga experiencia como dirigentes sociales y sindicales, sino en base a los currículums y los títulos.
Cuando Marcelino Camacho fue elegido diputado en 1977, no tenía ningún título universitario, y sólo había trabajado como fresador en la Perkins. Fue, a pesar de todo, uno de los mejores y más honestos representantes públicos que jamás hayan tenido los trabajadores españoles. Hoy en día, un caso como el suyo resulta difícil de imaginar: la política está ocupada casi por completo por titulados universitarios y profesionales. La simple idea de que un obrero, un fresador como Marcelino Camacho, pudiera llegar a ocupar un cargo dirigente, una responsabilidad ejecutiva por encima de estos titulados, despertaría tal oleada de indignación y ataques entre los guardianes que su nombramiento sería prácticamente imposible. ¿Cómo vamos a dejar nosotros, ingenieros, médicos, abogados, científicos, que un simple trabajador manual tome decisiones en nuestro nombre? ¿Cómo vamos a tolerar que, con todo nuestro conocimiento, con toda nuestra amplia formación, con nuestros títulos y nuestra alcurnia, nos gobierne alguien a quien consideramos inferior?
La realidad es que los trabajadores hemos sido, en mayor o menor medida, expulsados de la política. Entre la izquierda alternativa resiste aún, como un poso de tiempos pasados, cierto margen para nuestra participación – véase el caso de Diego Cañamero, jornalero, o el de Alberto Rodríguez, operario de una refinería – pero siempre como la nota discordante, como el elemento extraño, el guiño a una mayoría social a la que se hacen constantes apelaciones y cuyos intereses, al menos en parte, defiende esa misma izquierda alternativa. El grueso de la política, en cambio, recae en hombros de los expertos, de los titulados superiores, tanto los que hasta cierto punto elegimos – los políticos – como los que no – los funcionarios. Es natural, por tanto, que se genere un desapego entre la mayoría social trabajadora y las instituciones actuales, porque son las propias instituciones, diseñadas y ocupadas a medida de una clase dominante que se nutre de cuadros técnicos, las que rechazan y expulsan a los trabajadores de su seno.
Que el proceso de selección de los cargos públicos se asemeje más a un proceso de selección de una empresa cualquiera que a un procedimiento democrático – ¿qué huelgas ha liderado Nadia Calviño? ¿Cómo ha ayudado Pedro Duque a organizar a los trabajadores? ¿En cuantas manifestaciones, encierros o protestas ha estado presente Grande-Marlaska? – no refleja más que el carácter de clase de nuestro Estado, ideado y gestionado como una extensión del mundo empresarial y no como una estructura democrática. La lógica de la tecnocracia es directamente contradictoria con los principios y valores democráticos, pero encaja a la perfección con la concepción capitalista del Estado: no elegimos representantes políticos, personas similares a nosotros, que defiendan nuestros mismos intereses, sino gestores, cuadros técnicos que entiendan de presupuestos, de leyes y de administración. Y, sin embargo, el propio Estado cuenta ya con todo un aparato, todo un ejército, de funcionarios de carrera, profesionales de los presupuestos, de las leyes y de la administración. Si elegimos a los políticos con el mismo criterio con el que se forma ese aparato de Estado, ¿donde queda la representatividad política? ¿Donde queda la democracia?
En un Estado verdaderamente democrático, todos los cargos públicos deberían ser elegibles, rendir cuentas y, en consecuencia, ser también revocables. Cada miembro de la administración, que va a gestionar lo común, que va a tomar decisiones en nombre del resto, debería explicar qué decisiones toma y por qué razones las toma. No ocurre así en nuestro Estado: todo el aparato de funcionarios de carrera, de expertos y profesionales, funcionan como una maquinaria inamovible en la sombra, sin que sepamos nada sobre el trabajo que desempeñan, la influencia que tienen sobre los cargos electos, y el grado de control que ejercen sobre la administración pública. Por si fuera poco, los representantes públicos están siendo progresivamente absorbidos por la misma lógica que alimenta al resto del aparato de Estado: el ethos1 político de nuestra sociedad es inmutable e incuestionable, y la política queda limitada a una diferencia más o menos marcada acerca de la forma de gestionarlo y administrarlo, en la que no tiene cabida una propuesta alternativa, un proyecto de transformación social.
La tecnocracia es directa y abiertamente contradictoria con la democracia. La tecnocracia refleja una comprensión clasista y empresarial del mundo, en el que el conocimiento eleva a una élite de técnicos y profesionales por encima de la mayoría social, que es concebida como una masa de ignorantes, fácilmente manipulables, incapaces de gobernarse por sí mismos, destinados a ser poco más que mano de obra para el correcto funcionamiento del sistema, ya sea legitimándolo con su voto o trabajando para generar la riqueza que lo mantiene. La democracia plena, es decir, un sistema en el que todos los asuntos públicos son debatidos, gestionados y resueltos por el conjunto de la sociedad, en un plano de igualdad, choca con un sistema que fomenta el gobierno de las élites, ya sea en base a su formación técnica o a su apellido. El capitalismo fomenta y potencia la tecnocracia; el socialismo profundiza y refuerza la democracia: es hora de que recuperemos el espacio público de manos de los tecnócratas que lo han secuestrado y se lo han entregado a la clase dominante.