La ‘Nueva Telefónica’ y el futuro del sector de las telecomunicaciones

Algo se está moviendo en la mayor empresa de telecomunicaciones de nuestro país. Hace unos meses, Álvarez-Pallete, su principal directivo, publicó una carta en la que hablaba de una 'Nueva Telefónica': cuantos más detalles se conocen sobre el proyecto, más negras parecen las perspectivas. Los sindicatos, por ahora, han convocado movilizaciones para el día 13 de febrero. Por muy difícil que parezca la situación, hay posibilidades de convertir la amenaza en una oportunidad.

D. Fernández
D. Fernández
Ingeniero y marxista, convencido de que un mundo mejor es posible y está a nuestro alcance.

Telefónica es una de las mayores empresas de nuestro país, uno de los buques insignia del IBEX35 y una de las grandes empresas del sector de las telecomunicaciones. Heredera de la Compañía Telefónica Nacional de España fundada en 1924 y que fue, durante años, una de las grandes empresas públicas del país, la empresa está fuertemente influenciada por ese pasado público, que la convierte en una rara avis entre sus competidoras: antes de que se convirtiera en un negocio, el sector de las telecomunicaciones era considerado un sector estratégico, cuya relevancia no se encontraba tanto en el beneficio comercial que ofreciera sino en la necesidad de garantizar un servicio fundamental para el desarrollo de un país.

Eso fue antes de la privatización. Aunque el capital privado llevaba años presente en Telefónica, era el Estado quien, con un porcentaje mayoritario, llevaba la dirección de la empresa; la oleada de liberalizaciones provocada por la entrada en la Unión Europea golpeó con dureza a las empresas públicas que aún quedaban en España. Felipe González inició el proceso en 1995, y José María Aznar lo finalizó en 1999. Para entonces, la Compañía Telefónica Nacional de España se había convertido ya en Telefónica S.A.

Y a pesar de todo, es inevitable que en Telefónica convivan dos almas. Sus trabajadores, que durante años fueron ejemplo de organización y movilización sindical, defendieron sus puestos de trabajo y sus condiciones laborales, de modo que, por mucho que la empresa pasara a manos privadas, su realidad ha tenido poco o nada que ver con la de otras empresas privadas del sector, tanto cuantitativa – para que nos hagamos una idea, Telefónica cuenta con más de 30.000 trabajadores en España, mientras que otras empresas del sector como Orange o Vodafone, tienen poco más de 5.000 – como cualitativamente – Telefónica ha sido siempre la primus inter pares, una empresa referente en su sector, con convenios que sucesivamente se situaban por encima de la media. Esta circunstancia, que más o menos se ha venido manteniendo hasta el momento, amenaza ahora con cambiar.

Una ofensiva preparada desde hace años

La privatización, como no podía ser de otra manera, tuvo consecuencias inmediatas para la plantilla de Telefónica. Uno de los casos más sangrantes fue el de Sintel, una empresa pública, fundada en 1975 como subsidiaria de la Telefónica encargada del montaje de sistemas de telefonía, que fue privatizada en 1996, cuando contaba con una plantilla de más de 4000 trabajadores. Para el año 2000, la empresa suspendía sus actividades y dejaba en la calle a sus últimos 900 trabajadores, que llevaron a cabo una intensa movilización social. Un esquema similar, aunque no tan trágico, se reprodujo en el conjunto de empresas del grupo: el año en que fue privatizada Sintel, Telefónica contaba con una plantilla de cerca de 80.000 trabajadores directos, que sumaba casi 100.000 si se incorporaban los de las subcontratas. A pesar de que hoy es, con diferencia, la mayor empresa española de telecomunicaciones, la sangría es evidente.

Toda privatización es un proceso traumático para una empresa pública, aunque, dependiendo del futuro que se tenga planeado para dicha empresa, puede ser más o menos duro. En el caso, por ejemplo, de las empresas públicas de los países de Europa del Este, al privatizarlas no se pretendía otra cosa que saquearlas y destruirlas. Eran empresas que funcionaban de una forma radicalmente distinta a la lógica del capitalismo y, por tanto, era muy difícil – cuando no inviable – recuperarlas para la causa del libre mercado. Tampoco interesaba: podían convertirse en competidoras de las empresas occidentales que se abalanzaban, sedientas, sobre los nuevos mercados. El caso de Telefónica es distinto: aunque fuera pública, la CTNE nunca fue una empresa socialista. Su caracter público no respondía a una forma alternativa de gestionar la economía y el trabajo, sino a la incapacidad del sector privado de afrontar una inversión estructural que, incluso siendo imprescindible, no estaban dispuestos a asumir porque podía reportar pocos beneficios, e incluso provocar pérdidas. De modo que fue el Estado Franquista quien asumió esa tarea adquiriendo en 1945 una participación mayoritaria en la anterior Telefónica para convertirla en una empresa pública.

Una vez construido un sector de las telecomunicaciones, el objetivo no era la destrucción de la empresa, sino su reconversión. Pasar de una empresa pública cuyo objetivo era asumir la fortísima inversión inicial necesaria para garantizar un servicio estratégico, a una empresa privada – una más entre otras tantas – que garantizara grandes beneficios a todos sus accionistas. Pero, para que eso funcionara, eran necesarios tiempo y paciencia. Desde que se privatizó, Telefónica ha ido construyendo un entramado de sociedades y filiales, con presencia en países de Europa y América Latina, que la sitúan hoy como la quinta empresa más importante del sector. Al mismo tiempo, ha ido laminando y dividiendo a la plantilla con una estrategia de palo y zanahoria, librándose de los más veteranos con el famoso PSI (Plan de Suspensión Individual de Empleo), mientras los sustituía por trabajadores jóvenes con condiciones significativamente peores.

Es la misma forma de operar que hemos visto una y otra vez. Los trabajadores veteranos, con buenos salarios, más proclives a organizarse sindicalmente, son sustituidos por trabajadores jóvenes, mucho más fáciles de manejar para la dirección de la empresa. La dirección de Telefónica ha maniobrado con inteligencia: mientras que otras empresas optan por convertir este proceso en un enfrentamiento ‘a cara de perro’ – como es el caso de Vodafone, sin ir más lejos, que ha aprobado sucesivos EREs para quitarse de en medio a casi 2.000 trabajadores -, Álvarez-Pallete y su Consejo de Administración han ofrecido acuerdos muy favorables para las salidas. Sólo en 2019, Telefónica se libró de 2.636 trabajadores, más que en los dos EREs de Vodafone, sin hacer ruido y garantizando buenas condiciones para aquellos que decidieran ajustarse al PSI.

Una vez que esa primera parte del plan se ha completado, se han desvelado más detalles sobre la segunda: la Nueva Telefónica, que anunció el consejero delegado de la empresa en noviembre del año pasado. El plan del Consejo de Administración, en palabras de su cabeza visible, pasa por:

  • Reforzar los principales mercados de la empresa (España, Brasil, Alemania y Reino Unido)
  • Re-evaluar los negocios de Telefónica en Latinoamérica, creando una ‘unidad autónoma con un equipo dedicado’
  • Fragmentar la empresa en nuevas unidades, como ‘Telefónica Tech’ y ‘Telefónica Infra’
  • Implantar un nuevo modelo operativo que ‘prime la agilidad, acelere la ejecución y maximice las sinergias entre todas las unidades de Telefónica’

La empresa lleva años enviando un mensaje claro a sus trabajadores, ya sea directamente – a través de los directivos y mandos intermedios – o indirectamente – a través de otros agentes con capacidad de influencia entre la plantilla: que la calma chicha tenía fecha de caducidad, y que cuando llegara el día, las cosas iban a ponerse feas. ‘Incorporaos al PSI, antes de que sea demasiado tarde’. ‘Aprovechad ahora las buenas condiciones y salid de aquí con un buen acuerdo’. ‘Esto no va a durar: la empresa está sobredimensionada y necesitamos soltar lastre’. ‘Vamos a vender ciertas unidades a los fondos buitre para que las liquiden’. Frases como estas, o muy parecidas, llevan resonando por los centros de trabajo desde hace mucho tiempo. La propia empresa deja bien claras sus intenciones.

Del lenguaje corporativo al castellano de a pie

Sabemos que los directivos y los especialistas en comunicación de las grandes empresas dominan a la perfección el lenguaje. Mezclando algunos términos con connotaciones positivas – futuro, crecer, impulsar, sinergias… – y otros prestados del inglés cuyo significado es más bien difuso, consiguen crear una distorsión espectacular entre lo que dicen y las consecuencias que sus decisiones tienen sobre nuestras vidas. Por suerte, ya no nos pillan por sorpresa: bastan una pequeña dosis de atención y una pizca de investigación para averiguar qué es lo que se esconde bajo la promesa de una ‘Nueva Telefónica’.

En el marco del proceso de reconversión de la empresa, desde el gigante público monopolista a una multinacional insignia del IBEX35, nos acercamos ya a las fases finales. La flexibilidad y la agilidad de las que habla Álvarez-Pallete son elementos fundamentales para una gran empresa en un mercado cada vez más volátil e inestable, en el que las crisis se suceden a una velocidad vertiginosa, provocando contracciones cada vez más profundas y duras, que requieren mayor esfuerzo para ser remontadas. En ese contexto, las grandes multinacionales necesitan cadenas de producción fácilmente contraíbles o expandibles, que les permitan adaptarse a las diferentes situaciones de mercado con el margen de maniobra suficiente para no quedarse atrás: un tropiezo en la carrera con los demás competidores puede suponer una pérdida de inversores, que a su vez dificulte aún más mantener el ritmo de investigación y desarrollo, y termine teniendo consecuencias catastróficas. Cuanto más se divide una cadena, cuanto más eslabones tiene, más fácil es manejar y maniobrar cada uno de ellos, detectando el elemento crítico en cada momento.

Hace tiempo que Telefónica inició ya este proceso de fragmentación de la empresa. Desde su privatización, ha ido generando sociedades y empresas paralelas, que, aunque formaban parte de un mismo grupo, tenían sus propias direcciones y sus plantillas diferenciadas, como Telefónica Móviles o Telefónica Soluciones. Algunas de ellas han sobrevivido; otras, con el catastrófico precedente de Sintel en la memoria, fueron destruidas casi inmediatamente. Al dividir la empresa en varias unidades de negocio, pueden librarse de aquellas que no son fundamentales para la cadena: hablamos de empresas que pueden ser viables, que pueden dar beneficios, pero que no interesa mantener, porque hay una empresa externa que ofrece el mismo servicio por menos dinero.

En un ecosistema empresarial en el que lo único que importa es maximizar los beneficios, da igual ser viable. Da igual ser rentable. Algunas de estas unidades de negocio que se separan ahora de la matriz principal serán, con mucha probabilidad, destruidas. Las que sobrevivan se verán sometidas a un proceso de intensificación de los ritmos y maximización de los objetivos: una multinacional no puede permitirse eslabones de la cadena a medio gas. Todos deben funcionar al máximo de sus capacidades, todos deben ir siempre un paso más allá, para garantizar la máxima competitividad y así asegurar el máximo beneficio.

Al dividir la cadena, a su vez, debilitan la capacidad de los trabajadores de responder y defenderse. Es mucho más complicado organizar y coordinar a veinte plantillas de doscientos trabajadores repartidos por España, cada una con sus condiciones, con sus particularidades y diferencias, que a una gran plantilla de diez mil empleados, concentrados además en pocos centros. En la industria, este fenómeno lleva años implantado: hay fábricas en las que, cada mañana, entran por la puerta mil o dos mil trabajadores, que pasan el día allí, conviviendo y participando de un mismo proceso productivo, y sin embargo cada uno tiene un uniforme distinto, un contrato distinto y unas condiciones distintas. Dividir a la plantilla no sólo permite debilitarla, sino que, al mismo tiempo, sirve para acrecentar la competición interna: los trabajadores son enfrentados unos contra otros, unidad contra unidad, intentando cumplir siempre con los objetivos que dicta la dirección para evitar la externalización o el despido. Así se garantiza que cada eslabón se ve sometido a una presión intensa no sólo desde arriba, sino también desde los eslabones adyacentes. Para garantizar el máximo beneficio, hay que exprimir al máximo a cada trabajador, en cada puesto.

La Nueva Telefónica que promete Álvarez-Pallete no es otra cosa que la llegada del modelo de negocio de la gran industria al sector de las telecomunicaciones. División y competitividad, flexibilidad y precariedad, aumento de los ritmos – en lenguaje corporativo, ‘eliminación de procesos no productivos’ – e inseguridad laboral… Se trata de cargar sobre los hombros de los trabajadores los defectos cada vez más insostenibles de un mercado que vive permanentemente en crisis.

Un proceso mucho más profundo

¿Por qué ahora? Si Telefónica no sólo ha sobrevivido durante tantos años, sino que además ha prosperado hasta convertirse en una gran multinacional con beneficios multimillonarios, ¿qué necesidad tiene ahora de poner en marcha una reorganización tan radical y con consecuencias tan catastróficas para sus trabajadores? El primero y principal es ajeno a su propia voluntad, y lo sitúa el propio Álvarez-Pallete en su carta abierta: vivimos en un mundo en constante crisis, en el que la incertidumbre alimenta la competitividad hasta el extremo. No hay tiempo para detenerse, no hay tiempo para pensar, porque el más mínimo retraso puede convertirse en un error fatal.

En un mercado cada vez más dominado por fondos de inversión, en el que la producción se ve sometida a una presión brutal para ofrecer una rentabilidad capaz de competir con la especulación, a las multinacionales no les basta con dar beneficios: tienen que dar más beneficios. Más beneficios que ellas mismas el año anterior; más beneficios que el resto de empresas con las que compiten en su mismo sector; y más beneficios que el resto de sectores. Si no lo hacen, perderán inversores. Si pierden inversores, perderán competitividad. Si pierden competitividad, terminarán cayendo. Es la carrera de la muerte a la que se ven sometidas, constantemente, una carrera frenética que reporta ingresos desorbitados para unos pocos – cada vez menos – a costa de la inmensa mayoría – cada vez más. Telefónica debe adaptar su modelo de negocio a estas condiciones – librarse de activos que no sean lo suficientemente productivos y explotar al máximo aquellos que sí lo son – o caerá.

A esta realidad se suma una circunstancia particular del caso español. Telefónica fue, durante años, un monopolio público en un sector estratégico, asumiendo el desarrollo de la infraestructura de las telecomunicaciones a nivel nacional. Cuando se liberalizó el mercado, esa misma infraestructura – pagada con dinero público – se puso a disposición de otras operadoras que, por aquel entonces, carecían de infraestructuras propias. A medida que las operadoras fueron haciendo negocio y consiguiendo ingresos, pudieron permitirse desarrollar sus propias redes, de manera que, hoy en día, conviven en un mismo mercado infraestructuras de distintas empresas. La mayoría de ellas firman acuerdos con otras operadoras para que éstas tengan acceso a sus infraestructuras: Yoigo, por ejemplo, firmó primero un acuerdo de itinerancia en todo el territorio español con Vodafone; después, empleó las redes de Movistar; y, desde 2016, empezó a migrar a las de Orange. Las operadoras han ido migrando de red en red, según los acuerdos a los que llegaran con los proveedores, hasta que, llegado el momento y si lo consideraban oportuno, desarrollaban su propia red.

Este es un sistema altamente ineficiente. La inversión necesaria para desarrollar una red propia y los gastos derivados de su mantenimiento son uno de esos eslabones que, en esta fase, las multinacionales están empezado a replantearse. Como parte de la optimización de procesos, todo parece indicar que en un futuro próximo las grandes empresas de telecomunicaciones se desharán de sus infraestructuras: este eslabón se está separando ya de la cadena, con la creación de compañías como Cellnex Telecom, que asumirán progresivamente el desarrollo y mantenimiento de las redes, mientras que las empresas de telecomunicaciones se reconvertirán en intermediarias entre las compañías de infraestructuras y los usuarios finales, encargándose únicamente de comercializar en paquetes de servicios el acceso a dichas redes. Así, se eliminarán duplicidades en las infraestructuras – probablemente, se termine creando una única red privada con la que negociarán todas las empresas de telecomunicaciones – aumentando la eficiencia del proceso en su conjunto y generando dos eslabones donde antes sólo había uno, lo que permitirá aumentar el control y optimización de cada una de ellas.

Este proceso, de entrada, parece lógico. No es normal que haya redes paralelas ofreciendo un mismo servicio, malgastando recursos y limitando el potencial del sector: es mucho más eficiente concentrar la inversión en el desarrollo de una única red. El problema, al igual que ocurre con la automatización y la introducción de robots en la industria, no es el proceso en sí, sino quien lo dirige. En manos de los Consejos de Administración y de los accionistas de las empresas de telecomunicaciones, el resultado probablemente sea traumático, con multitud de despidos y consecuencias nefastas para los trabajadores. Para evitarlo, la iniciativa pública debería recuperar su papel protagonista en el sector. La iniciativa privada no sólo ha demostrado ser poco eficiente, sino que es, además, injusta: los capitalistas se han enriquecido durante años creando un sistema defectuoso y fallido, y ahora pretenden que seamos los trabajadores los que paguemos el pato. Eso no tiene por qué ser así. Se ha demostrado que, efectivamente, es mucho más eficiente mantener una única red: ¿por qué tiene que estar en manos privadas? Siendo una infraestructura clave, ¿por qué no asume el Estado la creación de dicha red, creando una empresa pública que se encargue de unificar y actualizar las redes existentes, garantice el empleo y asegure la accesibilidad del servicio?

Si Telefónica tose, el sector se constipa

Lo que está ocurriendo en Telefónica no es, ni mucho menos, exclusivo de esta empresa. Como señalábamos al principio, la empresa ha ejercido siempre un papel referente en el sector. Ahora bien, esa referencia puede ser positiva o negativa. Manteniendo unas condiciones por encima de la media, los trabajadores de Telefónica no sólo defendían sus derechos, sino que protegían también los del resto de trabajadores del sector. Ahora bien, si la ‘Nueva Telefónica’ de Álvarez-Pallete termina por imponerse, tal y como quieren el Consejo de Administración y los accionistas, Telefónica podría convertirse en una referencia catastrófica para el resto. Es obvio que, de aprobarse esta profunda reestructuración en la principal empresa de telecomunicaciones del país, tardaríamos poco en ver fenómenos similares en otras grandes operadoras, como Vodafone u Orange. El pulso que se va a librar, a partir de ahora, entre la plantilla y la dirección de Telefónica es en realidad un pulso entre los trabajadores y la patronal del sector de las telecomunicaciones, y más vale que empecemos a enfocarlo así cuánto antes.

Es imprescindible detener la reestructuración en Telefónica, al menos el tiempo suficiente como para ganar tiempo y promover un modelo alternativo. De salir adelante, supondría, en primer lugar, un desastre para los trabajadores de la empresa. Estaríamos hablando de un cambio total en la realidad del trabajo, que implicaría no sólo despidos sino también graves consecuencias para aquellos que consiguieran mantener sus empleos. Aumentará la presión, en la misma medida en que lo harán la flexibilidad y la inseguridad. El trabajo, que con sus más y sus menos ha sido hasta ahora tolerable, se convertirá en una agonía. Más pronto que tarde, el fenómeno de extenderá al resto de empresas del sector. Así funciona la lógica de la competitividad: nivelando a la baja a los trabajadores – a todos – para maximizar las cuentas de los directivos y accionistas.

Es posible que, de primera mano, todo esto parezca una exageración: si alguien piensa así, no tiene más que echar un vistazo a la industria, ver lo que supuso la reconversión, y preguntar ahora a cualquier obrero de PSA-Peugeot o de ArcelorMittal.

Contamos, por suerte, con un gobierno que ha prometido defender los intereses de la mayoría social trabajadora, pero no va a poder hacerlo por sí solo: necesita de nuestra movilización y presión, especialmente desde las organizaciones sindicales, para compensar la gran influencia y poder que tienen los empresarios. En momentos como este debemos exigirle que mantenga su palabra, del mismo modo que debemos comprometernos a sostenerle y apoyarle si lo hace.

El ejecutivo debe responder con la mayor rapidez posible, limitando el poder desorbitado de los empresarios, empezando por derogar la reforma laboral que ha convertido la flexibilidad en el pilar del mercado laboral. A partir de ahí, debería seguir de cerca todo el proceso de reestructuración, teniendo en cuenta que hablamos de un sector que no sólo es estratégico de por sí, sino que además está llamado a convertirse en una parte fundamental de la cuarta revolución industrial – como, de nuevo, sitúa Álvarez-Pallete en su propia carta. Si el Gobierno realmente está comprometido con que esta revolución industrial sea justa, y que no nos convierta a los de siempre en perdedores, tiene que empezar a demostrarlo, porque lo que está claro es que, si se deja en manos de los empresarios, seremos los trabajadores los que paguemos la factura.

Una ‘Nueva Telefónica’ al servicio de trabajadores y usuarios

Hay algo en lo que si acierta Álvarez-Pallete: Telefónica debe adaptarse para sobrevivir. Pero su supervivencia no está en juego por culpa de la inestabilidad política, ni de la crisis económica, ni de los retos que supone la evolución tecnológica. Su supervivencia está en juego porque está en manos de una minoría de inversores, accionistas, que imponen como criterio único – y casi principal – de su dirección la consecución de beneficios. La empresa vive en una constante situación de tensión y alerta porque vive sometida al chantaje permanente de un puñado de superricos que exigen, insaciables, sumas de dinero cada vez mayores, hasta el punto de poner en riesgo la sostenibilidad de la propia Telefónica, obligando a reestructuraciones traumáticas como la que ahora está sobre la mesa. Si de verdad queremos contar con una empresa de telecomunicaciones puntera, capaz de afrontar los retos de la cuarta revolución industrial, capaz de garantizar por igual la prestación de un servicio de calidad y los derechos y condiciones laborales, necesitamos que la empresa esté dirigida por personas que respondan ante los trabajadores y usuarios, y no ante esa minoría de superricos.

Telefónica fue, una vez, una gran empresa pública. Puede volver a serlo. El Estado cuenta con las herramientas necesarias para comprar acciones y participar en los órganos de dirección de la empresa. La Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) engloba una cartera de acciones en empresas que dan trabajo directo a casi 80.000 personas en nuestro país, manejando un volumen de negocio 5.318 millones de euros y reportando unos beneficios después de impuestos de 391 millones de euros en el último año. No es una locura pensar que la SEPI pueda al menos participar en la filial de Telefónica de España, para supervisar la reestructuración y garantizar que, si se produce, no sea a costa de los trabajadores.

Pero no nos conformemos con eso. No se trata de volver a la Telefónica de siempre, sino de, efectivamente, crear una ‘Nueva Telefónica’, una en que los intereses de trabajadores y usuarios estén por encima de los beneficios de los accionistas. Para ello, no basta con comprar acciones: es necesario que ese paquete de acciones en manos del Estado sirva para defender una forma distinta de gestionar y administrar una empresa. Los representantes públicos en la ‘Nueva Telefónica’ no sólo deberían rendir cuentas y explicar todas y cada una de las decisiones que se tomen en los órganos de dirección; deberían ser, además, democráticamente elegidos, de forma que no debieran su lealtad más que a aquellos que les hemos votado, trabajadores y usuarios. Junto a ellos, deberían sumarse a los órganos de dirección representantes de la organizaciones sindicales, de las asociaciones de consumidores, y de la propia administración, especialmente de aquellas regiones, como las del interior de España, que siguen sin tener una cobertura decente y que, en muchos casos, ni siquiera tienen acceso a Internet.

Esa sería la ‘Nueva Telefónica’ que realmente permitiría a la empresa sobrevivir, adaptarse a los nuevos tiempo, y afrontar los retos y desafíos del futuro libre de la carga de los accionistas, con una dirección democrática y basada en las necesidades de la mayoría social. Todo lo demás no son más que maniobras que hacen los superricos, a la desesperada, para intentar mantener su posición insostenible, y esconder el verdadero problema de la empresa: ellos mismos.

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