- Publicación original: Lava Revue – Le fascisme est-il de retour? – Vivek Chibber – 16 de diciembre de 2019
- Traducción: La Mayoría
Es muy poco probable que el fascismo esté a la orden del día en la política de Europa y de Estados Unidos. Dudo siquiera que se perfile en el horizonte de la India, el país dónde representa la mayor amenaza. Sin embargo, esto no significa que podamos dormirnos en los laureles. A pesar de que una amenaza fascista real sea poco probable, lo que si que está a la orden del día en todo el mundo, es una profunda y duradera erosión de la cultura democrática. Nuestra capacidad para hacerle frente y para reconstruir las herramientas necesarias para la participación democrática dependen de un análisis sobrio de la conyuntura, que no le de rienda suelta a la hipérbole o a la histeria, algo a lo que tiene tendencia la izquierda cada vez que un conservador gana unas elecciones.
El fascismo es el nombre dado a la forma de gobierno que se desarrolló en las dos décadas que siguieron a la Primera Guerra Mundial, siendo Italia y Alemania los casos más conocidos. Se asocia a muchas cosas y no hay consenso alguno en torno a su esencia. Pero la mayoría de la gente concuerda en que una de sus principales características es el desmantelamiento de las libertades democráticas, la suspensión de los derechos políticos, una ideología nacionalista feroz y una noción de comunidad política fundada en una gran dosis de racismo y xenofobia. Algunos de estos elementos se encuentran hoy en día en los partidos de derechas, particularmente la xenofobia y el racismo. Y esto es lo que conduce a muchas personas a sugerir que estos partidos son la nueva encarnación del fascismo de entreguerras. Pero si bien las similitudes son totalmente ciertas, aún cabe mantenerse escépticos frente a las afirmaciones más incendiarias.
La razón fundamental por la que estos partidos no representan una amenaza fascista es que no hay ningún indicador de que las clases dirigentes les estén apoyando. En toda democracia moderna, para arrancarle escaños al gobierno, se exige una victoria electoral y no cabe duda de que la derecha ha socavado la base electoral de los principales partidos, incluso de los partidos de izquierda. Pero para conseguir gobernar el mundo y realizar la clase de transformaciones políticas asociadas al fascismo de entreguerras, tendrían que obtener el beneplácito y el apoyo de los grupos que realmente importan, es decir de los banqueros y de los grandes empresarios industriales que controlan la economía y financian las campañas electorales de los partidos. Durante el período de entreguerras las élites económicas recurrieron a los fascistas, en gran medida porque consideraban a la izquierda como una amenaza para su supervivencia y porque el resto de estratagemas para destruirla habían fracasado. Estaban dispuestas a doblegarse a la restructuración radical del Estado porque esta parecía ser la única salida para un problema político irresoluble. Era una maniobra desesperada para conservar su poder, sin duda una sobreestimación de la amenaza que planteaban los partidos comunistas, aunque esta percepción no careciese de fundamento.
«La obsesión por el fascismo enturbia la capacidad de la izquierda para ver que estamos enfrentándonos a un nuevo desarrollo del capitalismo»
Hoy en día la situación es muy diferente. El éxito actual de la derecha se produce en un contexto de implosión de la izquierda y de repliegue masivo del movimiento sindical. No hay amenaza ni para los beneficios y la estabilidad económica, ni para el orden político. Incluso cuando el crecimiento se ralentiza en todos los sectores, la distribución entre salarios y beneficios sigue siendo enormemente favorable para estos últimos. En efecto, ni siquiera en los sectores y regiones en los que se da una progresiva reducción de la oferta de empleo por debajo de la demanda, este fenómeno parece estar dándole un impulso duradero al aumento de los salarios. Para los empresarios, la situación es tan ideal como lo ha sido a lo largo del último medio siglo. Una de las razones por las que los salarios no se han disparado es que la era neoliberal, aunque parezca estar agonizando, nos ha legado un ambiente institucional en el que todos los mecanismos de presión tradicionales de los trabajadores sobre los empresarios han sido abolidos: sindicatos, partidos políticos, comunidades culturales, etc. Los trabajadores se enfrentan ahora a sus empleadores en tanto que individuos, en tanto que dueños atomizados de la fuerza de trabajo, privados de todo apoyo social y de toda solidaridad de clase. El resultado de esta erosión de las instituciones sociales es una caída en picado de la capacidad de acción colectiva para convertir los intereses individuales en reivindicaciones colectivas.
Fundamentalmente, los pobres gozan de toda una serie de derechos políticos, pero cada vez están en menor disposición de poder ejercerlos. Pueden votar, pero no pueden tener mucha influencia sobre los programas de los partidos; pueden elegir diputados, pero no tienen la capacidad de exigirles responsabilidades; tienen derecho a la palabra, pero el debate político está completamente copado por las élites que lo colman a base de declaraciones formales y prefabricadas. De aquí se deriva una tendencia creciente al cinismo y a la desesperación, al sentimiento de que todo intento de participación es inútil y de que el sistema está completamente trucado. Así, abandonan la política y simplemente intentan comprar su libertad volviéndose más individualistas en el mundo laboral.
Llegados a este punto, no hay razón alguna para erradicar los derechos políticos y desmantelar la democracia como lo hicieron los fascistas en los años 1930. Sería contraproducente. Lo que las clases dirigentes están intentando hacer es dominar el proceso político. Pero esto no tiene por qué pasar necesariamente por la exclusión formal de los ciudadanos. Por supuesto, sigue siendo una opción. Pero si los pobres y las clases trabajadoras simplemente eligen abandonar la arena política o girar voluntariamente a la derecha, el fascismo no solo se vuelve inútil, sino que además puede perjudicar los intereses de las élites. Tal y como lo ha subrayado Noam Chomsky en reiteradas ocasiones, quitarle derechos a la gente tiende a suscitar cierta reacción: quieren recuperarlos, incluso si tan solo los usan de forma intermitente. La mejor opción es la de conservar las ornamentaciones formales de la democracia mientras se siguen erosionando la capacidad y la voluntad de las personas para emplearlas. Por lo tanto, la mejor estrategia no es la de erradicar los derechos sino la de volverlos inaplicables.
«los pobres gozan de toda una serie de derechos políticos, pero cada vez están en menor disposición de poder ejercerlos»
Esto no quiere decir que esté todo bajo el control de las élites dirigentes. El fracaso económico del neoliberalismo, que ha permitido el desarrollo de los partidos de derecha, ha conducido al mismo tiempo a su derrota ideológica. En un gran número de países, los ciudadanos consideran hoy ese modelo como profundamente ilegítimo. Y a falta de otros medios para expresar su descontento, canalizan sus frustraciones en la arena electoral. Votan por la derecha porque en el momento actual, es la formación política que más estimula la demanda económica, mientras que la izquierda tradicional está totalmente comprometida y es ella quien, de forma demasiado recurrente, ha venido imponiendo la austeridad a los trabajadores1. La derecha radical, hasta ahora en los márgenes del sistema, ha sabido capitalizar ese descontento. Pero es precisamente porque los banqueros y los grandes empresarios industriales no ven su poder profundamente amenazado, para nada, por lo que no alientan ninguna iniciativa que venga a desmantelar el Estado democrático. Simplemente continúan reduciendo el alcance de la participación política de los ciudadanos. Y es ahí dónde reside la verdadera amenaza. La obsesión por el fascismo enturbia la capacidad de la izquierda para ver que estamos enfrentándonos a un nuevo desarrollo del capitalismo, a una situación en la que una forma oligárquica de gobierno se consolida aunque las instituciones democráticas formales sigan en marcha. Lo que cimenta una exclusión política fundada no tanto en una abierta represión, sino en el aumento de los obstáculos para la participación política, en la atomización de la población por las fuerzas del mercado y en una demonización de los grupos pequeños. Todo lo cual conduce a una nueva forma, más sutil, de control político, dónde la violencia se ejerce de manera más juiciosa, dónde los tribunales y la ley se utilizan para dispersar todo signo de protesta colectiva y dónde la naturaleza misma de la participación política se reduce a la ratificación de decisiones ya tomadas a puerta cerrada. Esto es lo que está a la orden del día de la nueva derecha. Una situación muy diferente que la de los años 1930, pero igualmente peligrosa.