Parásitos, de Bong Joon-ho

Domingo Martos
Domingo Martos
Estudiante de Sociología y Derecho, Universidad Complutense de Madrid. Orgulloso ubetense.

“Señor Kim, se le pagarán horas extras”1

En el mundo animal existe una peculiar forma de vida que para sobrevivir se aprovecha de un “otro”, cercando a su presa en una agonía sutil que no termina de matarla pero que le impide vivir con plenitud. Hablo del pez piloto, quien se apega al lomo y las aletas de los tiburones para alimentarse de los restos que este devora, un parásito minúsculo y ridículo que sacia su hambre sin más esfuerzo que ser la sombra de esa inmensa máquina que habita nuestros océanos. En el mundo humano, por su parte, vemos como esta figura se manifiesta en su plenitud, y lo que entre animales tildaríamos de parásitos, en nuestra moderna ensoñación calificamos de riqueza, desigualdad, oportunidades y desafortunados, en definitiva, hablamos de elegantes peces piloto de sonrisas satisfechas, y de un pesado tiburón sin más identidad que su número al fichar, que su contrato temporal y que un usado y aburrido asiento en la oficina del paro. Los parásitos, dando un giro a lo que Bong Joon-ho nos presenta, no son estos nómadas de la periferia de nuestras ciudades, sino las corbatas que habitan la parte trasera de un auto con chófer, las pupilas de quienes nacen viven y mueren con aquello que la mayoría social solo obtiene cuando, en los descansos de su trabajo, dibuja sueños y realidades no tan duras.

La visión que nos muestra el director surcoreano es la de una sociedad que se mueve hacia y sobre plataformas tan líquidas y vacías que solo la consecución continua y abundante de estas pueden seguir manteniendo en pie su precaria existencia. La vida reflejada en la búsqueda loca e infantil por conseguir una red wifi libre, que, de forma casi satírica, lleva a nuestros personajes a encontrarla en la zona más sucia y estéril de un hogar, en su retrete. Pero esta película no es una crítica a la frivolidad y al consumismo de nuestras modernas sociedades, no es un recurrente “las tecnologías nos alienan” o un “esta sociedad ha perdido los valores de antaño”, no, va mucho más allá. Una crítica de este estilo es, hoy, un brindis al sol, no hay nada significativo en esta ya trillada gama de características y opiniones sobre nuestra sociedad.

La clave en este retrato familiar y sus peripecias por salir adelante es la claridad con que se nos presentan los intereses (más primarios en este caso) no de un grupo de personas aisladas, de metáforas tímidas, de análisis que agraden a todos sus espectadores; no, es una muestra de cómo nuestra vida cotidiana, nuestras más usuales conductas, incluso nuestras esperanzas en el futuro, nuestras identidades de jóvenes o adultos, mujeres y hombres, son articuladas por un fino alambre que atraviesa cualquier rincón de nuestra persona, me refiero a la clase social, un concepto que como a Sansón se ha intentado matar arrancando sus cabellos, unos como el género, otros como la nacionalidad, orientación sexual, generación o profesión concreta, constatando con esto que es la clase el mínimo común de nuestra concepción como personas, y que a partir de ella se generan el resto de identidades.

Sin embargo, no podemos ser reduccionistas en este sentido, entender la realidad como una relación de silogismos lógicos donde si uno es trabajador, negro u homosexual va a poseer por ello una tendencia natural hacia ideas preconcebidas de qué es o no es la clase trabajadora, la raza o la orientación sexual, su expresión ideológica o política. Este tipo de conexiones lógicas nos hacen caer en el más erróneo de los análisis, encerrando en un planteamiento puramente mecanicista una realidad que ha de ser vista y estudiada desde diversos prismas (cultural, económico,etc..). La realidad no es una conclusión de A+B=AB, pero tampoco se puede estudiar desde una visión ingenua y entender las voluntades humanas como construcciones propias e individuales de seres que diseñamos sobre una tabla rasa nuestra identidad y aptitudes. La realidad debemos entenderla como un acto y su contexto, en el caso de los seres humanos: la persona y las relaciones sociales que se dan en cada fase de nuestra historia. Esta es precisamente la idea que la película de este sociólogo surcoreano nos transmite, que una familia que vive en un semisótano con trabajos a tiempo parcial y con claras carencias de vida no puede engendrar a unos individuos que compartan características similares a aquellos que gozan de una vida acomodada, que la condición de ciudadano asiático, mujer o madre se estrechan y son condicionadas por su pertenencia a una clase social determinada, pues “no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia” (Marx, Karl), y este ser social es determinado por la relación que cada uno de nosotros y nosotras tenemos respecto a lo que nos permite vivir y reproducir esa vida, es decir, respecto a medios como empresas, estar en puestos de dirección o ser simples peones, trabajadores asalariados o autónomos, grandes directivos corporativos, etc…

La inteligencia de un pícaro sería la característica general que recoge la personalidad de estos personajes populares, fruto del contexto que rodea a cada uno de sus miembros y de esas circunstancias estructurales (del modelo económico concreto) que van dando forma a un ser social que se nos presenta como previo a todo, pues cuando uno nace no es una pieza virgen de mármol esperando a que un tal Miguel Ángel esculpa una forma individual e irrepetible, sino que venimos al mundo ya condicionados y en cierta medida determinados por la posición social y el rol de nuestros progenitores en el tejido económico y cultural de la sociedad a la que seremos lanzados.

No es cuestión de este artículo desarrollarse aún más en esta idea del condicionamiento que inflige sobre nosotros el ser de una clase u otra, pero sería interesante para todos hacernos, a modo de un ejercicio, algunas preguntas ¿Qué necesidad habría de las definiciones de hombre y mujer, blanco o negro, occidental u oriental en una realidad sin distinción de clase, sin esa ya antigua carga de la división sexual y social del trabajo? ¿Podría darse una brecha salarial de género o de raza, patriarcado y racismo, si la mujer no hubiera sido confinada al trabajo puramente doméstico, y si la población africana o asiática no fuera la diana del colonialismo? ¿podríamos hablar, de hecho, de un género masculino y femenino allí donde el trabajo comunitario primitivo no hubiera dejado paso a una división entre quienes se encargaban de reproducir la vida y quienes lo hacían de los objetos materiales e intelectuales de la colectividad, así como la distinción entre una mano de obra nacional y otra que ni siquiera poseía la identidad de persona?

En definitiva, en un momento como el actual, donde las facultades de ciencias sociales se convierten en mundos ficticios, en resoluciones sobre el color de las nubes y decretos sobre el sexo de los ángeles, sería interesante volver, al igual que esta película, a ver en la clase social y en la estratificación uno de los principales motivos de dicha o pena, de igualdad o desigualdad (privilegiados y no privilegiados) de las personas en particular y de la sociedad en general.

Todos sabemos que los cuentos son, en realidad, las invenciones de un apuesto príncipe que hace de la realidad una simple burbuja que engorda de tanta fantasía y surrealismo que la burbuja acaba estallando, manchando las vestiduras del `príncipe y dejando mundo al pobre trovador. Algo parecido es lo que nos ocurre cuando imaginamos a Corea del Sur, la hermana capitalista y libre de Corea del Norte. Sin embargo, aunque desde un sinfín de medios se nos presenta al país surcoreano como ejemplo de un adecuado desarrollo en esta región, chirría «que haya problemas importantes como un fuerte estado policial con profundas restricciones a la democracia«2, con una capital, Seúl, rodeada de la más absoluta de la pobreza, barrios de chapa y cartón que se suman a un 48% de población mayor de 65 años viviendo bajo el umbral de la pobreza, sin contar la elevada tasa de suicidios (producto de la extrema competitividad en las universidades y empresas) o que el pasado 2012 arrestaran a la lideresa social y activista pro-reunificación Ro Su Hui a su regreso de Corea del Norte en una caza de brujas anticomunista que se lleva dando desde la división y el armisticio entre su vecina del norte y Estados Unidos.

Bong Joon-ho nos posiciona en uno de esos barrios obreros y lumpen de la capital surcoreana, en una familia que solo se tiene a sí misma para hacer frente a la extrema “flexibilidad” del trabajo. Aun así, y como el mismo director parece querer dejar claro, las imágenes de pobreza y miseria se abrazan con la necesidad de toda esta familia por poder seguir conectados a WhatsApp, buscar redes libres y en definitiva, poder usar sus teléfonos móviles, una paradoja que bien define las condiciones en las que el mercado está dictando la propia condición de persona, superando el nivel de simples proletarios del siglo XIX para convertirnos ahora en, primero, trabajadores con escasa voz en las instituciones políticas y económicas que nos rodean, y segundo, consumidores feroces de un gigantesco escaparate que, por otra parte, nos ayude a sobrellevar la primera condición, la de simples e intercambiables peones de un tablero cada día más cuesta arriba. Podríamos decir que la película busca enfrentar con el espectador la realidad tal y como es, con una extrema pobreza pero también con una falta absoluta de héroes o de algún tipo de romantización de la miseria y las calamidades de unas clases populares que solo pueden recurrir al trabajo duro, sí, pero también al ingenio, a veces deshonesto e inmoral, para poder afrontar una partida donde peones como ellos cada vez tiene menos capacidad de asaltar las torres, convivir con alfiles o estrechar la mano de sus reyes y caballos. La pobreza llevará a nuestros personajes a desplegar toda una variopinta multitud de ideas, performances y abiertas mentiras que los alejen, aunque sea por unas horas, de la húmeda ratonera que tienen por hogar.

Parásitos cuenta con un guion formidable, tanto por su contenido como por la atribución de características que da a sus personajes. Una de las conversaciones entre Chong- Sook (madre de clase baja) y su marido, Kim Ki-tack, es de especial interés:

“-Chong-Sook.- […] Amable porque es rica, ¿sabes? Diablos, si tuviera todo ese dinero, ¡también sería amable!

Kim Ki-tack.- La gente rica es ingenua, sin resentimientos. No tienen arrugas.

C-S.- Con dinero. Todo se soluciona, el dinero es la solución. Esas arrugas se alisan…”3

Vemos como la clase y la identidad de estos personajes no es algo que les venga de forma innata, como ya decíamos, no es una atribución inmediata desde que nacemos. La identidad de clase se forja en la confrontación de intereses, entre esos ricos sin arrugas que son generosos y amables y los pobres que sueñan con, aunque solo sea, una décima parte de esa vida. La idea del conflicto es entonces esencial para poder delimitar nuestras áreas como clase, entender qué objetivos tenemos y cuáles son los escollos que impiden su realización, de ahí que en la sociedad occidental las ideas de conflicto, interés, poder, contrapoder sean cada vez más silenciadas (Marcuse, H)4, escondidas bajo un falso estado de consenso y amor al prójimo que “proteja” los oídos de nuestra gente mientras son abiertos por la fuerza a la desfachatez de la violencia televisada y a un ocio castrante que aleje sus ojos de la pobreza y la marginalidad, vista casi como una enfermedad contagiosa.

Cuando el conflicto se oculta, se habla entonces de desideologización y sentido común, corriendo el peligro de saltar a un mar sin agua, reventarnos la cara una y otra vez, cada cual, desde una orilla distinta, creyendo que, puesto que no hay ideología detrás de una acción, el problema cuando fallamos en nuestras metas vitales es de uno propio, que algo va mal en nuestro interior y por ello debemos combatirnos a nosotros mismos para, al final, llegar a donde realmente se encuentra el mar. La Ideología, como forma subjetiva que las clases dominantes van construyendo en un plano cultural para legitimar sus acciones en lo material, es decir, en la economía, la gestión de la sociedad, las divisiones que se dan en función del puesto en la producción física e intelectual se nos presenta, no con desfiles de pomposas formas para poder decir “mírala, ahí va la Ideología”, sino como el sacrosanto sentido común que impregna cada opinión y que guía la conducta más normal y ordinaria de nuestro día a día: ¿pobreza? Es lógico que exista, ¿especulación? Es lógico que exista, ¿Que una empresa pública con beneficios y buena posición en el mercado sea privatizada? Es lógico que se dé, y así un sinfín de dogmas que nos impiden pensar fuera de la caja, agarrar la moral y lo común, lo ordinario y lo de “siempre” y arrancarlo de nuestro pensamiento, dejar de calificarlo como natural, pues en el hombre no hay nada natural salvo sus dos manos, dos pies y su condición de ser social, el resto, como las mentiras y falsas identidades de profesores de nuestros personajes Ki-woo y Ki-jeong son meras construcciones que como tales están sujetas a cambios y mutaciones, pero nunca son, ni serán, eternas e inmutables.

Conforme la película se acerca a su final la velocidad de esta cambia de forma brusca, bien introducida, pero rompiendo el ritmo anterior. Se ajusta al contenido que en sus secuencias se puede ver, mucho más duras y violentas que las que dominaban buena parte de la cinta. Vemos como los personajes caen ahora en una vorágine de consecuencias imprevistas, una ruptura con sus planes y unos “vecinos” inesperados. La antigua ama de casa, cuyo puesto obtiene Chong-Sook (esposa de Kim Ki-tack) mantenía a su marido viviendo en la casa como un verdadero parásito -en un refugio secreto como defensa de los misiles norcoreanos- de la familia de Mr. Park en condiciones aún peores y menos humanas que las de nuestro joven Ki-woo. Se desata una lucha por ver quién de los dos grupos familiares accede a la explotación bruta de la ignorancia de estos ricos, magistralmente dispuesta por una casa vacía de dueños, un campo de batalla donde se rompe la imagen de pobres contra ricos, para hacer una reflexión sobre la otra gran lucha que, si bien no es tan relevante como la primera, sí que es necesaria su reflexión para entender avances y retrocesos de los movimientos sociales. Me refiero a aquellas que enfrentan al propio pueblo, trabajadores y clases populares entre ellas por cuestiones ligadas a la misma existencia de esta lucha de clases, en una reaccionaria visión de superación a través de la pelea individual y oportunista. Una interesante idea que nos muestra la clase social como algo móvil, que unas veces puede derivar más hacia la reacción o el cambio, el retroceso o la progresión.

El asesinato del señor Park, la sangre de Ki-Woo que inunda la despensa de la casa, los cuchillos en la carne, súplicas, desmayos, carreras y gritos vienen a cerrar el esquema visual de toda la lucha y el enfrentamiento que la película quiere plasmar. Un tiburón social que harto ya de tanto abuso, de tanto lastre en su cola, de tanta comida robada de su propia boca decide pasar a tomar parte en su vida, “salir del sótano”, revolverse. No ve otro camino para desprenderse de ese incómodo y persistente pez piloto que la pura fuerza, el uso radical de la violencia, la mirada de Kim Ki-tack que fija sus ojos en Mr. Park antes de abalanzarse sobre él para poner punto final a esa situación.

No es cuestión de hablar bien o mal de la violencia (que no es lo mismo que conflicto) pues en este debate entrarían modelos éticos y conjuntos morales de corte religioso, de hechos convertidos en norma por la costumbre y de usos sociales que pueden dificultar un análisis crítico y veraz de qué es o cómo tratar las diferentes violencias que hoy se nos presentan. La clave no está pues, en comulgar o no con la forma que estos personajes han utilizado para dar salida a sus problemas, sino la condición del propio problema, su origen y cómo se convierte en un condicionante de primera magnitud para los individuos que la sufren. La gran diferencia entre las épocas premodernas y la modernidad que inicia la Ilustración es la concepción que el Hombre comienza a tener del conflicto, los problemas ya no son naturales, sino derivados de otros supuestos, la ciencia da sus primeros pasos en la definición del mundo humano compuesto de cientos, miles, de interrogantes distintos pero con una explicación y una causalidad que el científico podía descubrir, eran verdades que el Hombre podía, de una forma u otra, tocar con la mano, hacer suyas, ponerlas a su disposición y dominar con ellas la naturaleza de todo problema hasta el punto de suprimirlos o superarlos; con el pensamiento moderno el ser humano es capaz de estudiarse, y una vez comprendido su mundo y su alrededor, tocaba cambiar aquello trasnochado y que impedía su liberación y la plenitud de su dignidad como seres iguales.

Vamos a poder ser espectadores (y a veces partícipes) de dos siglos de convulsiones, avances y retrocesos de unas clases sociales y sus voluntades colectivas: huelgas, sublevaciones, repúblicas de poetas y obreros que se veían vencidas a orillas del mediterráneo, revoluciones en oriente, laboristas victoriosos tras la Segunda Guerra Mundial, un año 68 que vestirá de luto a México o la Galerna de huelgas en España que llevó al aparato franquista a los álbumes de fotos de un puñado de requetés nostálgicos. En definitiva, dos siglos en los que el hombre, consciente de la realidad de sus problemas ha intentado con mayor o menor acierto y triunfo hacer de la historia una nueva correlación de fuerzas, donde los productores lo fueran todo y los parásitos no fueran nada. Bong Joon ho nos demuestra que la historia aún no ha acabado, que no ha sido ya escrito el final de nuestras sociedades, que el capitalismo no tiene nada de especial o único, siendo solo otro más de los procesos históricos del hombre.

Cuando, finalizando la cinta, Ki Woo sale absuelto de todos los cargos por los que se acusaban y se recupera de ese último giro de muertes y asesinatos, comienza a pasear por un monte cercano a la casa donde se desarrolla toda la trama. Un día, que se mantiene atento hasta la caída de la noche, consigue ver los mensajes que su padre, refugiado (de las autoridades) en el sótano del domicilio, manda sin descanso con la esperanza de ser escuchado. El joven que iniciaba toda esta “aventura” familiar se compromete a sacar de la clandestinidad a su padre, devolver la dignidad que no vio ni cuando era libre ni ahora como prófugo de la justicia. Padre e hijo se convierten en esa rebelión que vemos de nuestro tiburón social, no ya contra ese exasperante pez piloto, sino contra un océano que nos han dicho que jamás volverá a tener agua, sólo sal y tierra, y que sin embargo ahí está. Nos toca pues, como hace Bong Joon ho, fijarnos en ese sujeto político -que debe ser revolucionario-, que portará de nuevo ese agua que con tanta urgencia necesitamos.

Notas

  1. Frase de Parásitos, cercana a final de la película. Se demuestra con esta frase la desvirtualización de la condición de persona cuando el medio de trato es la jerarquía empleado-empleador. Se suma a otras frases muy representativas como la que el señor Park y su mujer dicen a lo largo de la cinta: “La gente que viaja en metro tiene un olor especial”, o “¿todavía te pones esa ropa interior barata?, si te pones eso me excito mucho”
  2. «Tengo la sensación de que se resalta mucho la democracia surcoreana pero que realmente no se entiende que hay problemas importantes como un fuerte estado policial con profundas restricciones a la democracia», cuenta Owen Miller, doctor de Estudios del Este Asiático en la Universidad SOAS de Londres. https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-44874358
  3. Muestra de un diálogo de la película Parásitos.
  4. El lenguaje ya no refleja el control social, sino que es el control social” Herbet Marcuse

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.