Seiscientos años antes del descubrimiento de los antibióticos, la plaga de la peste negra diezmó Europa. Una rudimentaria epidemiología y la medicina preventiva fueron las herramientas principales con las que se atajó: la única opción era prevenir, cuando estar contagiado, a falta de un tratamiento efectivo, solía suponer la muerte. A día de hoy, la pandemia del coronavirus se desarrolla en un escenario diametralmente distinto, pero entender la potencia de la epidemiología como arma sanitaria es crucial para comprender la necesidad de ponernos en manos de las autoridades sanitarias.
China comenzó siendo la punta de lanza de esta segunda oleada de coronavirus en diciembre. Los primeros casos fueron ocultados con métodos coercitivos por los gobiernos locales (actualmente destituidos) hasta que, a finales de enero, la crisis iba a ser insostenible por los desplazamientos del Año Nuevo Chino. La ciudad de Wuhan, epicentro de la enfermedad, queda cerrada el 22 de enero teniendo a la fecha una cifra de infectados de unas 500 personas. A modo de comparación, la ciudad de Wuhan tiene una población de diez millones de personas, mientras que toda la Comunidad de Madrid supone siete millones de los habitantes de España. Es cierto que la decisión de blindar una ciudad es polémica y dura de tomar, y que el momento de su aplicación en Madrid se eligió cuando se demostró la transmisión entre personas del virus, pues previo a los días en que la cifra se comenzó a triplicar progresivamente, habían sido casos importados de otros países. Quizás sea pronto para intentar aventurar si el momento de tomar esa decisión fue acertado o se retrasó más de lo debido, pero será una lección que tarde o temprano habremos de sacar.
Para la intervención de Wuhan, se apeló a la organización colectiva para plantarle cara al coronavirus: algo que en España no deja de ser una cuestión sentimental, de pertenencia a un proyecto común, pero que en China supuso el empleo de toda una estructura material y de personas de la que se disponía y que sirve para cristalizar la unión aparente entre el Estado y la ciudadanía.
Los consejos vecinales y de empresas se dedicaron a enviar informes vía telemática por aplicaciones de móvil para procesarlos como big data y elaborar un mapa epidemiológico de China. La trascendencia de esto es explicable de la siguiente manera: la estadística inferencial clásica se rompe los sesos intentando extraer conclusiones generalizables a una población desde la observación de una muestra seleccionada de ésta, debido a que la población entera se considera que es inaccesible. Disponer de datos epidemiológicos de cada individuo particular de un país, y ser capaz de procesarlo estadísticamente para obtener un trazado por el que actuar, supone alcanzar el conocimiento prácticamente exacto de esa población, de forma que se obtiene una precisión y una validez científicas micrométricas.
Es difícil ponerse en la piel de un ciudadano chino ante esta situación. En el imaginario occidental, es el déspota Gobierno chino quien recluye a sus ciudadanos en sus casas para evitarse problemas. Pero lo cierto es que ni el Estado chino tiene una distribución semejante a los Estados occidentales «al uso», ni podemos juzgar a los chinos bajo nuestra óptica occidental. Profundamente sesgados por las religiones tradicionales chinas y por sus condiciones materiales, su proceder es bastante diferente del nuestro en algunas ocasiones, como en el trato con la familia o los desconocidos, y por eso suele ser frecuente la escena de personas chinas con mascarilla por la calle cuando están resfriados, o podríamos entender su hostilidad al tratar con ellos en privado temas que pudiesen afectar a terceros (como así suele ocurrir).
La solidaridad que pueden llegar a demostrar los ciudadanos chinos en España, con sus excepciones, como siempre, llega a ofrecernos imágenes como la donación altruista de mascarillas y gel antiséptico a los hospitales, o, ya a escala estatal, en las aportaciones materiales y de cuadros especializados que el gobierno chino envía a Italia o España. Asimismo, el Partido Comunista Chino, que cuenta con más de noventa millones de afiliados, actúa de nexo entre el Estado y la ciudadanía de un modo análogo al papel que pudiera ofrecer a veces en algunos lugares la Iglesia Católica o las ONGs, por lo que no es rara ni la implicación de la población en el PCCh, ni la de éste en la crisis del coronavirus, como atestiguan las fotografías de médicos con el puño en alto o con simbología socialista, aunque no necesariamente sean miembros del partido.
Pese a las férreas medidas de prevención que el Gobierno chino ha tomado, el cierre de negocios y el cese de la actividad manufacturera, agraria, turística e industrial supone un tremendo varapalo para una economía semiplanificada como la china tanto, en el sector estatal como en el privado.
La factura de ordenar el cierre precoz de estas actividades en sectores estratégicos supone que el Estado chino deja de percibir grandes réditos y se llegan a estimar las pérdidas en 196 mil millones de dólares entre enero y febrero, con caídas en el consumo de hasta el 92% en comparación con las dos primeras semanas del Febrero anterior.
Aunque China es un país que está sufriendo grandes pérdidas económicas, y a pesar de estar en guerra económica con el mayor imperio del siglo XXI, no duda en brindar apoyo material a países como Italia o nosotros mismos, cuando Alemania y otros países de nuestra propia UE se cruzan de brazos, a pesar de tener superávit del material básico.
Con la crisis del coronavirus, China ha desmostrado que es viable anteponer a las personas a las ganancias de una minoría; todo es cuestión de hacia dónde intentamos orientar nuestra economía.