¿Por qué la regularización de trabajadores extranjeros también te interesa a ti?

Desde una perspectiva socialista, las contradicciones en el interior de la clase obrera se abordan con consignas superadoras: que unan a la clase elevando el nivel de la reivindicación, no que la dividan.

D. Fernández
D. Fernández
Ingeniero y marxista, convencido de que un mundo mejor es posible y está a nuestro alcance.

La cuestión migratoria ha ido adquiriendo una mayor relevancia política a medida que los partidos de la nueva extrema derecha han ganado terreno y representatividad: la pérdida de calidad de vida que han experimentado amplios sectores sociales se reconduce hacia un enfrentamiento entre distintas categorías de la clase obrera – ‘nativos contra migrantes’ – para evitar que pueda achacarse a unas relaciones de propiedad que sustentan y al mismo tiempo acrecientan la desigualdad. Mientras trabajamos para redirigir el debate y el discurso hacia estas relaciones de propiedad, es necesario que seamos capaces de dar una respuesta a la problemática migratoria, que sea realista y parta no de la negación idealista de la contradicción, sino de la realidad social en la que trabajamos.

Los flujos migratorios suponen un problema social. Pero, en contra de lo que la extrema derecha – interesadamente – intenta transmitir, ese problema social no se debe a un ‘choque de culturas’ – una versión a pequeña escala del ‘choque de civilizaciones’ defendido por Huntington y que constituye el corazón del neo-racismo y el neo-colonialismo – sino a una dinámica económica mucho más sencilla: la competencia en el mercado laboral. La convivencia cultural, aunque pueda ser compleja, no es en absoluto imposible: son muchas más cosas las que nos unen que las que nos separan. Los trabajadores de todo el mundo compartimos una cultura internacional de democracia, solidaridad y organización colectiva, que constituye un puente de unión entre nuestras diferentes ‘culturas nacionales’. Pero la competencia azuzada por el capitalismo destruye, justamente, esa unión, impulsándonos a competir unos con otros, convirtiéndonos en rivales y, de ahí, en enemigos.

En los últimos meses, en mitad de la pandemia – y, precisamente, a raíz de esta – hemos visto movimientos audaces para regularizar la situación de decenas de miles de trabajadores migrantes. Portugal fue uno de los primeros países en hacerlo, a finales de marzo, concediendo la ciudadanía a todos los inmigrantes pendientes de autorización de residencia. Italia regularizó el pasado mes de mayo a 600.000 trabajadores extranjeros. Y en España se han producido tímidas movilizaciones por parte de los propios trabajadores migrantes para reivindicar una medida similar. Como era de esperar, la extrema derecha ha puesto el grito en el cielo, añadiendo una capa más a las teorías de la conspiración del coronavirus al afirmar que la pandemia no ha sido más que una ‘excusa’ para continuar ‘fomentando la inmigración masiva’.

Lo cierto es que no es la regularización lo que fomenta la ‘inmigración masiva’. Es más, la regularización es una consigna de interés común para todos los trabajadores – ‘nativos’ o ‘migrantes’ –, especialmente en tiempos del coronavirus.

La regularización como una necesidad sanitaria

Por mucho que algunos se empeñen en seguir azuzando la conspiranoia en relación al coronavirus – judíos, bolcheviques, chinos y musulmanes se entrecruzan en teorías, a cada cual más absurda, para imponer un Nuevo Orden Mundial – los estudios científicos realizados hasta el momento han descartado la posibilidad de que haya sido ‘genéticamente diseñado’. Es decir, que no es un virus artificial, creado en el laboratorio, ni liberado como parte de un intrincado plan de dominación diseñado por los enemigos de la sociedad occidental en una lúgubre sala de reuniones. La viróloga china que supuestamente tenía pruebas sobre la naturaleza artificial del virus ha resultado ser una estafa pagada por Steve Bannon, el conocido ideólogo de la campaña de Trump y exasesor de la Casa Blanca. Por el contrario, un reciente estudio que se ha centrado en reconstruir el árbol genealógico del virus ha estimado que el SARS-CoV-2 lleva entre 40 y 70 años presente entre los murciélagos y, probablemente, saltó directamente a los humanos1.

Existe, no obstante, una relación clara entre la pandemia y la dimensión sanitaria de la regularización. La cuestión es que esa relación responde, pura y exclusivamente, a una necesidad en la lucha contra el virus, como es la de realizar un adecuado seguimiento de su expansión para evitar la transmisión comunitaria y el contagio generalizado que pueda llevarnos a una situación límite como la que vivimos durante los meses de marzo, abril y mayo – o a una incluso peor.

España, mejor que ningún otro país, debería darse cuenta del riesgo que conlleva la falta de regularización: los dos brotes más grandes de nuestro país, que para algunos pueden constituir el germen de una segunda oleada, están directamente relacionados con la mano de obra migrante empleada en el sector agrícola, tanto en Aragón como en Lleida. La alta movilidad de esta mano de obra – de explotación agraria en explotación agraria, recorriendo comarcas enteras – sumada a unas condiciones de vida que favorecen la expansión del virus – hacinamiento, largas jornadas, falta de saneamiento y medidas de protección, dificultad para acceder a los canales sanitarios – se han combinado para crear un cóctel perfecto que ha provocado un auge exponencial de los casos de coronavirus a pesar de que, aparentemente, la enfermedad estaba ya bajo control.

Ese fue el primero de los rebrotes. En cuanto la pandemia volvió descontrolarse, con Madrid como epicentro una vez más, la presidenta de la Comunidad tardó poco en señalar a las comunidades migrantes como responsables directas de la expansión del virus. Lo que Díaz Ayuso calificó como un ‘modo de vida’ propio de las personas migrantes no es más que la consecuencia directa de la marginalidad que les impone, entre otros factores, su situación irregular. Muchos de ellos tienen dificultades en el acceso a la vivienda, lo que les obliga a convivir hacinados en lo que, en efecto, se convierten en focos de infección. Pero, en contra de lo que la presidenta de la Comunidad cree, ese ‘modo de vida’ no es fruto de su condición de personas racializadas, ni de su origen, ni de la religión que practican, ni de ningún otro factor cultural, sino de clase: son la pobreza y la desigualdad, que se alimentan especialmente de la marginalización, los verdaderos factores de riesgo.

La regularización de todos estos trabajadores es por tanto una necesidad en términos sanitarios. Sus condiciones de irregularidad están estrechamente relacionadas con sus condiciones laborales. Se ven obligados a utilizar transportes públicos abarrotados, para cubrir empleos en los que las medidas de seguridad son escasas – cuando no inexistentes – que son un claro factor de riesgo para la expansión de la enfermedad. Regularizarles abre la puerta a conocer y perseguir estas condiciones laborales2 por un lado – eliminando o minimizando el riesgo de contagio – y, por otro, a realizar el seguimiento sanitario y proveer de la vigilancia y tratamiento necesario para gestionar los casos que, a pesar de todo, puedan producirse. Es de interés común, por tanto, para luchar contra una pandemia en la que nadie está a salvo si no estamos todos a salvo3.

La regularización como una necesidad social

Pero la regularización no es de interés común únicamente porque tenga consecuencias sanitarias fundamentales en la lucha contra el coronavirus. Antes de que la pandemia diese la vuelta al mundo, la regularización seguía siendo una consigna de interés para el conjunto de la clase trabajadora. Esta dimensión de ‘necesidad social’ está relacionada con la lógica económica que constituye el corazón de la contradicción migratoria: la competencia en el mercado laboral.

Uno de los rasgos distintivos de la clase trabajadora en la sociedad capitalista – si no el principal – es que, en lo relativo a la producción, no posee más que su fuerza de trabajo, su capacidad de trabajar y producir mercancías y servicios poniendo en marcha los medios de producción – las herramientas, las máquinas, y los edificios que las contienen. La fuerza de trabajo se convierte por tanto en una mercancía que se vende como todas las demás y que, por tanto, está sujeta a la ley de la oferta y la demanda: un aumento de la oferta de fuerza de trabajo conlleva un descenso de su precio – es decir, de los salarios. La extrema derecha retuerce este razonamiento para culpar a los trabajadores migrantes de los excedentes en la fuerza de trabajo: hay más trabajadores de los necesarios porque los trabajadores migrantes ‘sobran’. Ese desequilibrio provoca un descenso de los salarios y es perjudicial para los trabajadores ‘nativos’, que ven como sus condiciones de vida empeoran.

La inmigración juega un papel en lo que se denomina el ejército de reserva – ese excedente de fuerza de trabajo, de trabajadores disponibles – pero no es la causante directa del mismo. El ejército de reserva existe independientemente de los fenómenos migratorios, porque juega un papel dentro de la lógica del capitalismo: el de mantener la competencia entre los trabajadores que venden su fuerza de trabajo para reducir su coste (presionar a la baja los salarios). Quien piense que eliminando la inmigración, incluso con las más estrictas medidas de control de fronteras, va a acabar con el ejército de reserva y con sus condiciones sobre los salarios no comprende en absoluto la lógica del capitalismo. La competitividad laboral es parte indispensable de la producción capitalista, y la atraviesa en todas sus etapas. No acaba, ni mucho menos, cuando uno tiene empleo. No sólo se compara al trabajador con el parado dispuesto a desempeñar su trabajo por menos dinero – sea migrante o ‘nativo’ – sino también con otros trabajadores de la empresa – eventuales vs fijos – o con otras plantas de la misma empresa – polacos, eslovenos, marroquíes…

¿Cuál es, entonces, la relación entre la inmigración y el ejército de reserva? Es cierto que el trabajador migrante tiene una particularidad como parte de ese ejército de reserva, que no tiene el trabajador ‘nativo’: la irregularidad. Un trabajador en condición irregular es un trabajador más vulnerable, al que no tiene por qué aplicarse la legislación laboral ni la regulación salarial del país porque, al fin y al cabo, oficialmente no está en el país. La relación de poder casi absoluto que se establece entre un patrón y un trabajador irregular es la que permite no sólo que el primero imponga las condiciones que quiera al segundo, por ilegales que sean, sino que, además, el segundo no tenga prácticamente opciones para defenderse. Ya no es sólo que se produzca un fenómeno de competencia entre trabajadores, es que además se produce un fenómeno de competencia desleal. O, en términos anglosajones, de dumping social.

Ahora bien, ¿quién es el principal beneficiario de esta competencia desleal, el principal interesado en mantenerla, e incluso en acrecentarla y endurecerla? El endurecimiento de las leyes migratorias, la creación de cuerpos represivos como el ICE de Estados Unidos, las redadas y persecuciones constantes, en realidad no tienen por objetivo impedir la inmigración, sino situar a los trabajadores migrantes en unas condiciones de ilegalidad absoluta que imposibiliten cualquier respuesta por su parte, acentuando y profundizando ese dumping social. Y, mientras el patrón se enriquece, tanto el trabajador migrante como el ‘nativo’ sufren las consecuencias de la competencia. La regularización, por tanto, es una necesidad social, en la medida en que permite poner límites a la competencia desleal en el mercado laboral, algo que sirve al interés colectivo de todos los trabajadores – ‘nativos’ o migrantes.

El racismo en los tiempos del COVID

A medida que los efectos de la pandemia se vuelven más duros y alcanzan a un mayor porcentaje de la sociedad, las tensiones crecen, y amenazan con dispararse. Para muchas personas que se encontraban ya en una situación límite antes del coronavirus, las cosas se han puesto verdaderamente dramáticas. Las famosas colas del hambre que hemos visto en muchos barrios obreros – algunos de los cuales hoy sufren el apartheid clasista de Ayuso y Aguado – son una muestra perfecta. El esfuerzo colectivo que hemos tenido que hacer no se ha distribuido de forma justa, sino todo lo contrario: han sido los más vulnerables los que, una vez más, han sufrido las peores consecuencias de la pandemia.

No es casualidad. La hegemonía liberal que se ha consolidado en los países occidentales desde los años 90 está cuidadosamente diseñada para canalizar todas las exigencias y obligaciones de arriba hacia abajo, y no al revés. El desprecio y la dejadez con la que la clase dirigente mira al conjunto de las clases trabajadoras se traslada a estas, y es reforzado por la ideología dominante, para laminar y dividir a la mayoría social en categorías que, a su vez, se traten mutuamente con desprecio y dejadez. El descontento y el resentimiento se redirigen internamente hacia quienes integran esas otras categorías, que lejos de parecer compañeros se presentan constantemente como competidores. Aquellos que pertenecen a categorías ‘superiores’ son alentados contra las ‘inferiores’, que amenazan su posición, mientras que entre los que integran esas categorías ‘inferiores’ crecen el rencor y la envidia hacia aquellos que tienen lo que desean. Todas estas dinámicas se vuelven más descarnadas y abiertas cuanto más crítica es la situación.

Esa lógica del último contra el penúltimo ofrece la vía de escape ideal para las inevitables frustraciones y tensiones que provoca un sistema basado en la desigualdad, y es aprovechada por la extrema derecha para, aparentemente, hacer suya la defensa de alguna de estas categorías de la amplia clase trabajadora. Sin embargo, construye esa defensa no en base a la contradicción que enfrenta a una minoría de grandes empresarios y superricos con los trabajadores de cuyo trabajo se benefician, sino reforzando – o incluso creando – las contradicciones existentes entre distintas categorías: alentando la competitividad. El racismo es una de las herramientas de las que se vale para segmentar a las clases trabajadoras, diferenciando entre ‘nativos’ y ‘migrantes’ y alimentando el odio y el enfrentamiento entre unos y otros.

La regularización, en un contexto de crisis económica provocada por la pandemia en el que se han destruido de una u otra forma miles de empleos – aún planea sobre muchos ERTEs la amenaza de convertirse, tarde o temprano, en EREs – puede parecer, a primera vista, una amenaza para los trabajadores. Más oferta de mano de obra para una menor demanda significa, según esta lógica de la competitividad, una presión a la baja de los salarios. Incluso considerando que esa competencia pasara a darse en un plano de igualdad – eliminando el factor desleal que introduce la irregularidad en beneficio de los empresarios que se aprovechan de ella para ahorrarse costes salariales – podría terminar redundando negativamente sobre el conjunto de la clase trabajadora, acentuando la división.

¿Cómo resolver la contradicción, entonces? La regularización es necesaria, es justa, pero no es suficiente. El racismo no se elimina por decreto. Tampoco basta con integrar nominalmente a los trabajadores migrantes en el movimiento obrero, en sus sindicatos y partidos – algo en lo que, además, tenemos mucho trabajo por delante. Combatir el racismo en los tiempos del COVID exige crear un programa común, un proyecto común, que ofrezca un lugar para todos los trabajadores – autóctonos o extranjeros – mediante la redistribución del empleo. Reducir la jornada a 35 horas, y posteriormente a 30, generaría decenas de miles de puestos de trabajo. Reindustrializar el país, recuperar la soberanía productiva, con un tejido económico basado en la cobertura de las necesidades y no en el reparto de dividendos, supone un reto económico tan grande que probablemente nos falten cabezas para resolver el reto y manos para transformar el mundo.

Para la ultraderecha, ninguna de estas opciones están sobre la mesa. Prefieren enfrentar a unos trabajadores con otros, antes que plantear medidas redistributivas – a pesar de que la fortuna de los superricos ha aumentado un 27% desde el inicio de la pandemia. Mientras el mundo sufría aún las consecuencias de la crisis del 2008, sin haber escuchado aún oír hablar del coronavirus, 2189 personas (el 0,0000003% de la población) ganaron 4.200 millones de dólares, hasta acumular 8.9 billones (8.900.000 millones) de dólares. Mientras centenares de miles de personas mueren en mitad de una pandemia, y millones más lo pierden todo, esas mismas 2189 personas han llegado a acumular 10.2 billones de dólares – aunque, eso sí, donaron unos 7.200 millones en ayudas contra el COVID… el 0,0007% de sus fortunas4. Pero, para la ultraderecha, el problema son los trabajadores migrantes. Porque, por mucho que pretendan defender a un determinado sector de la clase obrera, sólo lo hacen en la medida en que pueden emplear a esos trabajadores como escudo para los superricos.

La regularización es del interés común de la clase obrera: la Reducción Colectiva del Tiempo de Trabajo y la creación de un sector productivo público también lo son. Unas conquistas estarían incompletas sin las otras. Luchar juntos y juntas para conseguirlas es la mejor vacuna no sólo contra el coronavirus, sino también contra el racismo.

Notas

  1. Hasta qué punto ese salto es casual, o es fruto de un modelo de desarrollo descontrolado que constituye un factor de riesgo para la aparición de pandemias de este tipo, es otra cuestión, abordada, entre otros, por Michael Roberts en su artículo ¿Es el virus el que ha provocado la crisis?,
  2. La regularización tampoco resuelve, per se, el problema de las condiciones laborales. Los trabajadores de Correos, que son todos ciudadanos españoles, han sido el segundo colectivo con mayor incidencia de la enfermedad, sólo por detrás de los sanitarios, precisamente porque se ha repetido el esquema de falta de medidas de prevención, escasez de EPIs, entornos de trabajo en los que era imposible respetar la distancia social… Lo que si permite la regularización, al menos, es eliminar trabas para que los trabajadores migrantes puedan organizarse para denunciar y cambiar esas condiciones laborales, algo que mientras estén en situación irregular resulta mucho más complicado porque concede al empresario un gran poder sobre ellos.
  3. Esta cita del periodista científico Ed Yong es el subtítulo del ensayo de reciente publicación ‘Epidemiocracia’, en el que se analiza la dimensión social de la pandemia, y que es recomendable leer.
  4. Billionaires’ wealth rises to $10.2 trillion amid Covid crisis, The Guardian, 7 Oct 2020

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