La noticia de la suspensión del acta de diputado de Jeremy Corbyn cierra – al menos por ahora – una etapa para el movimiento socialista británico. El veterano dirigente laborista sigue la estela de Bernie Sanders, y parece que tanto en Estados Unidos como en Reino Unido la izquierda socialista ha perdido este asalto. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Y, lo que es más importante, ¿cómo podemos prepararnos para el siguiente?
Cuando Keir Starmer, el actual líder del Partido Laborista, ganó las primarias para suceder a Jeremy Corbyn, lo hizo con una plataforma plagada de guiños al ala izquierda de la organización. A pesar de competir con una candidata abiertamente corbynista como Rebecca Long-Bailey, Starmer parecía una figura de consenso que, si bien era crítica con la dirección anterior, también reconocía y asumía muchos de sus postulados. ‘Mi promesa para vosotros’, decía en su campaña durante las primarias, ‘es que mantendré nuestros valores radicales’.
La presentación de su programa en aquellas primarias se iniciaba ‘asumiendo el compromiso moral con el socialismo’, un compromiso que le llevaba a defender, entre otras posturas, la renacionalización de los ferrocarriles, el servicio postal, y los suministros de agua y electricidad; o la abolición de la Cámara de los Lores, y su sustitución por una nueva cámara en la que estuviera representadas las regiones y nacionalidades históricas del Reino Unido.
Seis meses después de aquellas promesas que le llevaron a liderar el Partido Laborista, Starmer ha concluido la revancha que el ala derecha de la organización ha desatado contra los socialistas desde antes, incluso, de la renuncia de Corbyn. Los corbynistas han sido apartados de los puestos directivos, empujados a una segunda o tercera línea, y sometidos a campañas de acoso destinadas a someterles o expulsarles. Desde su rival en las primarias, Rebecca Long-Bailey, hasta el propio Corbyn, Starmer y la nueva dirección han arrinconado y atacado al ala izquierda del Partido con toda la fuerza.
Cómo afronten este nuevo reto los socialistas británicos es algo que aún está por ver. Mientras algunos aseguran que es necesario resistir y evitar que Starmer y los derechistas se hagan con el control total del Partido, otros dan por terminada el periodo corbynista y se plantean la posibilidad de abrir una nueva vía. Sea cual sea el camino que finalmente tomen, su experiencia será de utilidad para el conjunto de los militantes socialistas en el resto del mundo.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
La primera pregunta cuando se evalúa la experiencia corbynista es casi inevitable. La elección de Jeremy Corbyn, allá por el 2015, significó una explosión para el Partido Laborista, que vio como su militancia aumentaba exponencialmente. Jóvenes y trabajadores se incorporaban a una organización hasta entonces en declive que, de pronto, volvía a vibrar con ilusión y entusiasmo. Los resultados electorales, a pesar de que no llegaron a convertirse en una victoria, mejoraron ostensiblemente. Una nueva generación de líderes, jóvenes y ambiciosos, se abría paso entre las filas del Partido, coordinándose a través de organizaciones de base como Momentum que conseguían conectar con sectores de la población a los que el laborismo blairista había abandonado. En mitad de la orgía nacionalista del Brexit, el Partido Laborista conseguía – no sin esfuerzo – introducir medidas y propuestas valientes que ofrecían soluciones para los grandes retos sociales: el cambio climático, la desigualdad, el poder descontrolado de los mercados…
Pero el blairismo no iba a desaparecer de la noche a la mañana. Por mucho que las bases se renovaran, que entrara aire fresco y hablar de socialismo y de políticas socialistas volviera a estar en la orden del día, en el aparato pervivían aún muchos liberales que hicieron del Partido Laborista su hogar durante la etapa de Blair y que no estaban dispuestos a renunciar a aquella ‘tercera vía’ que les había dado poder y sillones. Los primeros intentos de sabotaje no tardaron en aparecer. A la presión y las amenazas externas – un general retirado llegó a amenazar con un motín en caso de que un gobierno laborista cumpliera con las promesas de Corbyn, mientras la prensa lanzaba una campaña de acoso y derribo repleta de mentiras1 – se sumaron las maniobras internas para sabotear a la nueva dirección del Partido, llegando incluso a intentar forzar su dimisión.
Burócratas como Hilary Benn – ministro en los gobiernos de Blair y miembro de compromiso del ‘Gabinete en la sombra’ de Corbyn – o Tom Watson – implicado también en los gobiernos de Blair, partidario de la guerra de Iraq, y relacionado con grupos pro-israelíes – desafiaron al nuevo líder en relación a la participación en la guerra de Siria, y poco después maniobraron para intentar forzar la dimisión de Corbyn, llegando incluso a impulsar un voto de no confianza a través de Margaret Hodge y Anne Coffey – dos blairistas de la vieja guardia, con responsabilidades en los gobiernos de la ‘tercera vía’.
A pesar de que Corbyn superó aquel voto de no confianza y un nuevo proceso de primarias en 2016 – tan sólo un año después de su histórica victoria con un margen de ventaja nunca antes conseguido – el sabotaje interno no cesó. Corbyn y el Partido Laborista lo tenían todo a favor en las elecciones de 2017, y las posibilidades de que los conservadores perdieran su mayoría eran muy reales. Sin embargo, a pesar del gran resultado – un aumento de más de diez puntos porcentuales y más de treinta escaños – los tories mantuvieron el poder.
Hoy sabemos, gracias a un informe filtrado, que funcionarios y altos cargos del aparato del Partido sabotearon deliberadamente aquellas elecciones, que los laboristas perdieron por menos de 2500 votos. Estos blairistas infiltrados bloquearon deliberadamente el acceso de los militantes y activistas a información clave, mientras desviaban fondos de campaña hacia las circunscripciones con candidatos derechistas en una estrategia destinada abiertamente a impedir que se ganaran las elecciones. Estas maniobras, evidentemente, se produjeron a espaldas de Corbyn y su equipo, y en contra del esfuerzo y el trabajo de miles de militantes.
Tras aquellas elecciones fallidas, los acontecimientos se sucedieron con rapidez. La incapacidad de Theresa May para resolver definitivamente el Brexit llevó a unas nuevas elecciones en 2019, en las que la salida de la Unión Europea terminó por eclipsar por completo todos los demás problemas y cuestiones, lastrando al Partido Laborista y provocando el peor resultado desde los años 30, que llevó, finalmente, a la dimisión de Corbyn y a un proceso de primarias en el que el ala derechista recuperó el control oficial de una organización que, como demuestran los hechos, habían seguido controlando desde la sombra. Para los blairistas del aparato, las elecciones de 2017 y 2019 no tenían nada que ver con ganar y acabar con un gobierno tory cuyas políticas han causado gravísimos daños a la mayoría social trabajadora, sino con recuperar el control de su partido. Nunca les ha importado lo más mínimo esa mayoría social, sino sus votos. Cuando tienen la ocasión, no sólo no aprueban políticas en favor de los intereses de esa mayoría social – es más, las critican y atacan abiertamente, y llegan a combatirlas activamente.
Esa es la gran tragedia de la izquierda europea: que permanece secuestrada por liberales que sólo apelan a la clase trabajadora cuando las urnas están calientes. Y al final, cuando los trabajadores se quedan en casa el día de las elecciones, los liberales se llevan las manos a la cabeza: cuanto mayor es el desapego de los trabajadores hacia los liberales que se han hecho con el control de la izquierda, más aumenta el rencor y el desprecio de éstos hacia su supuesto electorado. La brecha se hace cada vez más grande, y el Partido de la Resignación aumenta, convocatoria tras convocatoria, sus resultados. La derecha, en cambio, conecta con sus bases, las moviliza, las activa, y gana elecciones y conquista espacios, y las consecuencias no se hacen esperar: aumenta la desigualdad, proliferan los nacionalismos, y se pierden derechos y un tiempo que no tenemos.
¿Amigo o enemigo?
Una dinámica similar a la vista en el Reino Unido se ha reproducido también en el otro paradigma de la lucha de líneas entre el socialismo y el liberalismo: Estados Unidos. Candidatos progresistas, como Sanders, se enfrentan a un aparato demócrata que no los quiere, que no los considera como activos propios, sino como amenazas, como rivales, casi en la misma magnitud que a los republicanos.
Las maniobras de todo tipo se repiten, como vimos en los caucus de Iowa al inicio de las primarias, o como demuestra la candidatura de Elizabeth Warren, cuya campaña – prolongada inútilmente hasta el Super Martes – parecía más interesada en defender por qué Sanders no debía ser candidato que en conseguir la nominación de la senadora de Massachusetts. La nominación de un candidato tan débil como Joe Biden – lastrado por un historial de colaboración con los republicanos, representante arquetípico del establishment y, por si fuera poco, bajo serias sospechas de demencia senil – por parte de los demócratas sólo se explica en clave interna: no se trataba tanto de ganar las elecciones a Trump, como de mantener el control del partido. ¿Cuatro años más de Trump, y la posibilidad de hacer ‘borrón y cuenta nueva’ cuando no pueda presentarse a la reelección, o perder su espacio político, su poder y su estatus?
Los burócratas y miembros del aparato demócrata, igual que los blairistas británicos, sufren las consecuencias de los gobiernos conservadores o reaccionarios de una forma mucho menos dramática y directa que la mayoría social trabajadora, y por eso pueden permitirse hacer apuestas así. Lamentablemente, no juegan solos: cada cuatro años de gobiernos conservadores, especialmente bajo la dirección de elementos como Trump o Boris Johnson, dejan una factura social difícil de pagar. ¿Es posible, en esas condiciones, plantearnos una ‘coalición’ con los liberales? Parece poco sensato. A la vista está, considerando los casos británico y estadounidense, que son los propios liberales los que no están dispuestos a esa coalición, los que a la hora de trazar la raya prefieren tener de su lado a los conservadores antes que a los socialistas.
Y, sin embargo, socialistas y liberales compartimos un incómodo espacio – la ‘izquierda’ – en constante conflicto. Porque no se trata únicamente de individuos: aunque Corbyn se libró de un gran número de cuadros blairistas tras el conflicto de 2016, aún quedaban muchos de ellos en posiciones de poder tan estratégicas que era cuanto menos difícil eliminarles, y que, al mismo tiempo, les permitieron sabotear activamente la campaña de 2017. El problema de fondo es mucho más profundo: es la disputa por la hegemonía. La lucha ideológica. El poder que ostenta el liberalismo en la izquierda no se debe únicamente a su control de posiciones estratégicas, tanto en espacios políticos, como sindicales, como intelectuales, sino a la capacidad que esos espacios les dan para reproducir su ideología, para convertirla en la ideología dominante dentro de la izquierda. Tanto es así que, incluso con un movimiento de masas como el que han conseguido activar Sanders o Corbyn, no han tenido la posibilidad de sustituir a estos elementos liberales.
¿Por qué ha sucedido esto? Porque, al final, estos movimientos de raíz reformista consideran en mayor o menor medida que es viable un camino al socialismo con la connivencia – o, al menos, la inacción – de un cierto sector de la clase dominante. Consideran que enfrentándose únicamente a las capas más recalcitrantes, más reaccionarias, de esa clase dominante, pueden ganarse a unos elementos hipotéticamente más progresistas, menos beligerantes – o conseguir, al menos, que no se opongan activamente.
La experiencia nos demuestra, una vez más, que esto no es así. Aunque existan contradicciones internas entre sectores de la clase dominante, éstas no son antagónicas y, por tanto, sólo son principales en la medida en que las contradicciones antagónicas aún se encuentran en una fase embrionaria, gestándose, sin haberse manifestado en su totalidad. Pero, una vez que estas contradicciones estallan, una vez que se hace evidente la contradicción entre capital y trabajo, entre capitalismo y socialismo, la clase dominante cierra filas y sus contradicciones internas pasan a un segundo plano. Estos distintos sectores son rivales entre sí, pero ambos tienen en común su enemistad con la clase trabajadora.
De este modo, un proyecto socialista que no confronte abiertamente con el liberalismo, que no desarrolle una lucha de líneas en el seno de la izquierda para expulsar a los sectores de la clase dominante que actualmente se ubican en ella, terminará enfrentándose tarde o temprano a maniobras como las que han sufrido Sanders y Corbyn, que dificultarán en gran medida la evolución del proyecto – poniendo incluso en riesgo su supervivencia, cuando no acabando con él directamente.
¿Reforma o revolución en el seno de la izquierda?
Teniendo clara, por tanto, la necesidad ineludible de librar una lucha de líneas dentro de la propia izquierda, aún queda por responder la pregunta sobre cómo hacerlo. ¿Es factible tomar, ‘por asalto’, los viejos partidos de la izquierda, como el Partido Laborista o el Partido Demócrata2? ¿O deben los socialistas, por el contrario, crear sus propias organizaciones? Este es un debate recurrente tanto entre los socialistas americanos como británicos, especialmente con el giro derechista de Starmer. Por ahora, tanto los sanderistas como los corbynistas parecen optar por la primera opción. Los partidos tradicionales de la izquierda cuentan con enormes maquinarias, gran implantación, y en sistemas electorales como los anglosajones, son prácticamente la única posibilidad resultar electo. Sin embargo, haciendo un balance de estas experiencias, el futuro parece poco halagüeño.
En el caso británico, el proceso se inicia en 2015 con lo que parece una gran victoria por parte de Corbyn – su elección como Líder del Partido Laborista y, en consecuencia, su aparente control del mismo. No obstante, la reacción interna no se hace esperar: es dura, es directa, y es casi inmediata. Lastra desde el primer momento las posibilidades del proyecto corbynista e imposibilita que éste se desarrolle plenamente. Ni el entusiasmo ni la movilización de masas – eso sí, más espontáneos y bulliciosos que planificados y organizados – son capaces de vencer las resistencias reaccionarias, bien asentadas y con el control de resortes estratégicos del poder. Finalmente, tras una larga guerra de desgaste, Corbyn cae y se desata la represión contra sus partidarios.
En el caso americano, el proceso se inicia algo más tarde, en 2016, y ni siquiera consigue una gran victoria. La primera campaña de Sanders es histórica y genera un terremoto en la izquierda americana, pero finalmente es incapaz de conseguir la nominación, y es Trump quien termina ganando las elecciones presidenciales. La campaña de 2020, que parece partir con todo a favor – el impulso de 2016, la ausencia de candidatos contundentes del establishment, la polarización provocada por el trumpismo – sufre una derrota similar a manos del sabotaje y la guerra de desgaste que libra bajo cuerda el aparato demócrata. Entre medias, un buen número de candidatos progresistas consiguieron vencer primarias de menor nivel a candidatos del establishment, e incluso han conseguido revalidar esas victorias en primarias posteriores a pesar de enfrentarse a candidatos más preparados y con mayor financiación. Este es el caso, por ejemplo, de Alexandria Ocasio Cortez, Ilhan Omar, o Rashida Tlaib.
La primera diferencia entre ambos casos es que, mientras en el caso británico la derrota ha supuesto un golpe crítico para el movimiento socialista – que ha acabado con Corbyn fuera del Parlamento, ‘expulsado’ de la política, y con muchos de sus partidarios y aliados corriendo una suerte similar – en el caso americano los socialistas han conseguido soportar la reacción, manteniendo muchas de las posiciones ganadas. ¿Qué ha ocurrido en Estados Unidos, que no ha ocurrido en Reino Unido? Mientras que los socialistas británicos han librado la totalidad de la batalla en el seno del Partido Laborista – aunque hayan tenido una cierta organización como corriente a través de Momentum – los socialistas americanos han conservado un buen grado de autonomía. Partidos como los Socialistas Democráticos de América o el Partido de las Familias Trabajadoras, sindicatos como The Union for Everyone, redes de apoyo mutuo como Food Not Bombs o la Asociación Socialista del Rifle, movimientos juveniles como The Sunrise Movement… están construyendo una organización extensa en la que participan miles de personas, mucho más allá de los procesos electorales.
Lo que nos lleva, de nuevo, a la cuestión de la hegemonía, y a su estrecha relación con la organización. La hegemonía no depende exclusivamente del discurso, sino también de la acción, de la capacidad de convertir ese discurso en hechos. De cambiar, en definitiva, las cosas. Del mismo modo, la hegemonía no se replica por sí misma, sino a través de la organización, del trabajo de cientos o miles de personas, ya sea por convicción – como las organizaciones sindicales y políticas – o por profesión – como los medios de comunicación. Sin esas herramientas, es difícil, cuando no imposible, construir hegemonía. Y, al mismo tiempo, esas herramientas son necesarias para construir hegemonía.
De esta relación dialéctica se desprende además la necesidad de que la ideología que aspira a ser hegemónica y la organización que va a convertirla en hegemónica sean coherentes y puedan realimentarse. Para ello, ambas deben desarrollarse paralelamente: una organización ‘externa’ a la ideología difícilmente podrá ponerse al servicio de ésta, y una ideología ‘externa’ a la organización chocará constantemente con ella. Los socialistas americanos se encuentran inmersos en un proceso de esas características; los socialistas británicos, en cambio, intentaron conseguir primero una y luego la otra, y han acabado perdiendo ambas.
La reforma de los viejos partidos no es una opción. Lo nuevo surge de lo viejo, pero no se construye sobre ello sino sobre sus restos: la cría de pájaro se desarrolla en el huevo, pero, una vez que ya está preparada, destruye la cáscara y se abre paso en una forma completamente diferente. Del mismo modo, los socialistas debemos desarrollarnos en la izquierda, pero, una vez que estamos preparados, es necesario que esa izquierda existente, esa izquierda vieja, desarrollada en el capitalismo, desaparezca y sea superada por el socialismo.
Un balance y algunas lecciones del socialismo anglosajón
Cuando Corbyn y Sanders se hicieron un hueco en primera línea, la ilusión que desprendían sus proyectos era contagiosa. Por primera vez en más de veinte años, se volvía a hablar de socialismo. Jóvenes y mayores, hombres y mujeres, personas de todas las razas, intelectuales y trabajadores… Miles de mentes y manos estaban trabajando, otra vez, para construir un mundo diferente, una alternativa a un capitalismo cuya crisis permanente se hace cada vez más insostenible. Y eso, para una generación que se ha criado escuchando que el socialismo ‘era cosa del pasado’, y que esta existencia de ansiedad, desasosiego y crisis era ‘el mejor de los mundos posibles’, ha sido un fenómeno galvanizante.
Más allá del desarrollo político que finalmente hayan tenido sus proyectos, y del grado en que ese entusiasmo haya podido nublar determinados análisis, no deja de ser digna esa capacidad de volver a conectar un programa y una visión socialista del mundo con las esperanzas y aspiraciones de importantes sectores de la población, un logro que tanto Sanders como Corbyn tienen todo el derecho de anotarse. Ahora bien, no es menos cierto que de ilusión no se come. El reto pendiente que debemos afrontar los socialistas ahora es como convertir esa chispa en un incendio, como transformar el entusiasmo en organización y la organización en fuerza para impulsar un programa de cambio.
En ese sentido, la experiencia americana parece más productiva que la británica. Una organización revolucionaria requiere un movimiento revolucionario de masas que la acompañe. Ambos elementos han de desarrollarse en paralelo: la organización revolucionaria se irá construyendo a medida que politice a las masas, que las haga no sólo partidarias sino también partícipes de su línea, de su discurso y de su programa, convirtiéndola poco a poco en hegemónica, desarrollando durante esta gestación el pico que sea capaz de romper la cáscara. A su vez, las masas tienen que participar en el desarrollo de esa línea, en su depuración y perfeccionamiento. Los revolucionarios no somos evangelistas que llegamos a los espacios sociales con la verdad. Todo lo que llevamos son análisis y, en base a esos análisis, propuestas. Pero los análisis pueden ser erróneos, y las propuestas pueden estar equivocadas: son las masas quienes tienen el criterio de la verdad, quienes asumirán aquellos análisis y propuestas que reflejen realmente sus problemas y den respuesta a sus necesidades y anhelos.
Como el embrión, la organización revolucionaria necesitará un huevo en el que desarrollarse. Ya sea electoralmente, a través de colaboraciones puntuales con organizaciones reformistas – siempre que se respete la autonomía política de los socialistas, y se trabaje en base a acuerdos programáticos de mínimos – que permitan o bien implementar determinados aspectos de nuestro programa, o bien, incluso elegir a candidatos socialistas3; o en otros ámbitos, como el sindicalismo o la academia, esa organización revolucionaria necesitara un sustento sobre el que crecer. El que espere que ese primer socialismo incipiente tenga plumas es que no ha comprendido nada de la dialéctica.
Los socialistas americanos tienen todavía un largo e interesante camino por delante, cuyo desarrollo dependerá en gran medida de los efectos y la dirección que tome la presidencia de Biden, que a estas alturas parece confirmada. Los socialistas británicos, en cambio, se enfrentan a un período de incertidumbre, que volverá a exigir audacia e inteligencia para resolverlo: cómo lo hagan, es algo que les corresponde a ellos aclarar. Momentum, como base organizativa, y Tribune, como revista política, son un buen punto de partida, aunque ambas parecen apostar por seguir disputando el Partido Laborista. Por otro lado, ya existen tímidas tentativas de crear una organización socialista independiente, como el Partido de los Trabajadores (Worker’s Party) que, por ahora, parecen demasiado ancladas en fórmulas tradicionales como para sobrepasar el marco actual.
En España, por nuestra parte, la situación tiene tantas similitudes como diferencias. Nuestro sistema electoral facilita la pluralidad política, por lo que no tendríamos que afrontar la posibilidad de tener que disputar la dirección del partido mayoritario de la izquierda – el PSOE. O, al menos, no por obligación táctica. Pero eso tampoco quiere decir que contemos con una organización socialista alternativa.
El espacio de Unidas Podemos, aunque está lejos – que no exento – del entorno liberal, sufre una compleja confusión ideológica. El formato de organización líquida y la estrategia de ataque relámpago aprovechando un momento populista – ya extinto – ha provocado esa neblina indefinida en la que se mueven gran parte de sus integrantes. Sin embargo, nunca existe un vacío ideológico – todo espacio que no se dispute es ocupado rápida y cómodamente por la ideología dominante. Es posible, por tanto, que a medida que la lucha ideológica se agudice, esa ideología dominante se manifieste, y sectores que parecían lejanos al liberalismo terminen compartiendo discurso y programa con él. Por el momento, su posición de referencialidad – derivada de la concepción electoralista que, nos guste o no, domina por ahora la política española y europea – parece convertirlo en el huevo en el que se gestará el nuevo socialismo.
Notas
- Según un estudio de la London School of Economics, el 75% de las noticias referentes a Corbyn o bien falseaban o bien representaban de forma distorsionada y errónea sus posiciones.
- Aunque considerar al Partido Demócrata como una organización de izquierdas es, cuanto menos, sospechoso, no deja de ser el espacio progresista de referencia en el contexto americano actual, que muchos candidatos de izquierdas – algunos incluso socialistas – están utilizando como plataforma.
- El primer diputado obrero español, el fundador del PSOE Pablo Iglesias, fue elegido diputado como parte de una coalición (la Conjunción Republicano-Socialista) que incluía, además de los socialistas, a organizaciones del republicanismo burgués.