La guerra interna ha jugado un papel importante dentro de la lucha de líneas que se libra en la izquierda anglosajona entre el socialismo y el liberalismo. Los liberales, que por ahora mantienen de forma más o menos clara la hegemonía ideológica, controlan posiciones estratégicas en las organizaciones políticas y sindicales y en los espacios institucionales, desde las cuales han podido lanzar una contraofensiva para detener e incluso revertir algunas conquistas que los socialistas hemos ganado en los últimos años. En este tiempo, se ha librado una lucha de líneas por el control del espacio político y sociológico identificado con ‘la izquierda’.
Pero, mientras los socialistas intentábamos recuperar ese espacio para construir un bloque social capaz de disputar el poder a los sectores más reaccionarios de la oligarquía, los liberales han concentrado todos sus esfuerzos en defender sus posiciones e impedir las victorias del socialismo… aún cuando ello supusiera la victoria de esos mismos sectores. La derrota electoral del laborismo en 2017, en medio de un sabotaje interno a gran escala, o la carrera presidencial americana de 2020, con un candidato tan débil como Joe Biden que ha estado a punto de perder frente a Donald Trump, así lo demuestran. La guerra que el sector liberal de la oligarquía, hoy dominante en gran parte de la izquierda, mantiene con el sector reaccionario pasa a un segundo plano frente a la amenaza del socialismo.
Sin embargo, reducirlo todo a una cuestión de ajustes de cuentas y traiciones – o, al menos, separar esa dinámica de una lógica política de fondo – omitiría una parte importante de la realidad. Aunque los liberales hayan recurrido a todo tipo de tretas para frenar o contener el auge del discurso y las propuestas socialistas, no sólo han recurrido a esa vía. En la superficie, a la vista de todos, la batalla se ha librado alrededor de la cuestión de la elegibilidad.

¿Puede una organización o un candidato socialista ganar unas elecciones? ¿Puede sumar una mayoría para impulsar un programa de cambio radical? Y, sí es así, ¿cómo hacerlo? Todas estas son preguntas de actualidad en la izquierda. Tras las experiencias de Corbyn y Sanders, la cuestión de la elegibilidad se ha convertido en clave para los socialistas. Ha sido el arma principal empleada por el sector liberal de la izquierda, el motivo por el que Sanders fue derrotado por Joe Biden en las primarias, y ha influido decisivamente en el final abrupto de la etapa corbynista en la izquierda británica.
La cuestión de la elegibilidad: mucho más que ganar unas elecciones
Lo primero que merece la pena plantear en relación a la cuestión de la elegibilidad es su relación con la toma del poder. Es posible caer en la tentación de descartar la cuestión de la elegibilidad como un problema menor, o secundario – o, incluso, como un problema en sí mismo – porque los socialistas, en última instancia, somos conscientes de las limitaciones que la vía electoral presenta. Nuestra posibilidad – o incapacidad – de ganar unas elecciones sería por tanto irrelevante, en tanto en cuanto nuestra victoria debe llegar por otra vía – la construcción de un nuevo poder, una forma más extensa y organizada de democracia, practicada y construida de forma cotidiana por las masas, que desborde la deficitaria democracia liberal y sus marcos legales y burocráticos al servicio de la clase dominante.
Esta es una concepción errónea del problema de la elegibilidad. Supone tomar la parte por el todo. Considerar que la forma concreta de la elegibilidad en este momento de la lucha de clases es su forma universal y, en consecuencia, rechazarla. Pero la cuestión de la elegibilidad no remite únicamente al problema electoral. Lo que refleja es la capacidad para tomar el poder, para sumar una mayoría y construir una fuerza social lo suficientemente organizada y capaz como para enfrentarse a quienes lo ejercen hoy en día y vencer. Que hoy la elegibilidad se exprese de forma casi universal en los países occidentales por la vía electoral no es más que un reflejo del estado de la lucha de clases.
Pero la elegibilidad no consiste sólo en ganar elecciones: ganar las elecciones no es más que la vía que las masas ven viable, actualmente, para tomar el poder. La cuestión de la elegibilidad, por tanto, no remite tanto a la capacidad de ganar elecciones, sino a la confianza en la propia toma del poder. Y es, en consecuencia, un problema clave para los socialistas. Nosotros somos conscientes de que la vía electoral hacia la toma del poder está repleta de dificultades y obstáculos mucho más complejos y difíciles que movilizar únicamente a una mayoría cuantitativa en un proceso electoral – tarea que, no obstante, es suficientemente compleja por sí misma. Las masas, en cambio, consideran la vía electoral como la única factible. Pero los socialistas no podemos limitarnos a renegar de las elecciones, porque hacerlo supone decirle a las masas que no hay un camino hacia la toma del poder. Debemos organizarnos, en consecuencia, para ganar unas elecciones, pero no porque creamos que es posible impulsar así nuestro programa ni llevar a cabo el cambio que consideramos necesario, sino porque es necesario que las masas se organicen para tomar el poder. Es necesario dar comienzo a ese proceso, y hoy por hoy, la vía electoral es la única que permite hacerlo.
«ganar las elecciones no es más que la vía que las masas ven viable, actualmente, para tomar el poder»
¿Quiere eso decir que sólo nos organicemos para ganar unas elecciones? De ninguna manera. Pero al organizarnos para ganar unas elecciones empezamos a organizarnos para tomar el poder. Situamos la necesidad de tomar el poder, lo convertimos en un objetivo, y ponemos en marcha las fuerzas que podrán conseguirlo. Por supuesto, esto no quiere decir que el salto de conciencia sea automático. No significa que las masas vayan a entender de forma lógica las limitaciones de la vía electoral, y a interiorizar las posibles alternativas para la toma del poder. Lo que significa es que, al menos, van a problematizar esa cuestión. Van a preguntarse cómo y por qué es necesario tomar el poder, y entonces corresponderá encontrar respuestas a esas preguntas. Ese sería un importante avance de la lucha de clases. La cuestión de la elegibilidad, por tanto, se encuentra en la raíz de la inoperancia y limitación de los socialistas. Allí donde se ha abordado, donde se han problematizado esta cuestión – Reino Unido o Estados Unidos – el socialismo ha avanzado.
La elegibilidad como una disputa ideológica
Sanders tuvo que enfrentarse en repetidas ocasiones a acusaciones por parte del ala derecha de los demócratas que se centraban casi exclusivamente en este criterio. Hoy, con el recuento de votos aún en marcha en Estados Unidos, ya han sido varias las voces de la derecha demócrata que se han manifestado en contra de la ‘deriva izquierdista’ del partido, acusando a Sanders y a sus partidarios de haber costado muchas carreras al Senado o a la Cámara de Representantes e, incluso, de haber puesto en riesgo la propia elección presidencial. El golpe de gracia para Corbyn fue, al final, su estrepitosa derrota en las elecciones de 2019. El problema de la elegibilidad gira fundamentalmente en torno a la cuestión de la toma del poder, y, en consecuencia, está estrechamente relacionado con la capacidad de poner en marcha un programa, de aplicar unas medidas. El debate en estos casos no se ha centrado tanto – o, al menos, no exclusivamente – en las propias medidas, sino en cómo aplicarlas.
Cuando miles de personas se comprometen con campañas socialistas, cuando interiorizan y hacen suyos los programas y propuestas que defienden, los liberales saben que es poco inteligente desecharlos sin más como ‘utópicos’ o ‘irracionales’. Hacerlo supondría dibujar claramente una raya y situarse del otro lado, y una demarcación de campos tan clara facilitaría enormemente el trabajo de los socialistas. Una vez la propuesta ha conseguido un apoyo entusiasta o al menos connivente por parte de una determinada población, enfrentarse abiertamente a esa propuesta supone situarse en frente de sus partidarios. Por eso, los liberales adaptan su estrategia y pasan de una guerra de maniobras a una guerra de posiciones: llegados a ese punto, la disputa no se sitúa en torno a la viabilidad del programa, sino en torno al camino para hacerlo real. Y ahí es donde entra en juego la cuestión de la elegibilidad.
Cuando el debate se produce en términos de elegibilidad, el trasfondo ideológico pasa a un segundo plano. Tanto Starmer como Biden, representantes del liberalismo en la izquierda, han evitado centrar su batalla con el socialismo en el programa, y lo han hecho, en cambio, en la posibilidad de ganar las elecciones, de resultar elegido, precisamente para poner en marcha algunas de esas propuestas. Su mensaje es claro: yo no comparto este programa, pero puedo ganar las elecciones y estoy dispuesto a llegar a acuerdos. Estudiaremos vuestras propuestas y si son viables las aprobaremos. Elegid: vuestro candidato, vuestro programa y vuestra derrota, o un candidato de consenso, un programa pactado, y una posible victoria.

Este es, evidentemente, un falso dilema, pero encierra, en el fondo, un elemento de realidad: que la victoria de un candidato socialista es hoy en día, y dado el nivel de desarrollo de nuestras redes organizativas, significativamente más compleja que la de un candidato más moderado, más centrado. Y esa apuesta, cuando enfrente se encuentran personajes como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Boris Johnson, parece bastante poco atractiva fuera de los círculos militantes más comprometidos. La elección del candidato de consenso – el mal menor – resulta entonces una opción asequible para una gran mayoría, incluso cuando comparten el programa y el discurso del socialismo.
El problema es que, una vez terminado el proceso electoral, las promesas se diluyen y los acuerdos se olvidan, y los socialistas nos convertimos en incómodas cargas dentro de esas ‘coaliciones amplias’ de las que el ala derecha necesita librarse. Agotada la efervescencia, desactivados los movimientos de base, suavizado el flujo de masas por la victoria electoral, nuestro músculo se debilita y el peso del poder puede llegar a aplastarnos. Los cambios que habíamos prometido, las medidas que iban a aprobarse, suelen ser olvidadas o aprobarse en su versión más descafeinada. Y, en consecuencia, se genera una reacción de pesimismo y desasosiego entre los militantes y activistas que han dedicado tanto tiempo y sacrificado tanto. También hay una reacción entre las masas, en forma de desilusión por el cambio que esperaban y que no llega. En el primer caso, puede llevar al derrotismo e incluso a la frustración y consiguiente abandono. En el segundo, puede llevar a la pérdida de credibilidad y a una cierta sensación de traición que o bien lleva a la desmovilización o bien puede, incluso, generar un efecto rebote y provocar un trasvase hacia el campo de la reacción.
¿Pero por qué los socialistas no somos elegibles? Normalmente, se suele descartar la posibilidad de que un candidato socialista gane porque su programa, aparentemente, está lejos de lo que la gente demanda. Esta es una mentira descarada. Las encuestas muestran de forma sistemática y creciente un apoyo considerable, en algunos casos incluso transversal y de consenso, a muchas ideas socialistas. El capitalismo cada vez está más desacreditado – sólo el 45% de los americanos lo considera positivo, habiéndose desplomado ese porcentaje desde el 68% que marcaba en 2010 –, mientras que la popularidad del socialismo crece, especialmente entre la gente joven.
En lo concreto, el caso de Medicare For All – la propuesta de sanidad pública americana – es revelador, con encuestas que muestran tasas de apoyo de entre el 60 y 70%. En términos generales, la crisis desatada por la pandemia ha constatado el fracaso del modelo neoliberal y ha dejado clara la necesidad de una mayor participación e influencia del Estado en la economía. El cambio climático, por su parte, es considerado un peligro por porcentajes ampliamente mayoritarios de la población, llegando al 90%, y cada vez es más evidente que serán necesarias medidas de choque para frenarlo al tiempo que se garantiza la justicia social de la transición ecológica. Y, sin embargo, los candidatos y organizaciones socialistas siguen enfrentándose al problema de elegibilidad. ¿Cómo es posible que un candidato que parece sintonizar con la inmensa mayoría de la población sea desechado por no ser elegible?
La raíz del problema es la disputa ideológica, que hace tiempo que libramos de forma deficiente – o, incluso, ni siquiera libramos. Existe una tendencia en cierta parte del socialismo de caer en un reduccionismo material, de reducir de forma grosera la contradicción capital-trabajo a una cuestión sencilla y evidente de desigualdad económica. Bastaría, por tanto, con un programa que atajase las manifestaciones de esa desigualdad económica para movilizar y activar las fuerzas sociales que serían beneficiarias del mismo.
Sin embargo, la realidad es mucho más compleja. Las contradicciones no definen unívocamente a las personas. Las manifestaciones concretas de la contradicción suelen ser más difíciles de resolver de lo que pensamos: lo que la gente busca, en resumidas cuentas, es prosperar, progresar, mejorar. Y el socialismo hoy en día no presenta un gran relato, un plan de futuro, un modelo de sociedad alternativa. ¿Puede un socialista, defensor de la educación pública, llevar a sus hijos a un colegio privado, si éste ofrece oportunidades significativamente mejores para ellos? Si tiene a un familiar gravemente enfermo, ¿puede buscar una opción privada que ofrezca más garantías de supervivencia? ¿Es justo que un Comité de Empresa firme un acuerdo que salve el culo de la mayoría de la plantilla, aún cuando suponga el cierre de la fábrica y la desolación económica de la región, dejando el futuro de los más jóvenes en peligro? La realidad de la desigualdad es que muchas veces obliga a quienes la sufren a tomar decisiones individuales complejas y llenas de matices. Y es en esas decisiones cotidianas, pequeñas, donde se libra una buena parte de la disputa ideológica. Sin una forma alternativa de entender el mundo, de justificar y explicar las decisiones, es inevitable que las decisiones que se terminen tomando tengan inevitablemente la impronta del capitalismo.
«Para que el socialismo pueda triunfar, tiene que ser ya real, material, concreto. Tiene que estar presente en la vida de muchas personas.»
Porque el capitalismo sí ofrece respuestas para esas preguntas. Respuestas individualistas, particulares, y con respuestas que son armas de doble filo porque se basan, precisamente, en la desigualdad, en la relación directa entre el progreso de unos y el retroceso de otros. Pero respuestas, al fin y al cabo. El socialismo siempre ha ofrecido un sistema alternativo en el que el progreso era colectivo: todos progresábamos, conjuntamente, trabajando unos con otros. El socialismo ofrecía un futuro, uno alternativo. Hoy en día, esa narrativa casi se ha esfumado. Y, ante la sensación de que ahora mismo es imposible conseguir ese futuro alternativo – ese progreso colectivo – incluso el más convencido se ve obligado a tomar el único camino restante: el que ofrece el capitalismo. De este modo, son muchos los que se ven forzados a entrelazar sus vidas, su progreso, sus esperanzas, con el propio capitalismo. Y, por mucho que lo repudien, saben que dependen de él.
Para muchos, aún así, es insuficiente. Pero el socialismo no les ofrece hoy por hoy un mundo distinto, sino una versión distinta de este mundo. Un programa, que al fin y al cabo no ofrece una alternativa, sino un remedio – más o menos ambicioso, pero remedio al fin y al cabo. Un discurso que no se centra en lo que el socialismo puede conseguir, sino en lo que el capitalismo es incapaz de garantizar. Así, si bien conecta con las demandas objetivas de una mayoría social, no consigue hacerlo con sus esperanzas y anhelos. Por eso, a la hora de la verdad, prefieren a un candidato que pueda garantizar un cambio – aunque sea mínimo – de la única realidad, del único futuro, que parece existir.
La elegibilidad como disputa organizativa
Ahora bien, ¿cómo se construye ese mundo alternativo, ese futuro distinto? ¿De qué manera podemos influir los socialistas, ofrecer respuestas a esas preguntas que la gente corriente se hace a diario? ¿Es solamente un problema de discurso? ¿Basta con recuperar la narrativa socialista? La victoria de la contraofensiva neoliberal no puede entenderse sin la dura lucha ideológica que libraron sus principales espadas – Thatcher y Reagan – contra el socialismo como forma de entender el mundo. Conceptos como democracia o sociedad fueron sustituidos por versiones menos políticas, con un carácter menos colectivo, como elección o individuo, para ‘sacar’ estos fenómenos del marco general de la lucha de clases, precisamente para reducir al socialismo a poco más que un programa de reformas que no desafiara en lo fundamental el orden establecido. El blairismo, y todas sus ramificaciones por el mundo occidental, son el ejemplo perfecto de la victoria neoliberal: la izquierda, reducida a una alternativa de gestión. El fin de la historia, que diría Francis Fukuyama.
Pero tampoco puede entenderse sin la enorme e inmensa batería de medidas políticas concretas que acompañaron a esa lucha ideológica, para desmontar de forma paralela todo el sustrato material sobre el que se construía la concepción socialista del mundo. Thatcher no engañaba a nadie cuando acusó a los sindicatos de controlar el país: lo que pretendía su campaña, su pulso contra las organizaciones sindicales – de las que la más famosa fue la Unión Nacional de Mineros, con la larga y dura huelga de 1984 – era precisamente desactivar ese poder de la clase obrera, ese control que los trabajadores tenían sobre el país mediante su organización colectiva, que les permitía imponer o frenar leyes a través de la huelga y otras medidas de presión. Fomentando la división de los trabajadores, atacando a los sindicatos, reduciendo su capacidad de presionar, Thatcher estaba destruyendo una sociedad alternativa, un poder obrero cuyas contradicciones con el poder oficial habían llegado a un punto de no retorno tras años de constantes pulsos entre sindicatos y autoridades que culminaron con la derrota del gobierno conservador de Heath en 1974. Y lo hizo atacando todos los espacios de vida colectiva a través de los cuales ese poder se organizaba y se replicaba: la educación pública, la vivienda pública, los espacios de participación democrática de base – como el Greater London Council o los propios sindicatos…
En su lugar, emergió una sociedad basada en la propiedad y el individualismo. Por ejemplo, la educación pública, universal y basada en la igualdad de oportunidades, fue progresivamente sustituida por un nuevo modelo educativo basado en la ‘libertad de elección’ y la consecuente competitividad entre colegios para resultar más atractivos para los padres – y, en consecuencia, recibir más fondos. La Ley de Educación de 1980 creó un sistema para el trasvase de alumnos desde la educación pública hacia la privada mediante subv enciones públicas, al tiempo que establecía el derecho de los padres a ‘elegir’ el colegio de sus hijos; esta dinámica sería reforzada con una nueva ley en 1988 que vinculaba la financiación de los colegios en base a la demanda, mientras se creaba un sistema educativo paralelo basado en los Institutos Tecnológicos – centros de formación profesional con financiación privada, enfocados hacia la empleabilidad. Durante los gobiernos de Thatcher, además, las instituciones educativas fueron desvinculadas de las autoridades locales, de modo que se limitaba el control democrático de la educación, burocratizándolo y dejándolo en manos del gobierno central.
Este modelo creó en la práctica un mercado educativo: lo que antes era un espacio colectivo, democrático, basado en la igualdad y la colaboración, se convertía ahora en un campo de batalla al que cada uno se enfrentaba sólo, dependiendo de su poder adquisitivo, y obligado a competir con los demás. Esa misma dinámica se extendió por toda la sociedad. No es de extrañar, por tanto, que quienes están acostumbrados a vivir de forma cotidiana bajo las leyes del mercado se encuentren con graves dificultades a la hora de imaginar y diseñar un mundo fuera de él.
La cuestión de la elegibilidad también está estrechamente relacionada con este problema: los candidatos y programas socialistas, aunque señalen y pretendan resolver las principales dificultades de una mayoría social atravesada por la desigualdad económica, chocan con el subconsciente, con la ideología dominante que atraviesa sus vidas día a día. Esa contradicción impide que la simpatía se convierta en adhesión: aunque sean muchos los que piensen que el modelo defendido por los socialistas sería mejor, también piensan que es inviable, porque choca frontalmente con la forma en que viven, en que razonan, en que se relacionan.
El ser humano piensa como vive: una persona que vive, razona y se relaciona como un capitalista, pensará de forma inconsciente como un capitalista. Los servicios públicos, construidos por el movimiento obrero europeo durante la segunda mitad del siglo XX, tenían por objetivo cambiar esa dinámica. Crear una sociedad fuera del mercado en la que los seres humanos vivieran, razonaran y se relacionaran en clave socialista. En esa sociedad, no obstante, el mercado seguía ocupando una posición fundamental, definiendo unas relaciones de propiedad en clave capitalista que chocaban una y otra vez con esos servicios públicos llamados a convertirse en el germen del nuevo mundo. La vía reformista al socialismo considera que esa tensión puede resolverse progresivamente mediante un programa que vaya reduciendo la influencia del mercado y ampliando los espacios democráticos; la vía revolucionaria entiende que la tensión generada entre esos dos espacios antagónicos terminará por estallar en forma de confrontación abierta. Pero, en ambos casos, está claro que para avanzar hacia el socialismo, este debe existir de alguna forma, a modo de embrión, dentro de la propia sociedad capitalista. De otro modo, los programas y discursos socialistas seguirán presentándose como inviables a ojos de la mayoría social por confrontar directamente con su modo de vida.
Los servicios públicos diseñados por el laborismo inglés o por los socialistas nórdicos tenían, en su momento, el objetivo de crear y ampliar esa sociedad paralela de ciudadanos-trabajadores hasta que terminara sustituyendo a la sociedad de mercado propia de la burguesía. Sin embargo, el capitalismo occidental ha sido capaz de metabolizar e incorporar una interpretación propia de los servicios públicos, privándolos de ese carácter socializante, desactivando progresivamente su potencial revolucionario. La disputa en torno a estos servicios – su naturaleza política, sus objetivos, su presente y futuro – es también una tarea ineludible para los socialistas, pero los servicios públicos – o, más bien, sociales – no son la única herramienta que tenemos a nuestro alcance para construir la sociedad paralela que necesitamos para ganar.
Antes de que se institucionalizara todo este sistema de protección social y control de la desigualdad, la clase obrera ya lo había construido de modo autónomo e independiente, en forma de sociedades de apoyo mutuo, escuelas populares, hospitales, universidades, clubes deportivos, asociaciones juveniles… creadas por y para la clase trabajadora. Con ese poder, los trabajadores consiguieron además forzar la financiación pública de esa red, convirtiéndola en una herramienta de redistribución al transformarla en un sistema universal que los ricos estaban obligados a financiar. Por desgracia, al mismo tiempo, fueron perdiendo progresivamente el control político de los servicios sociales, que pasaron a convertirse en servicios públicos, y que fueron integrados en el capitalismo: la clase obrera organizada dejó de ser, poco a poco, la fuerza que los construía, para pasar a ser la clase beneficiaria y, posteriormente, para ser atomizada en usuarios, sustituyendo la lógica social, colectiva, política… por una individual y de mercado. Y así, la sociedad paralela en la que se basaba la fuerza del socialismo fue desmantelada y su poder, desactivado.

Parece claro que la clase obrera no dispone, hoy en día, de la fuerza necesaria para disputar los servicios públicos, para intentar recuperarlos como una herramienta con la que retomar la construcción de nuestra sociedad paralela. Si seguimos el desarrollo político e histórico de los propios servicios sociales, plantearlo sería empezar a construir la casa por el tejado. Pero, al mismo tiempo, para resolver la cuestión de la elegibilidad necesitamos espacios que vayan construyendo una sociedad fuera del mercado. Con una correlación de fuerzas tan desfavorable como la que enfrentamos hoy en día, no nos queda más remedio que volver a hacerlo con nuestras propias fuerzas: si no podemos torcer el brazo de los capitalistas, tendremos que empezar por reconstruir y reorganizar nuestra propia solidaridad. Para ser elegibles – lo que supone, hoy en día, ganar las elecciones – tenemos que construir, paradójicamente, una organización que no esté centrada en la disputa electoral, sino en la construcción de esa sociedad paralela que necesitamos para tomar el poder.
No se trata de huir de la sociedad de mercado, de construir refugios que nos permitan sobrevivir. Esa estrategia se limita al control de daños. Se trata de construir una alternativa: una red extensa, interrelacionada, de espacios coordinados que permitan vivir una vida al margen de la sociedad de mercado. Se trata de levantar, poco a poco, un Estado dentro del Estado, un Estado nuevo alrededor de la figura del Partido-Institución: es decir, una organización política que sea, al mismo tiempo, un organismo público capaz de proveer cultura, social, económica, científicamente… a un gran número de personas.
Dicho de otro modo, necesitamos un corazón para esa sociedad paralela, capaz de bombear con manos y cabezas la sangre que la mantiene con vida y la hace progresar, crecer, reforzarse, hasta convertir a la sociedad de mercado en una reliquia obsoleta. Cuanto mayor sea la capacidad de ese corazón, más extenso y real será el socialismo que crezca en el interior de la propia sociedad capitalista, y mayor será el número de personas que piensen y vivan ya, de facto, bajo el socialismo. De este modo, la elegibilidad de los candidatos y programas socialistas será cada vez más clara, mientras se debilita la de los candidatos y programas capitalistas.
La elegibilidad y la lucha por el socialismo
En resumidas cuentas, si despojamos a la cuestión de la elegibilidad de su particularidad más inmediata – su dimensión electoral – nos encontramos con un problema fundamental: el eterno pulso entre socialismo y capitalismo. La lucha de clases en estado puro: cómo conseguir que los programas de transformación profunda que imaginamos y diseñamos colectivamente avancen y el capitalismo sea superado de una vez por todas. Para librar un pulso así, necesitamos músculo.
Músculo, en primer lugar, ideológico. Necesitamos comprender el capitalismo contemporáneo en toda su complejidad porque, por mucho que en esencia todo siga girando en torno a la contradicción capital-trabajo, la sociedad ha progresado y evolucionado tanto que sobre ella se han generado muchas capas en las cuales esa misma contradicción se manifiesta de forma particular. Si no comprendemos cada una de estas manifestaciones, cada una de las formas concretas de la contradicción capital-trabajo, no podremos resolverlas. Seremos incapaces de resolver las contradicciones que éstas generen ‘en el seno del pueblo’, y por tanto, nos enfrentaremos con grandes dificultades a la hora de construir el bloque social que necesitamos para superar el capitalismo.
Como en la pirámide de Maslow, las necesidades básicas y elementales de una gran mayoría de la sociedad están resueltas. Existe, está claro, un porcentaje de la población nada despreciable – más aún, creciente – que aún sufre la escasez en mayor o menor medida, pero la miseria, la pobreza recalcitrante y aguda que sufrimos los trabajadores hace años, ha desaparecido de las sociedades europeas. Un socialismo que únicamente se centra en esos escalones inferiores, básicos, puramente materiales, de las necesidades, no conectará con una sociedad que siente que, en gran medida, ya ha cubierto esas necesidades – incluso cuando lo hace en condiciones de incertidumbre e inseguridad. Los socialistas necesitamos comprender cómo la pirámide de Maslow se traslada a la psicología de masas, saber dónde siente la mayoría social que el capitalismo ha fracasado, dónde se muestra incapaz de cubrir sus demandas, para empezar a construir desde ahí el mundo alternativo que vamos a ofrecer.
Y músculo, en segundo lugar, organizativo. No basta con prometer que vamos a cubrir las necesidades de la gente allí donde el capitalismo ha fallado: necesitamos demostrarlo. Hacerlo. Construir nuevas formas de entender el mundo, nuevas formas de relacionarse, nuevas formas de cuidarnos. El socialismo no puede presentarse ante las masas como un salto al vacío, porque nadie está dispuesto a sacrificarlo todo sin saber qué puede conseguir a cambio. Para que el socialismo pueda triunfar, tiene que ser ya real, material, concreto. Tiene que estar presente en la vida de muchas personas. Para una mayoría social, la revolución no tiene que ser más que la oficialización de algo que ya viven de forma cotidiana. Eso supone un esfuerzo inmenso, que requiere de dirección, coordinación y trabajo en equipo. Un Partido-máquina electoral es incapaz de conseguir algo así: para eso, necesitamos un Partido-Institución.
Si hay una lección que podemos extraer de las experiencias americana y británica, es que la elegibilidad es un problema de primer nivel para el socialismo. Hoy por hoy, se manifiesta como una limitación electoral, pero va mucho más allá. Y es imprescindible que los socialistas nos pongamos manos a la obra para comprenderla en toda su complejidad, y empezar a resolverla cuanto antes.