Los derechos no se negocian, ministro Ábalos

Hay tensiones en el seno del gobierno: eso es algo que no debería sorprender a nadie. Algunas, como las relacionadas con las manifestaciones de los últimos días, no son más que munición para la derecha. Pero otras, como la que rodea al problema de la vivienda, merecen mucha más atención.

D. Fernández
D. Fernández
Ingeniero y marxista, convencido de que un mundo mejor es posible y está a nuestro alcance.

Que iba a haber diferencias entre el PSOE y Unidas Podemos, en caso de alcanzarse un acuerdo de gobierno, era fácilmente predecible. No hay más que tirar de hemeroteca – una práctica recurrente en estos tiempos en los que todo queda grabado – y recordar las acusaciones que se vienen cruzando ambos partidos desde hace años. Pedro Sánchez estuvo dispuesto, de hecho, a arriesgarlo todo a una repetición electoral con tal de intentar evitar un gobierno de coalición – y acabó enfrentándose a un Parlamento aún más fragmentado, que nos ha llevado a una legislatura caracterizada por la inestabilidad y una difícil geometría variable que hace que al ejecutivo le tiemblen las piernas cada vez que tiene que presentarse ante la Cámara.

Abrazos y fotos aparte, el PSOE no lleva bien compartir el poder. No porque Unidas Podemos sea un socio especialmente molesto – aunque también ha cometido errores en este sentido – sino porque un gobierno de coalición sitúa en una posición muy difícil a un partido tan acostumbrado a gobernar sin rendir cuentas. Aunque siempre han existido fuerzas a su izquierda, hasta hace poco se las había apañado para neutralizarlas, reduciéndolas a una simple vocecilla molesta que le echaba en cara sus políticas neoliberales pero que no conseguía canalizar la indignación que éstas provocaban, ni convertirla en una alternativa política capaz, al menos, de inquietar a la bestia.

El resultado es que, durante la historia reciente de nuestra democracia, el PSOE ha hecho y deshecho sin demasiadas dificultades. Su implantación y su músculo organizativo, reforzados por la hegemonía ideológica de los años dorados de la Tercera Vía, le permitían capear todas las tempestades sin sufrir demasiadas pérdidas en el campo de la izquierda. Algo, no obstante, ha cambiado. La crisis económica del 2008 debilitó las bases objetivas de su poder – la relativa comodidad de la clase obrera – mientras que la crisis política del 2011 hizo lo propio con las bases subjetivas – el control del imaginario político de la izquierda. Y, con la aparición de Podemos, el dominio del PSOE empezó a tambalearse, hasta llegar a aquel fallido sorpasso de 2016 que aún provoca escalofríos en Ferraz.

Desde entonces, los de Sánchez han recuperado aliento y dan muestras de un envidiable estado de salud, especialmente en comparación con otros partidos socialdemócratas europeos. Aún así, a su izquierda ya no está el abismo que se abría antes. Ahora hay un espacio, más o menos articulado, con sus limitaciones y errores, pero con una presencia innegable. Primero, a nivel electoral, donde Unidas Podemos, a pesar de la dura campaña de desgaste que viene sufriendo, parece haber encontrado un suelo más o menos estable alrededor del 12% del voto y los 30 escaños. Y segundo, a nivel social, con una izquierda alternativa que poco a poco va entendiendo la importancia de la organización, e intenta recuperar posiciones en la sociedad civil – con su agente más importante, los sindicatos, a la cabeza.

Se aproxima, en este contexto, un período de conflictividad social. Los datos económicos ya eran malos antes de la pandemia, y, aunque el coronavirus se ha impuesto con puño de hierro como eje de la agenda pública, la vacuna señala el comienzo del fin. Cuando la COVID-19 se retire, como el agua tras el tsunami, veremos el desastre que ahora permanece sumergido. Serán necesarias medidas de choque y, con la actual correlación de fuerzas, está claro contra quien van a dirigirse. Todo parece indicar que, una vez más, será el PSOE quien las dirija, tanto por capacidad como por convicción. El problema al que se enfrenta Ferraz es que ahora, y a pesar de haber mejorado, su posición en la izquierda dista mucho de la hegemonía casi indiscutible que tenía cuando Felipe González destruyó la industria española porque así lo exigía Europa, o cuando Bruselas empezó a apretar a Zapatero en los albores de la austeridad.

Por eso, asfixiar a Unidas Podemos, reducirla a una fuerza testimonial como tradicionalmente ha sido la izquierda alternativa, es una de las prioridades del PSOE. Por ahora, no parece que se haya decidido sobre cómo hacerlo. Tiene una vía dura – la confrontación abierta, directa, marcando espacios, asociando a Unidas Podemos con la ‘extrema izquierda’ e intentando así desacreditar su discurso y su programa. A veces, la propia Unidas Podemos facilita esa vía y proporciona munición – por ejemplo, al enrocarse en la burbuja militante en el marco de las protestas violentas de los últimos días. Aún así, el PSOE ya ha intentado esa estrategia sin demasiado éxito.

La otra vía que tiene ante sí es la del abrazo del oso. Si consigue hacer partícipe a esta izquierda alternativa de su programa de reformas, apelando a la disciplina y a la unidad de acción dentro del Ejecutivo del que ambas fuerzas forman parte, entonces ambos partidos compartirán el descrédito que conlleve. Es un riesgo inevitable vinculado a la decisión de formar parte del Gobierno. Unidas Podemos debe ser consciente de que copilota un vehículo que se dirige hacia un precipicio. No tiene el volante, ni puede conseguirlo. El conductor, por su parte, lleva paracaídas – que tal vez no se abra a tiempo, pero está dispuesto a lanzarlos a los dos al vacío.

La única opción, por tanto, es bajarse del coche en marcha. Por desgracia, hacerlo requiere calcular bien el momento apropiado, o de lo contrario las consecuencias podrían no diferir demasiado del salto al vacío. Unidas Podemos puede y debe anticipar ese momento, prepararse para reducir el riesgo al máximo, eligiendo bien las batallas que le permitan marcar distancias con el PSOE. Los disturbios no son una buena opción. La vivienda, en cambio, sí lo es.

La vivienda: ¿derecho o bien de mercado?

La crisis de la vivienda en España viene de lejos. No es un problema exclusivo de este país, pero España es, probablemente, el caso más agrio – al menos en Europa. La evolución de la vivienda pública es desoladora: ha pasado de representar casi el 70% del parque nuevo en 1983, al triste 8.5% en 2019. En relación a la oferta total de vivienda, la vivienda pública española también se sitúa a la cola, representando un escasísimo 2.5% frente al 9.3% de la media europea – ampliamente superado, por otra parte, por países como el Reino Unido (18%) o Austria (24%). Aunque no es el único factor, no es descabellado pensar que el modelo de país ha tenido mucho que ver en este desarrollo: si nuestra actividad económica reside principalmente en el turismo y la construcción, es impensable eliminar el factor mercantil de la ecuación de la vivienda.

Con la generalización de los desahucios tras la crisis económica del 2008, la cuestión de la vivienda pasó de ser un problema estigmatizado y oscurecido a adquirir una considerable dimensión social, que se ha prolongado hasta hoy. A la generación a la que prometieron convertirse en propietarios – el sueño español – y terminaron desahuciando le ha sustituido una generación que sufre el problema habitacional con la precariedad característica de nuestros tiempos. Los jóvenes que se lanzan ahora al (salvaje) mercado de la vivienda se enfrentan a una burbuja totalmente sobredimensionada que les obliga a pagar alquileres desorbitados por pisos prácticamente inhabitables, mientras conviven con la constante amenaza de tener que dejar tu casa bien porque tu alquiler ya de por si alto suba arbitrariamente, bien porque se te acabe el contrato y no puedas seguir pagándolo. Entre la precariedad laboral y la crisis de la vivienda, muchos se ven obligados a posponer indefinidamente decisiones como la emancipación o formar una familia.

En este contexto, el movimiento por la vivienda se ha convertido en uno de los principales espacios de organización obrera. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca fue el primero de estos espacios, y actúo como cantera para muchos dirigentes políticos de la izquierda alternativa – como Ada Colau o Irene Montero. Hoy son los Sindicatos de Inquilinos los que permiten que los trabajadores se asocien para defender su derecho a la vivienda frente a los fondos buitre y grandes propietarios que la han convertido en bien de especulación. No es de extrañar, por tanto, que haya una estrecha relación entre la cuestión de la vivienda y la actualidad política, lo que ha obligado a poner sobre la mesa medidas para ponerle solución.

Dejando a un lado la broma pesada de las autoridades madrileñas – ayudas para el alquiler… para rentas superiores a 80.000 euros – parecía, con la firma del acuerdo de Gobierno, que el paradigma de la autorregulación del mercado había sido superado. Hoy por hoy, está claro que el problema de la vivienda no es la incapacidad de una minoría para acceder a la misma – lo cual podría resolverse, efectivamente, con un programa de ayudas – sino el hecho de que una amplia mayoría de la sociedad no sólo tiene problemas para acceder a la vivienda: es que en muchas ocasiones se ve expulsada de ella. El gobierno de coalición, con su acuerdo para regular los alquileres, dejaba atrás esa idea y cambiaba el marco, reconociendo que el problema era el propio mercado. Para resolverlo, se planteaba una intervención, en la forma de regulación de los alquileres.

Una regulación que, con toda probabilidad, tampoco iba a producirse a gran escala, con lo que no estaríamos hablando de una intervención especialmente dura. Es decir, no estaba sobre la agenda una intervención sustitutoria – que desplazase a la lógica de mercado – sino una intervención niveladora – que corrigiese los desequilibrios del mercado. Con todo, el PSOE ha optado por desmarcarse. El ministro Ábalos, en una esperpéntica comparecencia, afirmaba que su partido reconoce que la vivienda es un derecho, pero que, al mismo tiempo, la consideran también un bien de mercado.

¿Cómo es posible que algo sea, al mismo tiempo, un derecho y un bien de mercado? El mercado es, por definición, una fuerza privativa. El mercado excluye, con un criterio económico muy sencillo: si no puedes pagarlo, no puedes acceder a ello. Los derechos, en cambio, son inherentes a quienes los poseen. Si tienes derecho a algo, nadie puede privarte de ello. Es más, alguien debería recordarle al señor Ábalos que los derechos no se negocian. ¿Es negociable el derecho a una educación? ¿Es negociable el derecho a recibir atención médica? ¿Es negociable el derecho a recibir un salario por el trabajo realizado?

¿Cómo es posible, entonces, que mes a mes haya trabajadores que tengan que negociar su derecho a la vivienda con un fondo buitre que pretende subirnos el alquiler, o con la policía que viene a desahuciarles? ¿Cómo es posible que los españoles tengan derecho – constitucional – a la vivienda, y a pesar de ello el ministro Ábalos la considere un bien de mercado? Una de dos: o bien la vivienda no es un derecho – lo que en la práctica viene ocurriendo – o bien la vivienda no es un bien de mercado.

Hacia la Vivienda Pública Universal

Si tenemos en cuenta, entonces, esa contradicción entre el derecho y el bien de mercado, la propuesta de Unidas Podemos – la regulación de alquileres – tampoco resulta del todo satisfactoria para el problema de la vivienda. Cuando afirmamos que los derechos no se negocian, no estamos hablando de que la oferta que nos han hecho es mejorable: estamos hablando de que no aceptamos el marco de la oferta y la demanda. No se trata de intentar forzar al mercado a cumplir una función – proveer de un bien básico, de un derecho – que va contra su propia naturaleza, sino de plantear una alternativa al mercado.

Es lo que ocurre, una vez más, en el caso de la sanidad o la educación. La financiación de las mismas no contempla un beneficio económico. Imaginemos, por ejemplo, que la lógica de la regulación de alquileres se aplicara a estos servicios. Resulta que el foco del problema se estaría situando en cuánto pagamos por recibir una educación, o una asistencia sanitaria, y no en el hecho de que tengamos que pagar por ello. Sería de locos. Si consideramos que la vivienda es un derecho, entonces también es de locos pretender que se pague un ‘precio’ justo por ella, imponiendo ese ‘precio’ por ley.

Para que la vivienda sea un derecho efectivo, debemos trascender la lógica de mercado, y pensar en los mismos términos en los que pensamos cuando hablamos de otros servicios sociales destinados a garantizar nuestros derechos. No se trata de eliminar el factor dinero, sino de transformarlo. No estamos hablando, por tanto, de vivienda gratuita, porque como muchos ortodoxos nos recuerdan cuando nos referimos a la sanidad o a la educación, estos servicios no son gratuitos ya que los estamos pagando con nuestros impuestos. Pero sí estamos hablando de una vivienda desmercantilizada. Es decir, una vivienda que, como la educación o la atención sanitaria, no se considera un bien de mercado y, por tanto, está garantizada al margen de la compra-venta propia del mercado. Estamos hablando de un parque público de vivienda universal, financiado mediante unos impuestos progresivos, de tal manera que la mayor parte del esfuerzo económico de su construcción no recaiga sobre los hombros de la mayoría social trabajadora, sino sobre los superricos y las grandes empresas.

Una propuesta así no es sencilla de conseguir, pero tampoco es imposible. Necesitamos recuperar la capacidad de imaginar un mundo más allá del poder omnipresente del mercado, de las relaciones mercantiles que se imponen y se abren hueco en todos los espacios de nuestra sociedad. Para los trabajadores estadounidenses, por ejemplo, una sanidad universal como la que hemos conquistado en Europa parece impensable – tan impensable que, a pesar de que las propuestas en esa dirección se abren paso, aún están lejos de conseguirlo. Y, sin embargo, en Europa tenemos esa sanidad universal porque fuimos capaces de organizarnos y movilizarnos para conquistarla. Lo único que nos separa de la Vivienda Pública Universal, por tanto, no es más que recuperar la capacidad de hacerla posible: en nuestras manos está porque, al fin y al cabo, la historia es nuestra y la hacemos nosotros.

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