Es un tema más o menos frecuente el de la supuesta desconexión de la izquierda con la clase trabajadora, abordado tanto por analistas como por militantes en multitud de ocasiones. Esta desconexión, fruto de una tendencia más o menos dominante que antepondría en la agenda y el discurso los intereses de colectivos minoritarios a los de una gran mayoría social – la clase trabajadora –, sería la razón que explica los malos resultados electorales de los movimientos occidentales de izquierdas. Al no verse representada por esa izquierda, ni por sus propuestas, ni por su narrativa, la clase trabajadora optaría o bien por la abstención o bien – según algunos de los defensores de esta posición – directamente por la extrema derecha.
Así, la tarea principal que debería afrontar la izquierda occidental sería un cambio en sus propuestas y narrativa, para corregir esa desconexión. Una izquierda que centrara su programa en medidas de interés para la mayoría social trabajadora, que hablara de clase, que incorporara a representantes de la clase a sus filas – especialmente en primera línea – conseguiría conectar con esa mayoría social trabajadora y activarla políticamente: los barrios en los que tradicionalmente no se produce una movilización del voto acudirían a las urnas y la izquierda conseguiría la victoria.
Las elecciones del pasado 4 de mayo, sin embargo, desafían todas esas premisas. La campaña de Unidas Podemos ha tenido el enfoque de clase más claro y directo que se recuerda en las últimas décadas. El lema, el programa, el discurso, han interpelado clara y directamente a la mayoría social trabajadora. La candidatura se ha configurado con una clara condición de clase: Serigne, portavoz del Sindicato de Manteros y hostelero; Cecilio, taxista; Agustín, profesor y sindicalista; Jesús, barrendero y sindicalista; Alejandra, abogada de la PAH… Se apeló a los barrios trabajadores, a los pueblos del sur. El mensaje era claro: si votáis, ganamos. Se pidió que la mayoría hablara, y la mayoría habló. Y lo que dijo debería hacernos reflexionar.
desde las amenazas de muerte a Pablo Iglesias, el eje de la campaña se vio alterado
Con una participación electoral histórica, la derecha ganó las elecciones ampliamente. Incluso en aquellos barrios y pueblos a los que se llamaba a votar con la esperanza de que dieran la vuelta a las encuestas. En Leganés, la participación subió 10 puntos, casi los mismos que sumó el bloque de la derecha. En Móstoles, 11 puntos más de participación, y 8 puntos más para el bloque de la derecha. En Rivas se repetían los mismos números. En los distritos obreros del sur de la capital – Puente y Villa de Vallecas, Usera, Carabanchel o Villaverde – el aumento de la participación, lejos de favorecer a la izquierda, impulsó a una derecha que llegó incluso a ganar algunos de ellos.
Es cierto que, desde las amenazas de muerte a Pablo Iglesias, el eje de la campaña se vio alterado. Lo que había empezado como una campaña muy apegada al terreno, muy centrada en esa contradicción de clase en una de las regiones más desiguales de Europa, se escoró en la fase final hacia una contradicción más abstracta – democracia o fascismo – muy similar al enfoque la derecha quería, de significantes abstractos y conceptos flotantes. Es igualmente cierto que ese giro no sustituyó por completo al enfoque de clase. En todo caso lo complementó. Y, aunque se pueda estar en desacuerdo en la forma en que lo hizo, también es de justicia señalar que la defensa de la democracia es de interés de la clase trabajadora. Hasta qué punto ésta se encuentra realmente en peligro, o esa voz de alarma fue una (fallida) estrategia electoral sería también un factor de debate.
Pero ni siquiera eso explica el resultado electoral. Es más, esa crítica es, en parte, parte del problema. Quién siga en posiciones que expliquen el resultado de la izquierda por no posicionarse lo suficiente en el ‘eje de clase’ está replicando el mismo error que nos ha traído hasta aquí – el mismo error que ha destilado la posición del ‘discurso de clase’, incluso en esta reciente campaña autonómica.
Aparejada a esa reflexión sobre la desconexión entre la izquierda y la clase suele venir, como corolario casi inmediato, un añadido: la crítica de las políticas de identidad, que hemos escuchado – y seguiremos escuchando – hasta la saciedad. Hasta ahora, ambas posiciones – clase contra identidad – se nos han presentado como contrapuestas. Lo que esta campaña desvela es que, en realidad, no lo son tanto. En el llamamiento a la clase subyace, en el fondo, la misma lógica que en las políticas de identidad: la de un esencialismo categórico que asume que existe una correlación directa y unívoca entre la realidad material y las ideas que sobre ella se construyen. Así, a los colectivos a los que se dirigen las políticas de identidad – mujeres, comunidad LGTB, personas racializadas, etc – se les presupone una innata naturaleza progresista, derivada de su condición de oprimidos. Su realidad material de opresión genera de forma directa y unívoca una conciencia política emancipadora.
Con la clase nos ha ocurrido algo muy similar. Aunque hemos considerado que el discurso de clase, por tener una naturaleza social, colectiva – una aspiración de mayorías – se contraponía con el discurso de las identidades – mucho más individualista y liberal – en el fondo hemos replicado la misma lógica. Hemos asumido que la clase, por su simple realidad material – por la opresión que vive, por sus condiciones materiales de vida – iba a desarrollar una conciencia política emancipadora natural, con la que sólo hacía falta conectar. Bastaba con sustituir una narrativa ajena a la gran mayoría por otra en la que pudiera verse representada. Al hacerlo, sustituíamos en el fondo una identidad con otra. Si hablábamos menos de la transexualidad y lo queer, de la brecha salarial entre hombres y mujeres, de las agresiones que sufren las personas LGTB, o del racismo, y más del transporte público masificado, de la sanidad pública descapitalizada y reducida a su mínima expresión, de la educación pública saturada y desbordada, de la vivienda y el alquiler… Entonces conectaríamos con la mayoría social trabajadora, y ésta respondería.
Pero no ha sido así. El pretendido camino para el renacer de la izquierda se ha demostrado como una prueba más del muy mejorable estado ideológico en el que nos encontramos. Durante años, se han defendido posiciones que apelaban a la necesaria vuelta del materialismo frente a la aparente desconexión de la izquierda con la realidad. En su concepción mecanicista, sin embargo, esas posiciones han resultado estar tan desconectadas – o más – que las políticas de identidad que tanto han atacado. Por mucho que la clase tenga vocación de mayoría, si replicamos la mecánica identitaria – con un simple cambio de cromos – seguiremos chocando contra el mismo muro. La dialéctica nos enseña que la relación entre materia e idea es compleja y, aunque uno de esos elementos prime, también interdependiente.
La realidad, por tanto, es que la clase es mucho más que una simple categoría socio-económica. La clase no se construye solamente a partir de la posición en la cadena productiva, de la propiedad – o no – de los medios de producción, ni del poder adquisitivo ni de las condiciones de vida. Esas no son más que sus bases materiales. Pero la clase social es mucho más. La clase es también una forma de relacionarse, una forma de vivir y entender la vida. La realidad material es, sin ninguna duda, imprescindible para definir a la clase, pero no suficiente – sobre todo, si hablamos de la clase como sujeto político.
¿En qué se diferencia hoy la forma en la que entiende el mundo un obrero de la de un burgués? No son, en absoluto, idénticas, y siguen existiendo diferencias. Pero la profundidad e importancia de esas diferencias se ha reducido. El consumo se ha convertido en el vector de socialización por excelencia. La clase ya no determina formas distintas de socializar, sino aproximaciones distintas a una misma socialización. Lo que frustra al obrero no es que el consumo – el mercado – ocupe ahora un lugar central en la sociedad, sino que no pueda acceder a ese consumo – a ese mercado – en las condiciones en las que le gustaría. Su problema no es la acumulación de riqueza, sino verse perjudicado por la misma – no conseguir acumular la riqueza que considera que merece. El trabajo asalariado no es un problema social – en todo caso, el problema es su trabajo, pero siempre tiene la opción de prosperar, de buscar otro. El obrero es, desde un punto de vista ideológico, un burgués en pequeña escala, un rico sin dinero. Su problema es individual: no quiere cambiar la sociedad, sino la posición que él ocupa.
El consumo se ha convertido en el vector de socialización por excelencia.
Es lógico, por tanto, que vote en consecuencia. La apelación vacía a su condición socio-económica le resulta tan lejana como los debates sobre lo queer o las agresiones contra el colectivo LGTB. No necesita que le describan su realidad: ya la conoce lo suficiente. Y la interpreta desde una óptica para la cual las soluciones y propuestas de clase no acaban de resultar demasiado convincentes. No es ‘gilipollas’, desde luego. Probablemente es consciente de que le beneficiarían. Lo que ocurre es que cree que hay otras soluciones y propuestas que cree que pueden beneficiarle más, en menos tiempo, o con más seguridad.
La clase obrera, como grupo social, no ha desaparecido. Es, probablemente, más amplia que nunca. La concentración de la riqueza se ha agudizado hasta un punto grotesco, en el que de un lado hay personas obligadas a recorrer la ciudad en bicicleta durante doce horas, sin saber cuánto van a ganar al mes, y del otro individuos cuyas propiedades superan el PIB de países enteros. Pero como sujeto político, como categoría de identidad, sí está más debilitada que nunca. Debilitada, porque la derecha ha operado políticamente para desactivarla, para disgregarla, lo suficiente como para que su hegemonía ideológica pueda soportar el peso de la realidad material. Ha reforzado la primera mediante una guerra cultural que lleva décadas operando contra una izquierda desorientada por los sucesos de finales del siglo pasado, y ha disminuido la relevancia de la segunda atacando los servicios públicos, fomentando la subcontratación y estratificación de la clase, debilitando las organizaciones democráticas – sindicatos, asociaciones de vecinos, clubes deportivos, asociaciones culturales…
Habrá quienes consideren que es el momento de enterrar a los enterradores. Es ahí donde las políticas de identidad se equivocan, al desechar a la clase como categoría, al darla por muerta y perdida. Lo cierto es que la clase sigue siendo hoy en día la única bandera capaz de agrupar a una mayoría social suficiente como para plantear una alternativa al capitalismo. Pero para eso, es necesario reconstruirla. Sólo cuando la clase haya pasado de ser clase en sí – simple categoría socio-económica – a clase para sí – agente político organizado – podremos apelar a la identidad de clase para sumar una mayoría social capaz de cambiar las cosas. Trabajar para que pase de una categoría a la otra es, por tanto, nuestra tarea principal. Ahora, más que nunca, se necesitan manos y cabezas.
Puedo estar de acuerdo con la mayoría del artículo, pero casi nunca veo una autocritica en la «Izquierda», ni queremos ver y reconocer que la mayoría de la sociedad es conservadora. La «izquierda» sigue pensando en que el voto de l@s jóvenes es rompedor, pongamos los pies en la tierra, miremos a nuestro alrededor y veremos claramente que la juventud a pesar de sus años ya es conservadora.
La «Izquierda» siempre ha estado acomplejada de mostrar claramente su mensaje y sus fines y eso lleva a que ante un discurso poco claro, el personal la de la espalda.
No me voy a enrollar más, pero pensar que por que en una lista este un taxista, un mantero o representantes LGTB, esa lista ya es de izquierdas es ser un poco iluso.
No os conocía, a partir de este momento contad con mi seguimiento, gracias.